Descentrada, vol. 1, nº 2, e017, septiembre 2017. ISSN 2545-7284
Universidad Nacional de La Plata. Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación.
Centro Interdisciplinario de Investigaciones en Género (CInIG)


DOSSIER / DOSSIER
El aborto en disputa. Impedimentos legales, condenas morales y rebeldías colectivas

 

Construcción política en el desacuerdo sobre el aborto

 

Daniel Busdygan

Universidad Nacional de Quilmes. Departamento de Ciencias Sociales. Unidad de Investigación en Filosofía Legal, Jurídica y Política.
Universidad Nacional de La Plata. Departamento de Filosofía - Instituto de Investigaciones en Humanidades y Ciencias Sociales (IdIHCS), Argentina
dbusdygan@yahoo.com

 

Cita sugerida: Busdygan, D. (2017). Construcción política en el desacuerdo sobre el aborto. Descentrada, 1(2), e017. Recuperado de http://www.descentrada.fahce.unlp.edu.ar/article/view/DESe017


Resumen
En este artículo nos proponemos presentar una primera distinción entre la discusión moral y la discusión política sobre el aborto. Mostraremos cómo una concepción deliberativa de la democracia provee de herramientas para la construcción de normativas sobre el aborto sin que ello constituya una imposición de un sector a otro de la sociedad. Las razones públicas que se presentan para la justificación de políticas públicas nos permiten avanzar en la resolución del problema del aborto en una sociedad democrática y pluralista. Seguidamente, presentamos tres argumentos consecuencialistas en los que se provee de razones públicas a favor de la despenalización.

Palabras clave: Pluralismo; Razones públicas; Deliberación; Argumentos consecuencialistas; Aborto.



Political Construction in the disagreement on abortion

 

Abstract
In this article we propose to present a first distinction between moral and political discussion about abortion.  As regards the latter, we will present how a deliberative conception of how democracy provides tools for the construction of norms on abortion without implying an imposition from one sector to another of society. The public reasons presented for the justification of public policies allow us to advance in solving the problem of abortion in a democratic and pluralistic society. Next, we will present three consequential arguments that provide public reasons in favor of decriminalization.

Keywords: Pluralism; Public reason; Deliberation; Consequentialist arguments.

 

 

1. Problema moral y problema político

El siguiente artículo tiene por propósito avanzar en la discusión del problema del aborto desde algunos de los elementos conceptuales que propone la concepción deliberativa de la democracia y, posteriormente, hacer foco en algunos de los principales argumentos consecuencialistas que brindan razones públicas a favor de la despenalización. En una primera parte, ahondaremos en la diferencia entre el desacuerdo moral y el político. Allí, veremos cómo las definiciones políticas deben autonomizarse de la esfera moral cuando estas aspiran a una construcción normativa dentro de una sociedad democrática y plural. Seguidamente, definiremos qué tipo de razones son las razones públicas y cómo, a partir de ellas, puede avanzarse en las demandas a favor de la despenalización. Defenderemos la tesis de que es ese tipo de razones las que deberían guiar las construcciones políticas en sociedades pluralistas y democráticas. Hacia el final, presentaremos tres argumentos que ponen especial énfasis en las consecuencias de la penalización para evaluar su corrección y se ofrecen como ejemplos en los que se articulan razones públicas atendibles a quienes están en contra de la despenalización.

El grado de controversialidad que reporta el problema del aborto en sus múltiples dimensiones lo vuelve un leading case a través del cual podemos indagar cómo un sistema democrático resuelve uno de los desacuerdos más profundos que lo atraviesan. La discusión política sobre el aborto permite entrever cómo se construyen, interpretan y sustancian normas que precisan de un significado no sesgado sobre aquello que, en términos morales, posee un irreductible desacuerdo. Desde fines de los años sesenta hasta nuestros días, se han venido realizando, profundizando y reconfigurando un sinfín de discusiones políticas y jurídicas sobre el aborto en las que se ha buscado dar respuesta a cómo la democracia en sus distintos espacios legislativos, judiciales y de la sociedad civil, balancea derechos consagrados en y por la democracia cuando entran en conflicto (Post y Siegel, 2013; Siegel, 2012).

No todos los problemas morales se vuelven un problema político. Y si bien tanto la moral como la política están orientadas a regular la acción humana, cada dimensión posee diferentes formas de realizar sus justificaciones y de asentar valoraciones, dando por resultado que aquello que puede ser moralmente debido, no necesariamente es obligatorio en política. El aborto es, sin ninguna duda, tanto un problema moral como político puesto que sus discusiones vinculan indefectiblemente ambos ámbitos. Una democracia dentro de una sociedad plural debe poder establecer las formas y las dinámicas en las que se relacionan ambas esferas y determinar cuál es la frontera entre una y otra al momento de establecerse políticas públicas sobre el aborto. Así, lo propio de un estado democrático no confesional es poner en claro cómo se relaciona no sólo la moral con la política sino en particular la moral de los sectores mayoritarios o más poderoso con la autoridad legal de las políticas públicas en las que se establecen valores y estándares de acción. Reparar en los procedimientos y en las formas en las que el sistema democrático desarrolla sus normativas nos permite acercarnos a ver de qué modos debería exigirse que se lleve adelante la discusión política sobre el aborto.

