Descentrada, vol. 1, nº 1, e006, marzo 2017. ISSN 2545-7284
Universidad Nacional de La Plata. Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación.
Centro Interdisciplinario de Investigaciones en Género (CInIG)


DOSSIER / DOSSIER
Género, política y academia

 

Masculinidades y Ciencias Sociales: una relación (todavía) distante



Juan Bautista Branz 

CONICET - Universidad Nacional de General San Martín. Instituto de Altos Estudios Sociales (IDAES), Argentina
juanbab@yahoo.com.ar

 

Cita sugerida: Branz, J. (2017). Masculinidades y Ciencias Sociales: una relación (todavía) distante. Descentrada, 1(1), e006. Recuperado de http://www.descentrada.fahce.unlp.edu.ar/article/view/DESe006


Resumen
Pensar, analizar y reconstruir los modos de la denominada masculinidad dominante, en Argentina, requiere de un ejercicio estrictamente reflexivo. Sobre todo cuando el investigador es –o cree ser- varón. Se comparten núcleos identificatorios, imágenes, símbolos y representaciones que determinan la mirada sobre los sujetos de análisis. ¿Dónde radica, entonces, la posibilidad de producir nuevas teorías sobre masculinidad dominante y, por qué no, sobre las categorizadas masculinidades divergentes? En el proceso de reflexividad y extrañamiento inherente a una rigurosa investigación. En las siguientes líneas presentaremos, transversalmente, una breve genealogía político/académica sobre los estudios sobre masculinidades, teniendo en cuenta que “ver” a hombres, siendo “hombres”, obstruye, muchas veces, la capacidad de desarmar problemas y proponer algunas respuestas, por ejemplo, a diferentes tipos de violencias o a la histórica disposición de sociedades jerarquizadas y jerarquizantes que supimos construir y establecer como naturales. Cómo indagar sobre la propia identidad de género, sufriendo –y a la vez gozando- los privilegios que se desprenden de la performatividad de una masculinidad dominante. Si abonamos a la hipótesis de la dominación masculina, pondremos el ojo sobre el interés (o el desinterés) de estudiar hombres y contextos masculinos.

Palabras clave: Género; Masculinidades; Ciencias Sociales

 

Masculinities and Social Sciences: a (still) distant relationship


Abstract
Thinking, analyzing, and reconstructing the modes of so-called dominant masculinity in Argentina requires a strictly reflexive exercise, especially when the researcher is - or believes to be – a man. Identity nuclei, images, symbols and representations that determine the look at the subjects of analysis are shared. Where, then, is the possibility of producing new theories about dominant masculinity and, why not, about categorized divergent masculinities? In the process of reflexivity and estrangement inherent to a rigorous investigation. In the following lines, we will present a brief political / academic genealogy on masculinity studies, taking into account that "seeing" men being "men" often obstructs the ability to disarm problems and propose some answers, for example, different types of violence or the historic disposition of hierarchical societies that we knew how to build and establish as natural. How to inquire about one's own gender identity, suffering -and at the same time enjoying- the privileges that emerge from the performativity of a dominant masculinity. If we subscribe to the male domination hypothesis, we will focus on the interest (or disinterest) of studying male and male contexts.

Keyword: Gender; Masculinities; Social sciences

 
 
1. Partidas

Franco La Cecla (2004) expone la idea del condicionamiento de observar varones, siendo un varón. Dice que es el derecho de un condicionamiento, dominado por la parcialidad, y que todo discurso debe partir del interior de una diferencia vivida:

“La diferencia aquí es una condición de partida, y es una condición de disgusto, porque es una diferencia que evidentemente ‘no está bien’ si no se acepta de entrada su ‘cercanía’, su desplazamiento respecto a la situación inicial. Hoy, obviamente, ya no se es macho como condición ‘natural’; se es macho con el estrabismo de serlo, con la conciencia, por una parte, de que no es posible serlo del todo, y, por otra, de verse viviendo dentro de esa condición, Como sucede con todo estrabismo, la migraña está asegurada, junto a las náuseas y a los mareos. Verse diferente es de por sí una anomalía, un estado de desorientación […] No se puede prescindir de ella” (La Cecla, 2004, p. 10).

La clave es “saber ver”, lo que al otro se le escapa, según La Cecla, que define la masculinidad como una forma de conocimiento especial:

“La masculinidad, al igual que la feminidad, es un ‘saber ver’, un percibir una parte del mundo que a la otra se le escapa […] Se observan con una mirada de deseo, y que, en cuanto deseo, es una forma de conocimiento especial, no ‘intercambiable’” (La Cecla, 2004, p. 7).

La escasez de investigaciones enfocadas en los estudios sobre varones, sus prácticas en diferentes espacios del mundo social, las garantías producidas y reproducidas vinculadas a las relaciones intra e intergénero, es signo de una vacancia que no es ingenua.

A continuación, presentamos algunos puntos a discutir, con el objetivo de pensar(nos) cuál es la teoría que supimos construir, frente a un campo académico que niega o invisibiliza el análisis sobre los varones o, mejor dicho, sobre la manera de ser varón en sociedades contemporáneas.