Como sostienen Rebecca Cook, Joanna Erdman y Bernard Dickens (2016), cuando el estado resuelve en la disyuntiva de penalizar o enmarcar al aborto como una cuestión de salud, le provee de un significado a la acción, le otorga señalamiento social del que se siguen múltiples implicancias en la percepción que tienen de la acción las personas individual y grupalmente. El significado que adquiere el aborto en tanto práctica no puede pensarse ajeno a cómo se lo construye y concibe socialmente pues, en su definición normativa, o bien se lo define como un acto negativo, “malo y perjudicial para la sociedad”, o bien se lo significa como una “práctica [que] implica la preservación y la promoción de la salud”, además de la autonomía (Cook, 2016, p. 455). Por ello, trazándose (o no) esas fronteras entre moral y política, es posible hacernos de ciertas expectativas respecto de qué tipo de fundamentos legitimarían de modo adecuado las políticas públicas sobre la interrupción del embarazo; entendemos que es de suma importancia no sólo establecer cuál es el estatus legal que posee la interrupción del embarazo sino, particularmente, revisar qué razones y qué procedimientos dan sustento a su penalización, su despenalización o a su legalidad.

Las líneas de discusión más recurridas en el problema moral y político del aborto han sido, por un lado, aquellas que pusieron el foco en el estatus del embrión o del feto y, por otro, las que atendieron a qué pasaba con el grado de libertad de las mujeres embarazadas cuando la práctica estaba absolutamente prohibida. En la mayoría de la sociedades democráticas pluralista, se ha evidenciado que sendas líneas de discusión no sólo han sido las que más han reverberado en el debate público, sino también que éstas se constituyeron en trincheras argumentativas desde donde se han organizado la mayor parte de las demandas de individuos y de grupos, se han articulado eslóganes que se repiten insistentemente en manifestaciones y demostraciones públicas de fuerzas para los reclamos políticos (Cook, Erdman y Bernard, 2016; Salles, 2008). Vale destacar que, de sendas líneas, la referida al estatus embrionario o fetal es la que mayormente ha reaparecido en la discusión política tanto por quienes consideran que debe prohibirse el aborto como por sus antagonistas (Morán Faúndes, 2013; Tribe, 2012). Pero, aunque el planteo del aborto suele verse como un conflicto de suma cero entre el derecho a la vida prenatal y la autonomía de las mujeres, han aparecido muchas otras propuestas que sostienen que puede resignificarse tal visión del desacuerdo si se atiende a que dentro de esas líneas del debate asisten otras cuestiones que deben hacerse gravitar apropiadamente cuando buscan definirse políticas públicas al respecto (Salles, 2008; Dworkin, 1994). Un ejemplo interesante de esto ha sido el caso que llegó a la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDDHH) sobre la prohibición de la fecundación in vitro en Costa Rica: Artavia Murillo y otros vs. Costa Rica. Allí, tanto los particulares como el estado sostenían un compromiso con el valor de la vida en gestación a la vez que disentían entre un significado incremental de su valor y otro absoluto (CIDDHH, 2012). Para unos, el valor de la vida en gestación era indisoluble desde el mismo momento de la concepción dado que allí se constituía un código genético de la especie humana único e irrepetible y, para otros, la vida en gestación adquiere gradualmente su valor, el cual se incrementa conforme se va desarrollando los distintos períodos de la formación embrionaria y la fetal. En el fallo de 2014 en contra de la prohibición, la fundamentación de la Corte avanza en la búsqueda de la ponderación de una interpretación del derecho a la vida que no se desentienda de otros derechos en los que se asegura la libertad y la igualdad. Lejos de enmarcar el desacuerdo en una batalla por el verdadero significado del valor de la vida, la Corte avanzó en una búsqueda de los valores políticos comunes que compartían los afectados en disputa. En un sentido análogo, entendemos que a la disputa sobre el aborto la atraviesan una serie de elementos conceptuales caros a la cultura democrática que no deben ser dejados de lado al momento de su discusión. En el marco de una democracia que pone su preocupación en la construcción conjunta con el más amplio rango de sectores, la discusión debe orientarse a la búsqueda política de puntos políticos en común.

2. El irreductible problema moral

¿Qué podemos esperar del debate moral sobre el aborto? ¿Acaso habría conclusiones morales sobre el aborto que puedan ser extensibles a todos los sectores de una sociedad democrática y plural? Cuando la cuestión del aborto se presenta principalmente como un problema moral, las conclusiones a las que se arriban provienen y están en función de algún tipo de doctrina comprehensiva religiosa, moral, filosófica o ideológica. De allí que el nivel de discrepancia en torno a la moralidad o inmoralidad no sólo sea muy alto sino que además pueda concebirse como irreductible en la medida que intervengan posiciones omnicomprensivas y cerradas en sí mismas. Ahora bien, ¿Es posible y esperable que existan conclusiones morales a las que unánimemente asistamos todos y nos permitan desde allí fundar nuestras decisiones sobre qué hacer con el aborto en la ordenación política? Dudo abiertamente que exista tal posibilidad. Pero, si por caso, existieran ese tipo de conclusiones morales universales, pongo en tela de juicio que debamos esperar que puedan asumirse en la esfera política de igual forma que al interior de sus doctrinas. Dado que cada posición encuentra un fundamento último en los principios de la doctrina (religiosa, moral, filosófica o ideológica) en la que se asienta su identidad moral, no debe ser la moral personal o sus principios doctrinarios desde donde se busque fundar la acción regulatoria y punitiva de las instituciones jurídico-políticas. Es más, es bien sabido que los desacuerdos morales no sólo se extienden entre los diferentes sectores que discuten sobre el aborto - religiosos, laicos, conservadores, progresistas, feminismos, etc.- sino que incluso se expanden al interior de cada uno de aquellos sectores, los cuales difícilmente puedan pensarse como bloques homogéneos o monolíticos. Por tanto, no parece demasiado controvertido sostener que del debate sobre la moralidad del aborto no pueda salir algún tipo de conclusión unánime de fondo que sirva para solidificar algún acuerdo político.

Pero aún más, supongamos por un momento que no existe tal inconclusión. En ese caso, el problema se traslada a cómo se daría la comunicabilidad de las verdades morales entre doctrinas que poseen un importante grado (si no es absoluto) de inconmensurabilidad. En otros términos, aunque fuese factible de ser cognoscible la moralidad del aborto desde alguna doctrina “iluminada”, no encontramos cómo podría transmitirse (sin imposición) dentro del terreno político y con un lenguaje político compartido a quienes creen, sienten y piensan de un modo incompatible. Por tanto, aunque es cierto que las razones que se presentan en el debate moral sobre el aborto pueden iluminar ciertas perspectivas del debate político, de allí no se sigue que lo hacen sin solución de continuidad de una esfera a otra.

Ahora bien, a pesar del escepticismo primero que puede advertirse dentro del terreno moral de la discusión, cabe preguntarnos si la inconclusión dentro de esa esfera del debate implica necesariamente inconclusión en su dimensión político normativa. Allí, evidentemente, el aborto no puede quedar sin discusión ni estipulación legal en el terreno público y político. A su vez, su definición no debería estar provista por algún procedimiento que deje de suministrar el debido respeto a las distintas posiciones razonables de la sociedad plural. Entonces, ¿cómo se resuelven los irreductibles desacuerdos morales al momento de establecer políticas públicas sobre el aborto en una sociedad democrática y plural? No se solucionan en la esfera moral sino en la trama política. Si seguimos a Jon Elster (1998):

“cuando un grupo de individuos iguales tiene que tomar una decisión acerca de una cuestión que les concierne a todos, y cuando la distribución inicial de opiniones no obtiene consenso, pueden sortear el obstáculo de tres maneras diferentes: discutiendo, negociando o votando” (Elster, 1998, p. 18).

De esta tricotomía, pensamos que la deliberación es el modo del que debe derivarse el derecho al aborto, pues es claro que su florecimiento no debería estar atado a las contingencias o a la suerte que puedan deparar las negociaciones o las votaciones del quehacer político. Entendemos que la irreductibilidad del problema moral no se transfiere a la esfera política si su resolución descansa en procedimientos deliberativos para la construcción conjunta. Si ponemos el énfasis en procesos deliberativos, se abre la posibilidad de introducir al análisis, interpretaciones que puedan armonizar –política, mas no, metafísicamente— las cuestiones en conflicto a la vez que se busque hacer de las políticas públicas un sistema coherente y comprometido con los principios de igualdad y libertad del sistema democrático. ¿Qué importancia tiene la deliberación en la democracia? La deliberación en materia de esencias constitucionales, como las que toca el problema del aborto, nos obliga a la búsqueda de razones públicas que nos permitan comunicarnos apropiadamente entre quienes pensamos y sentimos de modos opuestos en relación al asunto, a estar abiertos a realizar balances y ponderaciones políticas entre las distintas alternativas (Rawls, 1993). Son las razones públicas las que deben trazar los entramados sobre los que se erigen los fundamentos de políticas sobre el aborto. Como sostiene Cohen (1999):

“una consecuencia de la razonabilidad del procedimiento deliberativo conjunto en condiciones de pluralismo es que el simple hecho de tener una preferencia, una convicción o un ideal no provee por sí mismo una razón en sostén de una propuesta. Mientras que yo puedo tomar mis preferencias como una razón suficiente para lanzar una propuesta, la deliberación bajo condiciones del pluralismo requiere que yo encuentre razones que hagan la propuesta aceptable a otros, de los cuales no se puede esperar que consideren mis preferencias como razones suficientes para acordar con mi propuesta” (Cohen, 1999, p. 76).

La apuesta a la construcción política en ámbitos deliberativos constituye un espacio preciso en el que buscan solaparse (en la medida que ello sea posible) las pretensiones de las distintas concepciones siempre en el marco de los principios democráticos. Todas las posiciones y sus argumentos — sean religiosos o antirreligiosos, sin importar de dónde provengan — cuando entran a la esfera política son susceptibles de desacuerdos, críticas y revisión. Ese es el costo de la libertad de pensamiento que permite el florecimiento de las diferentes doctrinas y concepciones del bien. Como dice Seyla Benhabib (2006), la integración del diálogo democrático y la participación en la construcción política e institucional “fuerza” a los movimientos a que “clarifiquen” qué es lo que buscan en el nivel político (marginarlos sería crear innecesariamente mártires políticos); el diálogo público vuelve a la democracia una empresa conjunta de influencias mutuas más que un sistema agregativo (Benhabib, 2006, p. 222). Ciertamente, de lo que se trata es de apuntalar y robustecer en la deliberación democrática la propuesta de argumentos que puedan ser sopesados y tenidos en cuenta para la consolidación de fundamentos políticos sobre la interrupción del embarazo. Y es en ese plano, el político deliberativo, en el que hay que situar la discusión sobre el aborto para que ella no devenga en un tipo de discusión política de suma cero a la que todos le rehúyen por miedo a verse derrotados. ¿Qué tipo de reglas guían esa discusión política? Por un lado, aquellas en las que está claro que la igualdad y la libertad de las mujeres instituye un valor político constitutivo y esencial del sistema democrático. Por otro lado, que el valor de la vida prenatal también constituye un compromiso político importantísimo y que tanto el estatus jurídico como el significado (político) de la vida en gestación deben construirse en condiciones de pluralismo dándose razones públicas. Entre esos valores, asimismo, se erigen otros que están inscriptos en los compromisos que la ciudadanía posee con los principios cardinales de la democracia y, a partir de los cuales, entienden como valiosa la igualdad entre hombres y mujeres, la salud pública, la libertad de pensamiento, la tolerancia y las reprobaciones tanto a los estereotipos de género como a las formas de perfeccionismo y/o paternalismo estatal. Los significados que se conjugan en una construcción conjunta, necesariamente no pueden subvertir la figura de la mujer recortándose su igualdad y libertad qua ciudadana, reduciéndosela al papel de quien tiene el deber social y político de llevar sus embarazos hasta el final a pesar de que no quiera hacerlo.