En el primer apartado, repasaremos la relación entre el tema/problema de género y el interés por parte de las ciencias sociales, pensándolo en clave histórica, académica y política. En el segundo apartado, atenderemos a la pregunta de qué hablamos cuando hablamos de masculinidad dominante, atendiendo y pensando en los trabajos que emergieron desde los círculos anglosajones y, también, latinoamericanos. En el tercer tramo del trabajo, profundizaremos en las vertientes locales, sus núcleos, interrogantes y contextos concretos, los cuales sientan precedente para pensar las masculinidades en América Latina. En el cuarto pasaje, nos situaremos desde la incómoda pregunta de ¿Para qué hacemos lo que hacemos?, vinculando nuestro tema/problema de investigación a una breve genealogía del Estado argentino y su matriz política, social y cultural: ¿Cómo nos pensamos desde ese escenario quienes pretendemos discutir políticas públicas? Finalmente, concluiremos con más preguntas que certezas, intentando sembrar y dar valor a la investigación dedicada a pensar los modos masculinos dominantes, y también los divergentes reflexionando, no sólo en la dimensión epistemológica de nuestra práctica investigativa, sino también, en nuestra capacidad para articular nuestra teoría en acción concreta.

2. Ciencias Sociales. Entre normas y desvíos de género

El concepto de género, dice Emilce Dio Bleichmar (1998), surge entre los estudios acerca de trastornos biológicos de la definición sexual y una categoría lingüística, pensada por John Money, quien intentó demostrar la primacía de lo simbólico en la constitución de la identidad sexual humana (Burin y Meler, 2009). John Money, en la década de 1950, planteó la categoría de “papel de género” para detallar las conductas atribuidas a los varones y a las mujeres. Mientras que Robert Stoller, en 1968, es quien, desde un enfoque subjetivista, esclareció la diferencia conceptual entre sexo y género, siendo el primero determinado por la diferencia inscrita en el cuerpo, y el segundo la trama de relaciones de significados que cada sociedad le atribuye a lo largo del tiempo (Burin y Meler, 2009). De allí que las tradiciones sobre los estudios de género se disputen entre el campo del psicoanálisis, la sociología y la antropología, desde los cuales se intenta romper los pares dicotómicos que obstaculizan nuevas formas de pensar identidades vinculadas al género o se formulan nuevas preguntas en torno al género; además de poner en duda el carácter biologicista de la definición de género, vinculado a una división “natural” de los sexos, y por lo tanto, de sus funciones sociales, a partir de características biológicas. El género es un concepto dinámico y un constructo sociohistórico1, que está vinculado a la producción cultural de cada sociedad en un determinado momento que, por supuesto, está ligado al problema del poder y la dominación inter e intra genérica. La categoría género no es una operación que tenga una lógica binaria que separa sólo lo femenino de lo masculino. Incluye, también, que dentro de un mismo género existen posiciones dominantes y subalternas, reproduciendo relaciones desiguales de poder (Burin y Meler, 2009). Con el objetivo de superar las visiones que restringen el análisis desde una perspectiva androcentrista excluyente y pensar en un universo más amplio que las oposiciones entre, por ejemplo, lo innato o lo adquirido o el género o la diferencia sexual, creemos que:

“La estereotipia de género, que es un ‘trabajo cultural’ en sí misma, niega las amplias similitudes existentes entre mujeres y varones y destaca la polaridad desconociendo la gran variabilidad que existe al interior de cada subconjunto genérico […] El género, la clase, la etnia y la edad, se entrecruzan para construir subjetividad” (Burin y Meler, 2009, p. 43).

Adherir a la noción histórica, cultural y dinámica del género nos permite retomar, entre otras conceptualizaciones, la definición de Butler (2007) donde lo concibe como un pacto performativo, como una especie de teatralización situacional, donde se fijan y reproducen diferentes maneras de actuar construyendo, en el mismo instante performativo, un discurso de legitimación (y no necesariamente que el discurso preceda al acto. O, por lo menos, no en todos los casos). Para Butler, el género “es un estilo corporal, un acto…que es al mismo tiempo intencional y performativo (donde performativo indica una construcción contingente y dramática del significado)” (Butler, 2007, p. 271). Siempre, por supuesto, en referencia a “otros” más o menos distantes, y pensando en clivajes como la clase social, o la etnia, o la edad. Pero como también advierte Butler (2007), pusimos atención en la noción de construcción ya que, además del género, el cuerpo (idea y materia fundamental) también es producto de sociedades diversas y de significados culturales, según cada momento histórico. Es por eso, dice Butler, que debemos hacer foco en los límites del análisis discursivo del género, ya que las posibilidades de esas construcciones pueden ser limitadas, justamente, por las experiencias discursivas sociales y colectivas. Afirma Butler:

“Pero el ‘cuerpo’ es en sí una construcción, como lo son los múltiples ‘cuerpos’ que conforman el campo de los sujetos con género. No puede afirmarse que los cuerpos posean una existencia significable antes de la marca de su género; entonces ¿en qué medida comienza a existir el cuerpo en y mediante la(s) marca(s) del género? ¿Cómo reformular el cuerpo sin verlo como un medio o instrumento pasivo que espera la capacidad vivificadora de una voluntad rotundamente inmaterial?” (Butler, 2007, p. 58).

Es el cuerpo, según Butler, el que participa de un acontecimiento que exige calidad en la repetición para lograr eficacia, en tanto conseguir legitimidad social:

“al igual que en otros dramas sociales rituales, la acción de género exige una actuación reiterada, la cual radica en volver a efectuar y a experimentar una serie de significados ya determinados socialmente, y ésta es la forma mundana y ritualizada de su legitimación” (Butler, 2007, p. 273).