3. Valores políticos comunes en el pluralismo

El suelo común de valores políticos que se despliega en las sociedades democráticas pluralistas constituye las condiciones de posibilidad para que se desarrollen las distintas doctrinas religiosas, morales y filosóficas razonables. Ese tipo de doctrinas construyen sus identidades políticas, reclamos, manifiestos, sin atentar contra las condiciones que les permitieron a ellos y a otros el libre ejercicio de sus concepciones. Así pues, una sociedad democrática y plural es aquella en la que conviven en un mismo espacio común distintas concepciones del bien, de la naturaleza humana, del valor de la vida prenatal, de la maternidad como un fin de realización, entre otros, etc., y que buscan articular sus pretensiones en un escenario político. El pluralismo de este tipo de sociedades depende, en gran medida, de que ninguna de las visiones trate de imponerse sobre las demás por medio del andamiaje estatal, ambicionando generar alguna especie de monismo moral. Un monismo moral solo se logra por imposición.

Ahora bien, dentro de este tipo de sociedades en las que se dan diferentes cosmovisiones (ideas, sensibilidades, creencias, formas válidas de acción colectiva, etc.), la autoridad política no se funda exclusivamente en la autoridad epistémica de una única doctrina ni ella misma es autoridad epistémica al interior de las doctrinas. Más allá de esa diferenciación entre la esfera moral regida por la doctrina y la esfera política, el estado debe hacerse de definiciones políticas sobre los diversos conceptos que entran en juego en la cuestión del aborto (v.g. desde cuándo podemos decir que hay persona con derechos en la vida en gestación, cuál es la extensión que debe concedérsele a la privacidad, de qué forma/s se protege a la autonomía, etc.). Las definiciones políticas poseen una naturaleza que pertenece al ámbito político, no traen consigo autoridad epistémica definitiva en tanto son siempre perfectibles, y por tanto, no debería esperarse que tales definiciones diriman contiendas sobre las verdades personales ni que se vean otorgándonos una posición cognitiva aventajada. Las disposiciones estatales no compiten ni intentan ser una revisión de los supuestos metafísicos de las distintas doctrinas.

El ethos político en el que nos hallamos discutiendo el asunto encuentra que las diferentes posiciones comparten una serie de valores políticos básicos propios de la cultura y la convivencia democrática: el debido respeto por la vida en gestación, la dignidad humana, la libertad de consciencia, la igualdad entre las personas, entre otros. Si bien cada uno de estos valores puede recibir un significado distinto al interior de las diferentes doctrinas, las diferencias epistémicas que puedan subsistir entre las interpretaciones que hagan las doctrinas en conflicto no son tan fuertes como para impedir consolidar alguna base política de justificación. Efectivamente, existen valores políticos o creencias comunes que hacen posible cierto equilibrio político dentro del cual la discordancia profunda no ha conducido a algún tipo de fractura permanente e infranqueable. Dworkin (1994) ha sostenido en Life´s Dominion que el debate por el aborto es, en el siglo XX, una nueva forma de las guerras de religión. No obstante, es ciertamente polémico sostener que la ardua contrariedad entre sectores haya adquirido, en las democracias occidentales del comienzo del siglo XXI, una configuración bélica donde se adviertan dos o más bandos fracturados que aglutinan sus identidades y todos sus demás intereses a partir de cuál sea su idea sobre el aborto. Ciertamente, las personas –a pesar de cuál sea su idea sobre el aborto— no dejan de vincularse de muchos modos, trazar relaciones profesionales, económicas, etc. Si bien existen y existirán fanáticxs o sectores irrazonables e intransigentes, las democracias poseen una amalgama mucho más amplia y nutrida de diversas doctrinas razonables que están interrelacionadas. Un factor común de los sectores razonables es que encuentran que el poder político democrático se halla legitimado sólo si su fundamentación (justificación) satisface el criterio de reciprocidad (Garreta Leclercq, 2007; Rawls, 1999). Es decir, si su contenido está dado en razones públicas y favorecen valores políticos que los ciudadanos concebidos como libres e iguales razonablemente aceptan y defienden (políticamente). Establecer una normativa sobre aborto acorde al principio político liberal de legitimidad exige que la misma sea elaborada en términos públicos y políticos asequibles a todos los afectados. Y dado que la normativa afectará a todos y estará respaldada por el poder coercitivo del estado, su justificación debe ser contraída al amparo de una razón pública (Busdygan, 2013; Rawls, 1999). Ofenderían a las personas en su condición de ciudadanxs -sean estas tomadas como libres e iguales- aquellas medidas cuyos fundamentos descansan en algún credo en particular. En ese sentido, las políticas sobre el aborto deben poder hallar en el terreno político, y no más allá, una justificación basada en razones públicamente asequibles a todos. Y justamente, es la razón pública, una razón de la ciudadanía, quien tiene por objeto encontrar y construir colectivamente fundamentos neutrales –que no implican efectos neutrales, lo cual sería imposible— a partir de principios como la igualdad y la libertad. Este tipo de razón es el órganon apropiado para evaluar la pertinencia y la fortaleza de los principales argumentos que se expiden sobre la penalización o la despenalización del aborto.