Intentamos, también, atender al debate que, desde una perspectiva de género, se da en torno a las ciencias sociales, y a la vida política de nuestras sociedades. Las referencias de Judith Butler, nos permiten abrir el diálogo con otros estudios que piensan al género como perspectiva analítica, situando en el eje central de indagación al poder, la desigualdad, la diversidad y la dominación. En particular, nos interesa retomar algunas nociones de Elizabeth Badinter y Rita Segato (con algunos de sus escritos).

Badinter (2003) ha propuesto la noción de modos de ser hombre2 para pensar en la reconstrucción de las características asociadas a ellos. La autora sostiene, así, la idea de las “múltiples masculinidades”:

“No hay una masculinidad universal sino múltiples masculinidades, tal como existen múltiples femineidades. Las categorías binarias son peligrosas porque desdibujan la complejidad de lo real en beneficio de esquemas simplistas y condicionantes” (Badinter, 2003, p. 49).

Siguiendo a Badinter (1994) podríamos establecer que la identidad masculina, en nuestras sociedades, se emparenta con el hecho de poseer, tomar, penetrar, dominar y afirmarse (si es necesario, por la fuerza); mientras que la identidad femenina ha de asociarse a las características de docilidad, pasividad, sumisión y a la búsqueda de ser poseída.

A propósito, Segato relaciona la disputa por el poder (inter e intragénero) a un ejercicio de usurpación:

“A este proceso de construcción de la autoridad y del poder y del prestigio, yo lo asocio a un gesto de usurpación, alguien tiene que estar usurpado, no existe poder sin despoder. Por eso jamás uso la palabra empoderamiento, la detesto. Porque cuando alguien se empodera es porque alguien se desempodera. Empoderarse no es pacífico, empoderarse es conflictivo, es expropiar a otro de su poder. No existirá nunca un mundo de poderes iguales. Hablar de poder es ya en el léxico introducir la idea de jerarquía, de poder “sobre” y retirar la horizontalidad” (Segato, 2009).

Violencia física, pero también moral, a decir de Segato. Cómo se mantiene un orden grupal, masculino, y cómo –y sobre todo, quién- administra las decisiones de ese orden.

Aquí encontramos una clave que estructura los modos de administrar el orden masculino dominante: los diferentes tipos de violencias y los mecanismos de naturalización de esas violencias. Pensaremos algunas cuestiones en el siguiente apartado.

3. Sobre la denominada masculinidad dominante. Vertientes y bases conceptuales.

En este apartado, nos centraremos en el problema de la masculinidad y su construcción, su puesta en práctica, que exhibe ciertas formas de ser varón de manera asimétrica, tanto con mujeres como con otros varones que no responden a actitudes, atributos o propiedades que hay que poseer para ser un varón verdadero. Estamos hablando, en principio, de una masculinidad dominante o hegemónica, dentro del espectro de múltiples masculinidades; que tiene que ver con un contexto de estudio, las características de un objeto y de sujetos de investigación históricamente determinados por variables, fundamentalmente, que tienen que ver con la clase social y, en consecuencia, con una posición de privilegio entre nuestras sociedades.

Rodrigo Parrini (2002) reconoce, por un lado, a los autores anglosajones y pioneros que se preocuparon por pensar el concepto de masculinidad hegemónica. Entre esa lista están Robert Connell, (1987, 1995, 2005), Michael Kimmel, (1997), Michael Kaufman (1997) y Víctor Seidler (1994). La necesidad de una definición para un problema político que explique la estructura patriarcal sostenida por un modelo capitalista es asociada, por estos autores, justamente, a una masculinidad legítima en el sistema patriarcal que garantiza la posición dominante de ciertos varones y ubica en posiciones subalternas a las mujeres y a otros sujetos. Esa masculinidad dominante se caracteriza por la centralidad de la heterosexualidad como mandato, conjuntamente con una activa sexualidad que se corresponda con el ejercicio viril de ese modelo masculino. La hombría, según las conclusiones a las que arriban estos autores en sus investigaciones, se “prueba” socialmente en la práctica sexual con las mujeres, un registro de importancia vital para demostrar atributos (Parrini, 1999). El sentido de la hegemonía radica en la constitución de símbolos y un conjunto de prácticas eficaces que se constituyen en destrezas aceptadas y legitimadas por el resto de los colectivos. Sin embargo, sigue Parrini,

“una forma de masculinidad puede ser exaltada en vez de otra, pero es el caso que una cierta hegemonía tenderá a establecerse sólo cuando existe alguna correspondencia entre determinado ideal cultural y un poder institucional, sea colectivo o individual” (Parrini, 1999, párr. 10).

Pero, ¿qué elementos contienen y definen a una masculinidad dominante? Badinter (1994) afirma que la característica distintiva de una verdadera masculinidad contemporánea, es la heterosexualidad, convirtiéndola (coincidiendo con Bourdieu) en un fenómeno que aparece como “natural”. Es decir, la sexualidad es una prueba central de la identidad masculina, de cómo y con quién se tiene sexo. Quien no cumpla con el precepto, quedará excluido de la grupalidad masculina.

Para Kaufman, dice Parrini, el elemento fundamental de la subjetividad masculina es el poder, que sostiene y justifica un sistema de dominación sobre los varones que no cumplan las prescripciones hegemónicas y, por supuesto, sobre las mujeres. Es histórico y tiene continuidad a través de la reproducción de un sistema de control y poder:

“El poder colectivo de los hombres no sólo radica en instituciones y estructuras abstractas sino también en formas de interiorizar, individualizar, encarnar y reproducir estas instituciones, estructuras y conceptualizaciones del poder masculino […] ‘la adquisición de la masculinidad hegemónica (y la mayor parte de las subordinadas) es un proceso a través del cual los hombres llegan a suprimir toda una gama de emociones, necesidades y posibilidades, tales como el placer de cuidar de otros, la receptividad, la empatía y la compasión, experimentadas como inconsistentes con el poder masculino’[…] el poder que puede asociarse con la masculinidad dominante también puede convertirse en fuente de enorme dolor. Puesto que sus símbolos constituyen, en últimas, ilusiones infantiles de omnipotencia, son imposibles de lograr. Dejando las apariencias de lado, ningún hombre es capaz de alcanzar tales ideales y símbolos” (Kaufman, 1995, p.125-131, en Parrini, 2002, párr.15)

La masculinidad, según David Gilmore (1994), es la forma de ser varón adulto en una sociedad determinada, y en la preocupación que muchas sociedades tienen al respecto, necesitando y considerando la posibilidad de lograr ser “un hombre de verdad” o de “auténtico hombre”. Esto es concebido como un premio que se logra con esfuerzo en diferentes esferas y se conquista ante la aprobación cultural de esas sociedades mediante prácticas, pruebas y diversas modalidades de llegar a poseer una “verdadera virilidad”. Y, además (lo que resulta fundamental para nuestro análisis), Gilmore piensa que:

“Si hay arquetipos en la imagen masculina (como los hay en la feminidad), deben estar, en su mayor parte, culturalmente construidos como sistemas simbólicos y no simplemente como resultados de la anatomía, porque la anatomía no resulta muy determinante cuando la imaginación moral entra en juego. La solución del rompecabezas de la masculinidad tiene que estar en la cultura; tenemos que intentar comprender por qué las culturas utilizan o exageran, de muchas formas específicas, los potenciales biológicos” (Gilmore, 1994, pp. 33-34)

Dice Bourdieu (2000), a propósito de la legitimidad social y cultural de la dominación, naturalizada en la división de las realidades sexuales que se inscriben socialmente en el cuerpo que,

“Cuando los dominados aplican a lo que les domina unos esquemas que son el producto de la dominación, o, en otras palabras, cuando sus pensamientos y sus percepciones están estructurados de acuerdo con las propias estructuras de relación de dominación que se les ha impuesto, sus actos de conocimiento son, inevitablemente, unos actos de reconocimiento, de sumisión. Pero por estrecha que sea la correspondencia entre las realidades o los procesos del mundo natural y los principios de visión y de división que se aplican, siempre queda lugar para una lucha cognitiva a propósito del sentido de las cosas del mundo y en especial de las realidades sexuales” (Bourdieu, 2000, p. 26)

Bourdieu concibe las relaciones de género de forma asimétrica, afirmando que,

“La fuerza del orden masculino se descubre en el hecho de que prescinde de cualquier justificación: la visión androcéntrica se impone como neutra y no siente la necesidad de enunciarse en unos discursos capaces de legitimarla. El orden social funciona como una inmensa máquina simbólica que tiende a ratificar la dominación masculina en la que se apoya: es la división sexual del trabajo, distribución muy estricta de las actividades asignadas a cada uno de los sexos, de su espacio, su momento, sus instrumentos…” (Bourdieu, 2000, p. 22)

La división social del sexo y de género se vuelve “naturaleza biológica” a partir del sistema de visión y división del mundo dominante. Sin embargo, tendremos en cuenta la crítica de La Cecla (2004) a Bourdieu, cuando afirma que para el francés, toda diferencia entre sexos es una invención de la dominación masculina, y que los machos han inventado en toda cultura las diferencias entre hombres y mujeres, para organizar y justificar la dominación de los primeros sobre las segundas.

El cuerpo se transforma en una imposición, invasiva por momentos, y de superioridad hacia los más jóvenes. Son las formas de mostrar masculinidad entre el grupo porque los más experimentados ya conocen y “han visto” y “fueron vistos” en esas mismas dinámicas. La lógica del legado entra en función para aprovechar la posición de estatus dentro de un grupo de varones, o algunos momentos de estatus. Como asegura La Cecla, en cuanto al modelo masculino tradicional, es que hay un discurso de las piernas, de las caderas, de las manos en los bolsillos, en la cintura, de camisas arremangadas, del cigarrillo que cuelga del labio” (La Cecla, 2004, p. 37). Hay un discurso que se encarna en el cuerpo, que se aprende. Que se logra y se alcanza. Que llega a ser auténtico cuando los otros lo reconocen. Cuando se “sabe estar” entre hombres, se llega a una hombría legítima, “normal; y más aún, el juego entre palabras y cuerpos que asigna una masculinidad verdadera: que se juega en “escenas” donde se pone a prueba la identidad masculina.