La democracia en una sociedad plural precisa de sectores comprometidos con la construcción de un tipo de legitimidad que puede terminar reflejando de un modo parcial a los compromisos de las posiciones morales particulares (Walzer, 2010, p. 223). En otros términos y por contraposición, ninguna posición razonable persigue instalar sus posiciones absolutas e indiscutibles en las políticas públicas donde se presuponga, por ejemplo, que “los siervos del Señor se sitúan en el centro de la historia, [y] constituyen su principal corriente, mientras que las historias de los otros son crónicas de ignorancia y luchas sin sentidos” (Walzer, 2010, p. 265). Y si bien es natural que las conclusiones morales busquen ser vertidas de modo pleno en el terreno político para modelar a partir de allí la normativa legal, lo que no debería ser natural en una sociedad democrática y plural es que un sector pretenda que la legitimidad de las políticas públicas se deduzca de los principios de una doctrina comprehensiva en particular y otro lo permita. La suma de normativas políticas y medidas jurídicas que hacen al asunto del aborto, no deberían desprenderse de o hallar fundamento en una doctrina comprehensiva en particular, menos aún en perspectivas que posean el afán de instalar sus verdades como autoevidentes. Entonces, no tiene nada de extraño que algunos sectores del catolicismo busquen propiciar políticas públicas que prohíban el aborto a partir de su dogma doctrinario sobre la vida prenatal. Lo que no es aceptable es que, desde un activismo conservador, se esgriman e impongan únicamente razones teológicas para la fundamentación de políticas públicas o se tomen posturas beligerantes e intransigentes cuando el derecho y los valores de la democracia no están en sintonía con sus ideas. En este sentido, Argentina ha dado sobrados ejemplos de casos de abortos no punible que no pudieron llevarse adelante porque sectores religiosos conservadores encontraron un estado permeable a sus demandas e irresoluto con los derechos de las afectadas (Bergallo, 2016; Carbajal, 2009).

En lo que sigue, nos proponemos presentar, a la luz de la razón pública, tres de los principales argumentos de tipo consecuencialista que aparecen en el foro político público. Nos centraremos en evaluar en qué medida los diferentes planteos que se discuten en la arena deliberativa satisfacen los requisitos de la razón pública. Para ello, es preciso analizar en si cada argumento sustenta la reciprocidad necesaria que permitiría la correcta fundamentación de políticas públicas o aportan razones suficientes para las decisiones políticas.

4. Establecer valores y medir las consecuencias: argumentos consecuencialistas

En lo que sigue, nos focalizaremos en algunos de los argumentos de tipo consecuencialista que se vierten en el debate. Comencemos con una primera definición sobre este tipo de argumentos: “el consecuencialismo es la concepción según la cual, sean los valores que adopte un individuo o una institución, la respuesta adecuada a estos valores consiste en fomentarlos” (Pettit, 2004, p. 325). La línea argumental consecuencialista entiende que la corrección de una acción está determinada por (o se deriva de) la naturaleza de los efectos que se siguen de ella. En otras palabras, son correctas aquellas acciones cuyas consecuencias fomentan o evitan que sean perjudicados los valores en cuestión. La lógica de esta línea argumentativa reconoce sus bases teóricas, primero, en el utilitarismo de Jeremy Bentham y de John Stuart Mill, después. En el planteo consecuencialista se precisa cuáles son los valores centrales que permiten realizar la evaluación, y esto es así puesto que ellos constituyen los parámetros de medida para saber si las acciones generan consecuencias a favor o no de los mismos.

Como planteos antagónicos al consecuencialismo, y que recurrentemente aparecen dentro del debate, se encuentran los argumentos deontológicos. No serán objeto de análisis en esta comunicación por razones de extensión y hemos decidido no entremezclar dos modos diferentes de arribar a conclusiones. Vale destacar que ese tipo de planteos defienden la tesis de que lo correcto tiene prioridad sobre el bien a incrementar o lo útil. En otras palabras, lo correcto no implica una maximización de aquello que se haya tomado como un o el bien (Guariglia y Vidiella, 2011). Así, contrariamente a lo que podría sostener un consecuencialista, el valor de una acción se sustenta en los principios morales íntimos que la rigen sin importar cómo puedan ser evaluadas las consecuencias a propósito del principio de utilidad. A pesar de las características que puedan tener los efectos que se generen de una acción, el criterio de corrección es independiente de las consecuencias. Desde esta posición lo importante no es producir los bienes [o evitar que sean dañados] sino conservar las manos limpias” (Pettit, 2004, p. 327) alejándose de aquello que se haya concebido como incorrecto o no incurrir en acciones que sean consideradas malas. Es una discusión harto compleja cómo o qué determina la naturaleza de buena o mala de las acciones.

Cuando se argumenta de modo consecuencialista en el debate sobre el aborto, la valoración del conjunto de políticas públicas se hace apreciando si las consecuencias fomentan o favorecen la sustanciación de algunos de los valores políticos sedimentados en la democracia que han sido tomados como centrales en el curso del planteo. Asimismo, en ciertos casos también se apela a la reducción de daños. Cuando la democracia encuentra un compromiso enérgico con el valor de la igualdad y la libertad de las mujeres, el valor de la vida prenatal, la salud pública, entre otros, en tanto valores o bienes políticos a resguardar, más allá de las diferencias substantivas que puedan hallarse entre las diferentes posiciones, existen responsabilidades de los estados democráticos a promover (política y jurídicamente) esos valores como bienes. Ahora bien, podemos decir que las diferencias vuelven a la arena ni bien se busque realizar una jerarquización de esos valores políticos que deben encontrar ordenamiento al pensarse políticas públicas sobre el aborto. En ese punto, de lo que se trata es de encontrar y proponer balances en los que entre ellos ninguno anule definitivamente al otro (Undurraga, 2016; Siegel, 2012).

El enfoque consecuencialista permite proponer ponderaciones en las que se estiman formas de promoción y/o de reducción de los daños. Esas ponderaciones orientan las decisiones hacia las mejores formas de comprometerse con una ordenación política de los valores que son parte de la discusión. La presentación de algunos de los principales argumentos consecuencialistas que se esbozan en el debate puede sernos de suma utilidad para mostrar cómo el enfoque deliberativo serviría para realizar ese ordenamiento esgrimiéndose razones públicas. Veamos cuáles son los argumentos consecuencialistas, y para ello, proponemos una taxonomía de los mismos a partir de cuál es el valor central sobre el que se apoyan.