En el juego del conocimiento intercambiable radica un saber especializado para concebir lo masculino o lo femenino, luego estetizado y marcado en el cuerpo. Un cuerpo embellecido y armonioso, según modelos de belleza dominantes: en los gestos, en los movimientos, en el andar, en el habla, en la manera de mover las manos, en dónde enfatizar en un relato, en el cuidado del peso, en la prevención ante las comidas, etc. Y agrega La Cecla, que,

“Este saber ver, saber ser visto, junto al ‘saber estar’ (La Cecla, 1999), es parte de la condición masculina o femenina de estar en el mundo. Es una forma cultural heredada, estratificada a lo largo de los siglos y diferente de un sitio a otro, y además es una ‘estética’. Ser hombres o ser mujeres significa tener aptitudes en un campo que es una ética/estética, una cosmética de nuestro propio cuerpo, aunque también una ascética y una cosmética de nuestra propia mirada” (La Cecla, 2004, p. 8)

Lo masculino se materializa en prácticas corporales, pero también en un lenguaje (distinto y distintivo, hacia fuera del grupo de hombres, pero también en relación a la clase social) que necesariamente construye una otredad no masculina: otros varones y, por supuesto, todas las mujeres. Pero, además, existe un juego que expresa la masculinidad como una especie de “autenticidad”, mediante las posturas. Es el juego del cuerpo entrelazado con las palabras, que se libra en pos de oponerse o cooperar con otro. Tomar la palabra con exaltación, en un grupo donde socializan varones, irrumpiendo un orden más o menos moderado de “pase de la palabra”, exhibe la manera legítima de probar y hacer ver a los otros que quien interrumpe, supo saber qué es ser macho de verdad.

A propósito, La Cecla se pregunta cómo aprendemos a ser machos:

“¿Y está mal si digo que crecer como machito significa aprender en sí, por medios de signos externos e internos, qué es el desarrollo de una cosa que toma cuerpo, que toma forma, que ante los ojos de otros hombres o de otras mujeres se transforma en un cuerpo masculino, un cuerpo hecho por mí y por las miradas, las voces y las alusiones de los demás?” (La Cecla, 2004, p. 12)

Como diría Bourdieu,

“La división entre los sexos parece estar ‘en el orden de las cosas’, como se dice a veces para referirse a lo que es normal y natural, hasta el punto de ser inevitable: se presenta a un tiempo, en su estado objetivo, tanto en las cosas (en la casa por ejemplo, con todas sus partes ‘sexuadas’), como en el mundo social y, en estado incorporado, en los cuerpos y en los hábitos de sus agentes, que funcionan como sistemas de esquemas de percepciones, tanto de pensamiento como de acción” (Bourdieu, 2000, p. 21)

Mencionábamos más arriba que la cristalización de las estructuras de percepción, pensamiento y acción, se vuelven naturales: no nos damos cuenta que ni siquiera nos damos cuenta. Esa es la eficacia de un modelo hegemónico masculino que, aunque tenga sus grietas, dispone de mecanismos presentados como biológicos y que, por lo tanto, se vuelven incuestionables.

4. Pensar desde Latinoamérica

Desde Latinoamérica, también se ha analizado la construcción de masculinidades como elemento estructurante de identidades tanto colectivas como personales. Al igual que la saga anglosajona, algunas investigaciones plantean un modelo hegemónico de masculinidad. Norma Fuller (1997), Teresa Valdés y José Olavarría (1997), José Olavarría, Patricio Mellado y Cristina Benavente (1998), Mara Viveros Vigoya (1997), Ondina Leal (1992) y Matthew Gutmann (1996) fueron lxs encargadxs de pensar, en nuestro continente, algunas preguntas en torno a la masculinidad dominante y el poder (Parrini, 2002), en nuestras sociedades del siglo XX. La administración del poder entre varones y entre varones y mujeres, modelan sociedades con sucesivas y recurrentes desigualdades.

Fuller (1997), en esta perspectiva, ofrece algunas ideas sobre las concepciones que los varones peruanos de clases medias urbanas tienen sobre la masculinidad hegemónica. Esas concepciones son, muchas veces, negociadas con mujeres habilitadas por la misma posición intra clase, lo cual lleva a la pregunta de cómo se administra, en el orden de lo privado, al interior del hogar, las relaciones y las disputas por la autoridad, ante una supuesta muestra de confrontación. Este argumento de la disputa se complementa con el análisis de Claudia Fonseca (2003) quien propone pensar sobre las etiquetas colocadas a los varones (tanto por los mismos varones y por las mujeres que reproducen ese orden cuasi normativo). En particular, Fonseca se enfoca en cómo aparece la noción de deshonra del varón al ser cuestionada su capacidad sexual y su verdadera hombría cuando son engañados por sus parejas con otros varones. La masculinidad y el honor quedan en jaque ante el supuesto desprestigio atribuido al engaño; y más aún, si la infidelidad se produjo bajo un plan de escamoteo, sutilmente pensado por la mujer.

Lo que Silvia Chejter reconoce propio de “sostener la hombría”, se sostiene con las prácticas, pero también con los relatos sobre lo sucedido. Que puede haber sido así, o casi, o ni siquiera haber ocurrido. Pero hay que contarlo. Dice:

“Hay ritos impuestos entre pares que hay que seguir: iniciación, despedida de solteros, otros festejos para agasajar a un amigo o agasajarse en conjunto, que terminan en el burdel o en alguna ‘fiesta privada’. Cada una de estas ocasiones supone la confirmación de la virilidad, que, fundamentalmente, requiere de la mirada voyeurista de los otros varones del grupo. Mirar a los otros y dejarse mirar cuando practican sexo prostituyente, se carga de un valor de goce adicional, y, en algunos testimonios, constituye la más importante motivación” (Chejter, 2011, p. 39)

El trabajo de José Olavarría (2003), “Los estudios sobre masculinidades en América Latina”, es una referencia que actúa como uno de los puntos de partida para pensar las masculinidades como problema de análisis en las Ciencias Sociales, siendo un faro en el campo de estudios vinculados a la desigualdad de género, las relaciones de poder, y las determinaciones hacia diversos campos (políticos, laborales, económicos, domésticos) del mundo social. Olavarría aglutina, en primera instancia, al grupo de los y las investigadoras que abonan una mirada direccionada, exclusivamente, en el problema de ser varón en América Latina (y sus consecuencias, claro).

Más adelante en el tiempo, con Chejter (2011), nos acercamos a pensar cómo se practica el pasaje de niño a hombre. Cómo hacerse hombre, cómo ser hombre y cómo sostener la hombría desde la iniciación sexual -en el mundo de la prostitución-, son preguntas que nos aportan una mirada vinculada a la cuestión de la virilidad, la construcción de un “nosotros” masculino, y los modos de ser “macho” entre hombres de Capital Federal y Gran Buenos Aires, a mediados de la década del 2000.

Referencias como el estudio de Parrini y Patricio Cabrera “Sexualidad entre Hombres Encarcelados: género, identidad y poder” (1999) situado en Chile, durante la década del ’90, son puntos de partida para indagar cómo se relacionan los conceptos de sacrificio, violencia, poder e identidad masculina. También, son de interés las reflexiones que Daniel Míguez (2007) establece entre violencia, poder, clase y capital simbólico, para pensar a hombres privados de la libertad en una cárcel en Argentina, durante la década del ’90 y del 2000.3

En otra línea, se distingue a uno de los pioneros en el área Deporte y Sociedad es Eduardo Archetti (2008), quien nos permite aproximarnos a pensar la relación entre la formación de una nación, los mitos masculinos representados a través de diferentes narrativas y su dimensión transclasista en Argentina, a partir de estudiar el fútbol, el polo y el tango. Archetti piensa desde la socioantropología la invención de la incipiente Argentina, basada en un modelo diseñado, modelado, narrado y actuado por y para varones. Lo hace a través de lo que denomina “zonas libres”: aquellos espacios analíticamente considerados banales por la ortodoxia académica, como el deporte, la danza y la comida. La ritualidad de esas prácticas será foco central de su análisis.

En relación al vínculo entre hombres y sus prácticas corporales, expuestas al dolor y a la agresividad como marcas distintivas, el trabajo de Tyson Smith (2011), pone en contacto con el estudio sobre dolor (entrado el siglo XXI), para poder comprender y explicar de qué manera varones dedicados en forma profesional a la “lucha libre” estadounidense (como espacio masculino) controlan y le dan sentido al sufrimiento físico. Las corporalidades, asociadas al género, en este punto, son claves.

Como antecedentes, y siguiendo la línea de trabajo iniciada por Archetti denominada Estudios Sociales del Deporte, también consideramos las propias producciones para pensar los problemas y las preguntas que nos atañen en el interés por pensar masculinidades contemporáneas. Para repasar la construcción del campo del rugby en Argentina, y en la ciudad de La Plata, específicamente, intentamos reconstruir el campo del rubgy en clave sociohistórica, a partir de un rastreo de agentes e instituciones que participaron (participan) de la estructuración del deporte analizado (Branz, 2010). También, junto a José Garriga Zucal (2012), exploramos cómo representaciones publicitarias televisivas sobre “Los Pumas” (Selección Nacional de Rugby argentina), intentan construir nociones de civilidad y racionalidad, sostenidas en un relato -complejo y superficialmente contradictorio- donde conviven lo culto y lo animal.

Hemos pensado, también, en la categoría de honor (como categoría analítica clave en el campo), y su articulación en el mundo social de los jugadores de rugby de la ciudad de La Plata, desde las problemáticas de la masculinidad, la caballerosidad y el honor, son concebidas como naturales en ese espacio, pero también por fuera del campo del rugby (Branz, 2011). También, hemos prestado atención a una forma determinada de ser varón, en un contexto particular cuyas características hemos desarrollado pensando en el cruce analítico entre género y clase social, para luego pensar en la construcción de masculinidades, agudizando la vigilancia conceptual entre las nociones retomadas y la referencia empírica construida (en nuestro trabajo doctoral, Branz, 2015). El propósito fue romper con el esencialismo y situarnos dentro de una mirada que, más allá de las advertencias sobre el constructivismo, son parte de representaciones colectivas sobre la masculinidad y la feminidad entre nuestras sociedades:

“Si bien es cierto que las representaciones de la feminidad y de la masculinidad tienden a remitir a características supuestas de forma errónea como esenciales, también es verdad que constituyen una realidad simbólica colectiva, con aspectos cambiantes y otros estables o que tienden a permanecer. Dicho de otro modo: las esencias constituyen una creación ilusoria sin sustento, pero las representaciones colectivas, aunque intangibles, son reales, y reconocemos su existencia a través de sus efectos sociales y subjetivos” (Burin y Meler, 2009:61)

Revisamos el concepto de intangibilidad, justamente, pensando en la posible materialidad cultural del cuerpo, la estética y la interpretación performativa, desde el enfoque antropológico propuesto como punto de partida. Allí radica la eficacia de la virilidad: en certificarla.