I) En primer término, si considerásemos que la salud pública consiste en un bien valioso que debe fomentarse desde las políticas públicas, entonces: ¿Qué nos dicen las consecuencias de la penalización del aborto al respecto? El principal de los argumentos que debemos considerar es, quizá, uno de los más recurrentes y esgrimidos a favor de la despenalización y apela centralmente a la salud pública como bien a maximizar. Este tipo de apelación se ha dado como una de las principales razones –no la única— para la fundamentación de leyes que encuadran un modelo de plazos o en los proyectos de leyes que abogan por la despenalización.

Cuando la salud de la población constituye un bien a incrementarse desde el estado, los argumentos consecuencialistas echan mano a términos cuantitativos que exponen los alarmantes daños que produce la prohibición del aborto. Pongamos como ejemplo el caso de Argentina, donde se ha sostenido un muy alto número de abortos inseguros dentro del universo de abortos clandestinos. Esto último se desprende, por un lado, del número de prácticas clandestinas estimadas en ese país, entre 486.000 a 522.000 al año –esto es, un aborto cada dos nacimientos en promedio— y de los índices de mortalidad de mujeres a causa de tal práctica (Centro de Estudios Legales y Sociales, 2015). Si bien no todo aborto clandestino es inseguro, los índices de estos últimos son preocupantes. El aborto registra el 23% de las muertes de mujeres embarazadas siendo la primera causa de fallecimiento en el índice de mortalidad materna ministerial entre 2007-2011. Esa estadística no se ha revertido en los últimos treinta años. Los registros de egresos hospitalarios de quienes ingresaron a hospitales públicos a causa de complicaciones producidas por prácticas de abortos inseguros se estima en 50.000 al año, esto es, a razón de 137 por día y, aproximadamente, 6 por hora (Centro de Estudios Legales y Sociales, 2015, p. 44).

Justamente, cuando se pone a la salud pública como valor cardinal, se apela a datos que permiten asegurar categóricamente que el aborto inseguro constituye un serio problema político concerniente a la salud pública. En Argentina, las altas tasas de morbimortalidad dan sobradas razones de que la prohibición no ha impedido altísimos números de abortos y que, por otro lado, la clandestinidad aumenta seriamente los riesgos a la vez que introduce desigualdad de opciones entre los diferentes sectores de la sociedad. De allí, se desprende otra arista que analizaremos seguidamente. Por tanto, dada la peligrosidad que revisten las prácticas inseguras para la salud pública, se deduce que la despenalización constituiría un paso decisivo para dejar atrás ese tipo de muertes y de complicaciones. Eso se sigue fundamentalmente de dos hechos: en países donde los abortos son legales ninguna mujer muere por esa causa y el número de complicaciones es desestimable (Faúndes y Barzelatto, 2005). En conclusión, se sostiene que la penalización es incorrecta en tanto tiene como consecuencia una alta tasa de muertes evitables y todo tipo de complicaciones en la salud física y psíquica que son también eludibles.

Dentro del enfoque que estima las consecuencias, es factible que se suscite una objeción en particular, aquella que requiere que se atienda al hecho que entre las cifras no sólo debe considerarse la morbimortandad de las mujeres sino que, además, se incluya al número de “personas” que no nacen por los abortos. Por tanto, estos sectores pueden replicar preguntando ¿Cuán correcta es una medida que evita que unas pocas decenas de mujeres embarazadas mueran por aborto al año y que no impide ciento de miles de muertes de nonatos? El problema que se da en esta objeción refiere a cómo se ha concebido uno de los puntos cruciales de la discusión, el que hace a la narrativa de la personalidad del embrión o del feto según sea el tiempo del embarazo (Madrazo, 2016). Cuando el valor de la vida prenatal se lo interpreta de modo absoluto, la visión que tienen esos sectores es que el aborto constituye una forma sistemática de daño gravísimo a las personas por nacer y que, al número de muertes de mujeres por abortos clandestinos, debería sumársele la cifra de los no nacidos que mueren por aborto. Ahora bien, que no se desestime su posición no significa que esté en lo cierto. Claramente, en esa tesis, por un lado, subsisten una serie de presupuestos fuertes y determinantes desde los que se parte y que pertenecen a posiciones particulares. En tales presupuestos se introduce, sin discusión mediante, cuál es el estatus de persona en la vida en gestación, qué tipo de derechos posee la vida en gestación, qué obligaciones jurídicas se les pueden imprimir a las mujeres embarazadas, etc. Es más, presupuestos que imprimen consecuencias específicas respecto a cuál es el lugar que de las mujeres embarazadas y qué grado de libertad debería concedérseles (ninguno). Existen posturas que jamás despenalizarían el aborto porque entienden que eso hundiría el compromiso político fuerte que se debe tener con la vida en gestación, interpretada ésta de una forma predefinida. Ahora bien, que exista un fuerte compromiso con la vida en gestación no implica que el mismo deba ser absoluto (fallo Artavia Murillo y otros vs. Costa Rica del año 2012). Sirviéndonos de elementos conceptuales esbozados más arriba, el valor de la vida prenatal debe estar sujeto a una definición político - deliberativa donde los distintos sectores de la sociedad intervienen y buscan encontrar un consenso que esté en conformidad con los principios sobre los que erige el sistema democrático. En tal sentido, la igualdad y la libertad de las mujeres no puede quedar desplazada o subrogada a menos que se afirme para ellas un tipo de ciudadanía de segunda.