Más allá del esfuerzo analítico local y del contacto con vertientes que pensaron y piensan el problema de las masculinidades en Estados Unidos o Europa, el hiato es considerable comparado con los campos específicos vinculados (o desprendidos) de los estudios de género. Si bien el foco está puesto en desarmar las representaciones y las imágenes compartidas, como sociedades, sobre lo masculino, la historización de las prácticas se vuelve necesaria para comprender, en contextos próximos (locales) cómo se modeló una idea dominante de lo masculino, por ejemplo, en el mundo del trabajo, en los sindicatos, o en los microespacios como la familia y la domesticación de una cotidianidad estructurante de prácticas desiguales. Cierta porción de la socioantropología insiste en desarmar y volver armar esas representaciones, debemos insistir con una dimensión histórica que ponga en contexto tanto las regularidades como las disrupciones en el problema de las masculinidades.

5. Problemas políticos

En el correlato del afianzamiento del proyecto político, económico, social y cultural de la Argentina de 1880, basado en las pautas “civilizatorias”, exportadas directamente desde Europa por la clase dirigente –y dominante- local, se trataba, directamente, de la emulación de un proyecto que civilice a los nuevos ciudadanos. Bajo la órbita del estado emergente, se modelaron sus prácticas guiando sus pautas morales hacia la del “ciudadano ideal”: educado, refinado, noble y honrado. Un ciudadano “decente” que, justamente, coincidía con las características étnico/sociales de los nuevos colectivos integrados a la Patria naciente.

Se forja una identidad nacional, acordando, justamente, con argumentos étnicos/territoriales/morales dominantes: de origen blanco, cuya conducta moral se sostenga en la razón como modo de alcanzar el ideal de ciudadano. Frente a lo “otro”, que se identificaba y cualificaba (de forma estigmatizante) como lo “no deseable” para una verdadera patria civilizada. Es que había sectores que el Estado debía domesticar mediante la escuela, principalmente, y bajo un orden coercitivo y legal.

Estos criterios de diferenciación y estos “regímenes de clasificación” fueron impulsados por las élites, pero naturalizados, según Heredia (2012), por los grupos más y menos perjudicados. Es decir, podemos pensar en la relativa relación de fuerzas, dentro de un proyecto hegemónico, entre dominantes y dominados. Esto es, como afirma Ezequiel Adamovsky (2012) que el mito de la Argentina “europea” no fue sólo un invento de las élites, sino que también era un proyecto alimentado por los nuevos inmigrantes, debido a que esa imagen de una Argentina de tierras abiertas iba a ser ocupada y “civilizada” por ellos, desplazando a los “bárbaros” locales, que no eran otra cosa que una imagen del pasado.

Comienzan a edificarse en los círculos privados, aunque también algunos estatales, los criterios de respetabilidad que marcarán la verdadera distinción de clases, de posiciones y disposiciones en la nueva Argentina capitalista. Los “regímenes de clasificación” empiezan a operar (y ser operados) con una eficacia notable. El agrupamiento social, a partir de la acumulación de capital cultural, económico y social, comienza a demarcar y construir, para siempre, una sociedad jerárquica y desigual. Los circuitos de las clases dominantes, que ya internalizaban pautas civilizatorias en el seno de sus familias (debido al continuo contacto con la cultura europea), se iban conformando en diferentes campos del espacio social.

Será el lugar donde se perpetúe el sistema moral que distingue a los caballeros y a los honrados varones, cuyo prestigio social atribuido en la ciudad, se confirmará en la participación de otros espacios socioculturales. Es que también es el espacio donde se reproducirá el modelo masculino dominante por excelencia, según los criterios de clasificación de lo que, para el Estado, será un verdadero hombre: templado, racional, culto, educado. Pero complementariamente viril, corajudo, audaz y valiente, con una hombría a sostener ante cualquier contingencia.

Esta breve genealogía de nuestra matriz estatal persigue una preocupación: comprender nuestros modos de producir y reproducir modelos masculinos; ¿Para qué? para intervenir. Sabemos que, desde la academia, venimos fracasando. Por lo menos en ciertos problemas (por ejemplo, en el tratamiento de las diferentes formas de violencias). Múltiples causas marcan ese fracaso: por imposibilidad para intervenir en el problema de las violencias (por incapacidad intelectual y práctica), y nuestras propias falencias para escribir, para registrar y hacer circular nuestras investigaciones. ¿Se entiende lo que escribimos? ¿Para quién escribimos si deseamos intervenir en la agenda política?

Tal vez sea momento de invertir hipótesis y preguntas que hagan trizas las nociones de sentido común, y dar debate cambiando el registro de interpelación. Debemos retomar las formas de la violencia como escurridiza, donde se legitima según el entramado de relaciones sociales, políticas, económicas y simbólicas, donde interactúan los sujetos, y donde la violencia se usa como recurso, a partir de los repertorios de acción (ligados a la clase, al género, a lo etario) que los sujetos ponen en acto. Ese es un desafío analítico: ir contra el sentido común que condena (pero mantiene su encanto por la violencia y, sobre todo, por atribuir la violencia a los “otros”) las prácticas violentas, conceptualizando a la violencia como recurso. Es un ejercicio provocador, sin dudas. Pero que vale la pena.

6. Problemas epistemológico, problemas académicos. ¿De dónde sabemos lo que sabemos?

Durante siete años, observé e intenté comprender qué es ser macho entre un grupo de varones que juegan al rugby en Argentina. El deporte, como la política o como el ejército, son espacios moldeados históricamente por y para varones. Las lógicas que organizan esos lugares (y la mayoría de las instituciones en las que participamos cotidianamente) tienen una fuerte y estricta relación con la modelación de nuestros cuerpos: en el cuerpo podemos analizar las marcas de las prácticas y los discursos –que se nos presentan “naturales”, como si fuesen biología pura—, que dividen el mundo entre lo masculino y lo femenino. En el cuerpo se proyectan deseos que se vinculan con el consumo de productos (ligados, por ejemplo, a la idea de una estética dominante: ser “bello”, “blanco”, “delgado”), o de mandatos sociales y culturales que, desde dichas instituciones, se nos presentan como “necesarias” para ser parte de un grupo al que queremos pertenecer.

Ser varón, y varón “de verdad”, implica responder a esas disposiciones que, inevitablemente, tendremos que aprender y aprehender, desde niños hasta que la muerte diga basta. Cuando hablamos de ser macho de verdad, nos referimos a que lo que, en tendencia, nuestras sociedades (patriarcales, profundamente machistas, sexistas y homofóbicas) interpretan, adhieren, garantizan y legitiman: ser hombre es ser fuerte, vigoroso, proveedor, corajudo, viril. Esos son los atributos que históricamente incluyen a un varón, dentro del colectivo de varones. El cuerpo debe exhibir esas características y, además, el cuerpo debe ser hablado, debe ser visto y reconocido por varones y mujeres como un cuerpo dominante. Pues entonces, para ser varón, hemos aprendido del esfuerzo y el sacrificio de modelar nuestro cuerpo y, también, “saber ver” y “saber hablar” sobre nuestro cuerpo masculino. Esto es un acto de comunicación. Porque la comunicación le da sentido a nuestra cultura, y nuestra cultura le da forma a nuestras formas de hacer. Es un intercambio de posturas, gestos, palabras que establece una representación moralmente aceptada entre propios y ajenos a esa masculinidad aceptada.

Seguir abonando y cultivando al campo de estudios sobre masculinidades, implica la posibilidad de la transformación social y cultural de ciertas prácticas, a través de la creencia de la construcción colectiva de conocimiento. Insumo para fortalecer, no sólo a nuestra comunidad, sino a las preguntas que todo el tiempo intentamos que la trasciendan y se vuelvan, algún día, parte de las políticas públicas.

Pensar en la participación del estado (en sus diferentes jurisdicciones) y la relación contigua en la reproducción social de círculos de privilegio, es pensar si queremos un Estado que refuerce la noción privilegio y distinguibilidad, y que esa habilitación nos cueste sociedades tan desiguales.

Pensar qué tipos de masculinidades reforzamos en tanto comunidad académica, aunque también en otros espacios sociales. Preguntarnos si somos cómplices de esa masculinidad hegemónica, emparentada con la lógica heteronormativa, que no permite “los desvíos” posibles para pensar en otros tipos de masculinidades, en cualquier porción del mundo social. Debemos apuntar a la transformación de masculinidades que tengan que ver cada vez menos con la demostración y la exhibición de una violencia material y simbólica, para definir las identidades de género, y sí que tenga que ver, más aún, con la educación sentimental de los hombres y la dimensión amorosa de las prácticas. ¿Podemos y queremos, nosotros los varones, definirnos por fuera de la lógica de la violencia y la subalternización del “otro” que no responde a una heteronormatividad esperada, sostenida y garantizada socialmente? ¿Podemos salir de la idea del “ciudadano ideal”?

Haber puesto el foco sobre los que dominan implica una responsabilidad para seguir pensando en esa desigual distribución de posibilidades, de privilegios, de distinciones, que no hacen otra cosa que estructurar sociedades cada vez más injustas, menos plurales y menos democráticas.

A modo reflexivo –y concluyente— no es fácil desarmar “el rompecabezas de la masculinidad”, siendo o sintiéndose varón al observar varones. Como diría La Cecla, y más allá del esfuerzo en la vigilancia epistemológica, los contornos analíticos siempre están desdibujados (todo el tiempo), y más aún, transitando los campos de estudios con categorías que resultan embarazosas, porque miramos -y hemos mirado- el mundo a través de esa masculinidad que estudiamos, que aprendimos, y que se hace cuerpo. Es algo que sabemos, pues es cuestión de desarmarla.

 
Notas

1 Para profundizar sobre la perspectiva histórica en cuestiones de género, ver Valobra (2005).

2 En este caso, utilizamos la categoría hombre, al no existir, en el idioma francés, la palabra varón.

3 Para ampliar, ver Míguez (2007).

 


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Fecha de recibido: 14 de diciembre de 2016
Fecha de aceptado: 16 de febrero de 2017
Fecha de publicado: 20 de marzo de 2017



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