Ahora bien, la fuerza de esa objeción no sólo se sostiene por los presupuestos altamente controvertidos que pueden buscar introducirse, sino además que se sustenta en el hecho contra-fáctico de que al despenalizarse el aborto no se dé un descenso en el número de abortos. Ahora bien, si lo que se quiere asegurar es una reducción de daños, ¿Qué consecuencias se han seguido en aquellos países en los que el aborto está despenalizado? Ciertamente, los índices de interrupciones de embarazo son más bajos que en aquellos países donde la práctica está prohibida (Undurraga, 2016; Faúndes y Barzelatto, 2008). Si la vida prenatal poseyera un valor moral absoluto que políticamente debe ser resguardado, el enfoque consecuencialista perece más bien sugerir que la política de prohibición absoluta introduce mayores ‘daños’ que, por ejemplo, un modelo de plazos. ¿Cuánto es el respeto que se tiene a la vida si se sostienen políticas punitivas que aumentan la cantidad de lo que interpretan como un homicidio? ¿No es acaso la política de prohibición absoluta un modo autofrustrante de realizar lo que se quiere impedir? Así, con la despenalización, no sólo dejaría de haber una cantidad preocupante de mujeres que mueren a causas de abortos inseguros, sino que, además, sería menor la cantidad de fetos que no llegan términos a causa de la decisión de la mujer.

Ahora bien, la penalización no sólo genera esas consecuencias negativas antes esbozadas sino que además institucionaliza una afección particular a un sector de la ciudadanía. Veamos a quiénes afectan los abortos inseguros dado que ese punto permite esbozar otro tipo de argumento contra la penalización y sus consecuencias.

II) Si consideramos que deben ser eliminadas las medidas que tienen como consecuencia fortalecer formas de discriminación arbitrarias entre los distintos sectores de la sociedad, entonces debemos preguntarnos ¿Cuáles son las consecuencias de la penalización? ¿Cómo impactan en los diferentes sectores? El segundo argumento consecuencialista al que hacemos alusión es aquel cuyo dato pone el énfasis en el sector de la ciudadanía en el que se dan las preocupantes cifras de morbimortandad producidas por la prohibición y criminalización del aborto. Aquí, también, se apela a los términos cuantitativos que reportan cómo se distribuyen socialmente las complicaciones y muertes por aborto. Allí, los datos evidencian que los sectores más postergados protagonizan esas cifras. Efectivamente, la criminalización del aborto ahonda (en) las desigualdades sociales y económicas volviéndola una práctica cuya peligrosidad aumenta para (o es exclusiva de) aquellas mujeres que precisan mayor ayuda y contención del estado. El argumento que podríamos llamar de la desigualdad social de opciones, sostiene que la penalización no sólo se ha mostrado ineficaz para impedir que se practiquen abortos, sino que los ha forzado a una clandestinidad que amplía el rango de inseguridad sólo para las más pobres o, en otros términos, ha constituido una forma solapada de discriminación. La ilegalidad de la práctica hace que las oportunidades a un servicio digno y seguro para interrumpir el embarazo se reduzcan fuertemente conforme se tenga menos. Son las principales víctimas de la prohibición las mujeres económica o educativamente pobres, las desinformadas, las carentes de educación sexual, aquellas que no cuentan con un acceso real a anticonceptivos seguros, las desguarnecidas de redes de contención de socorristas y aquellas cuya salud depende exclusivamente del sistema hospitalario ¿La condición de desprotección, pobreza y bajo nivel educativo impide acceder a servicios de abortos clandestinos? Desde ya que no, lo que impide es acceder a servicios seguros y dignos para llevar adelante la decisión tomada. Tanto el nivel educativo como el acceso a la información son sustantivos pues quienes poseen mayor formación educativa o mejor acceso a la información sobre los peligros del aborto inseguro disponen de un criterio mejor para evaluar y evitar exponerse a prácticas riesgosas (Centro de Estudios Legales y Sociales, 2011, p. 239; Chiarotti, 2006).

En Argentina, los índices más altos de morbimortandad por abortos se detectan en las zonas más desfavorecidas de las regiones más pobres de nuestro país (Centro de Estudios Legales y Sociales, 2015, p. 25). De tal hecho, se desprende que son las mujeres jóvenes y pobres quienes encuentran un efectivo recorte de la igualdad de alternativas al momento de sustanciar su decisión de interrumpir el embarazo. De aquí que, a partir de este argumento no sólo se bregue por la despenalización, sino también por su legalización, permitiendo que estos sectores puedan ser atendidos en el sector público de la sanidad. Las mujeres de segmentos sociales económicamente más acomodados tienen acceso a mejores servicios de abortos ilegales pagos, practicados por profesionales y en lugares apropiados. La lógica de la oferta y la demanda en el mercado del aborto clandestino puede ser letal cuando se da en regiones donde hay índices de pobreza altos, desinformación estatal para disminuir daños y niveles altos de falta de acceso a una educación de calidad para los sectores más postergados. Y son los cuerpos de las mujeres de los sectores más vulnerables (y en sus familias) en donde impacta la prohibición (Chiarotti, 2006). Ergo, despenalizar evita estos daños serios que las políticas de penalización introducen en la sociedad.

III) Si pensamos que a las diversas posiciones razonables se les debe propiciar un debido respeto desde el estado en una sociedad plural ¿Podríamos dirimir los desacuerdos morales instalando penalmente un significado social del aborto que trastoque las formas en las que se autoperciben quienes piensan distinto? Cook, Erdman y Dickens (2016) proveen otro interesante argumento consecuencialista a partir del cual se puede estimar que los impactos negativos de la penalización conllevan consecuencias preocupantes en la autopercepción de las mujeres que eligen abortar. Apelando a un análisis cualitativo de la penalización sobre el aborto, sostienen que cuando se criminaliza la práctica del aborto, se introduce taxativamente una narrativa ante la sociedad y que la interrupción del embarazo en todas sus formas con ello queda estigmatiza. Las opiniones de la sociedad difícilmente dejen de censurar aquello que esté encuadrado en un código penal y lo estigmaticen, otorgándose con ello una percepción social definida sobre las mujeres, las instituciones y quienes prestan servicios médicos para la interrupción del embarazo. Las consecuencias de ese estigma son las que permitirían establecer la incorrección de la penalización.

El argumento sostiene que penalizar implica criminalizar, de aquí que cuando se penaliza al aborto se lo cubre de una carga simbólica negativa en la que aparecen múltiples rotulaciones sociales negativas para quienes están relacionados con esa práctica. Cuando su significado perjudicial está instalado socialmente, tal rótulo incluso tiñe de un manto de sospecha los abortos no punibles. La caracterización negativa del aborto introduce lo que lxs autorxs antes mencionadxs llaman un estigma, del cual describen tres de sus formas: estigma percibido,padecido y el internalizado. El estigma percibido conlleva en lo individual a que muchas mujeres oculten sus abortos y se avergüencen de tal evento en sus vidas, que eviten la asistencia posaborto o dilaten la realización del mismo ante circunstancias de salud (Cook 2016, p. 337; Shellenberg, 2011). En el ámbito médico e institucional sucede lo mismo con quienes realizan abortos no punibles y, para no ser ‘señalados’ como aborteros, evitan que se tome amplio conocimiento sobre su disponibilidad a brindar tal servicio de salud. El estigma padecido al que refiere Cook (2016), da cuenta del tipo de trato intimidante y a veces degradante (social e institucional) al que quedan expuestas las mujeres al solicitar información para llevar adelante un aborto o requerir asistencia médica. Evidentemente, tales formas de maltrato tienen como base la criminalización. Por último, penalizar trae consigo la estigmatización internalizada, la cual constituye una instancia en la que parte de las percepciones del entorno se incorporan en la autopercepción negativa. Disminuye así la autovaloración o la pérdida del autorespeto en las mujeres que interrumpieron el embarazo por concebirse a sí mismas como una identidad corrompida. Es claro que esto deviene en sentimientos de culpa y vergüenza que pueden terminar en depresiones y redundar en problemas de salud pública. No obstante, lo que debe advertirse en relación a la estigmatización internalizada es cómo esa percepción cargada por el entorno tiene consecuencias que podrían anularse completamente si fuera otra la manera en la que se concibe el significado social del aborto. No hay estigmatizaciones cuando el aborto se halla despenalizado y su significado está conectado a una práctica de salud que hace a la vida privada de la persona y se lo entiende como vinculado a su autonomía.

5. Consideraciones finales

Hasta aquí, hemos presentado tres argumentos que buscan dar cuenta de la incorrección de la penalización del aborto a partir de las consecuencias que produce. Hemos atendido al inicio del artículo el hecho necesario de atender y atenerse a razones públicas al momento de buscar establecer justificaciones que den debido fundamento a las políticas públicas sobre aborto. En sociedades pluralistas y democráticas, los valores políticos de quienes poseen diferentes concepciones de vida se articulan a partir de las diferencias en una construcción en la que se buscan razones públicas para la esfera políticas. Los sectores razonables son aquellos que propician el incremento de espacios en los que las instituciones democráticas se fortalecen mediante la deliberación. Una democracia con espacios deliberativos en los que intervienen activamente los diferentes espacios de la sociedad civil es mejor que una sin ellos. Así, cuando la deliberación toma el centro de la escena y se torna el procedimiento mediante el cual se intenta políticamente avanzar en torno a los desacuerdos sobre el aborto, ésta permite evaluar cuál es el impacto de las políticas punitivas sobre la vida de las mujeres. La penalización pone en riesgo la salud pública, tiene efectos muy dañinos en particular para los sectores vulnerables e introduce formas de estigmatización evitables que reducen la calidad de vida de quienes han tenido que tomar contacto con el aborto. Si fomentar la salud pública, evitar formas de discriminación y desalentar formas de estigmatización constituyen objetivos valiosos a perseguir, la penalización del aborto reporta resultados cuanti y cualitativos contrarios a ellos.

A nuestro entender, es imprescindible realizar este movimiento estratégico a favor de marcos deliberativos nutridos de razones públicas cuando se busca discutir sobre la legitimidad de las medidas regulativas para el aborto. Es en el marco de las condiciones que busca propiciar la democracia deliberativa, donde es posible políticamente avanzar en narrativas no sesgadas sobre el aborto y desarticular aquellas que se imponen de modo simplista homologando la práctica al asesinato a la vez que impiden verlo como una práctica vinculada a la salud y/o a la privacidad. Con respecto a quienes creen que el embrión o el feto son personas, y a partir de allí bregan por la prohibición, entendemos que no debería desconsiderarse su posición si y sólo si sus ideas logran traducirse en demandas que se den en el marco de una deliberación política regida por razones públicas. ¿Por qué habría de aceptarse que se imponga una restricción fuerte sobre un valor fundamental como lo es la libertad sin antes poderse justificar con razones públicas esa restricción? No sólo deben brindarse razones públicas en las demandas por la despenalización, sino que deben exigirse en todos los casos a quienes se opongan. Si por caso se aceptasen sin más los supuestos de quienes creen que hay persona desde la concepción para justificar la prohibición, se estaría admitiendo que pueden ciertos sectores pueden imponer por la fuerza su creencia a través del derecho. La imposición de un único conjunto de razones, sea para un lado u otro, es el fracaso del diálogo en la pluralidad y de los pequeños consensos que deben buscarse al momento de abrir pequeños caminos que consoliden el derecho al aborto.


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Fecha de recibido: 2 de febrero de 2017
Fecha de aceptado: 21 de marzo de 2017
Fecha de publicado: 19 de septiembre de 2017



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