Descentrada, vol. 1, nº 2, e026, septiembre 2017. ISSN 2545-7284
Universidad Nacional de La Plata. Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación.
Centro Interdisciplinario de Investigaciones en Género (CInIG)


INTERVENCIONES POLÉMICAS / POLEMIC INTERVENTIONS

 

 

Que la universidad se pinte de feminismos” para enfrentar las violencias sexistas


Florencia Rovetto

CONICET-Universidad Nacional de Entre Ríos – Universidad Nacional de Rosario
Centro de Investigaciones Feministas y Estudios de Género (CIFEG), Argentina
Florencia.rovetto@gamil.com


Noelia Figueroa1

Universidad Nacional de Rosario
Centro de Investigaciones Feministas y Estudios de Género (CIFEG), Argentina
figueroanoeliaeva@gmail.com


Cita sugerida: Rovetto, F. y Figueroa, N. (2017). “Que la universidad se pinte de feminismos” para enfrentar las violencias sexistas. Descentrada, 1(2), e026. Recuperado de http://www.descentrada.fahce.unlp.edu.ar/article/view/DESe026

 

 

No suena novedoso plantear que las violencias machistas “golpean” duramente al conjunto de las mujeres de todas las clases en todos los ámbitos sociales. Hace décadas que el movimiento de mujeres y feminista viene intentando colocar en agenda la cuestión de la violencia de género y contra las mujeres, sin obtener mucho éxito en el intento. Sin embargo, los últimos dos años en nuestro país –en un proceso que fue extendiéndose inclusive continentalmente— estuvieron marcados por las movilizaciones masivas, la visibilización de las persistentes luchas y una gran sensibilización social contra las violencias sexistas. Las multitudinarias marchas de #NiUnaMenos de los días 3 de junio de 2015, 2016 y 2017, la inmensa convocatoria del 31º Encuentro Nacional de Mujeres, celebrado en la ciudad de Rosario, y el paro de mujeres del 19 de octubre de ese mismo año, así como el Paro Internacional de Mujeres del 8 de marzo (#8M) de este año, muestran la urgencia, la irreverencia y la creatividad que asume la demanda para acabar con este fenómeno que no cesa de crecer y recrudecerse.

En ese marco, docentes, estudiantes y graduadas feministas en distintas Universidades Nacionales (en adelante, UUNN) del país hemos abierto instancias de debate que han conducido, en muchas ocasiones, a la creación de nuevos marcos regulatorios con el objetivo de desnaturalizar los mecanismos que producen prácticas misóginas y machistas, prevenirlas, sancionarlas, así como reparar los daños que tales violencias provocan en las personas que las sufren.

Hasta el año 2014, la única Universidad que contaba con un protocolo específico para la prevención, atención y sanción de la violencia de género era la Universidad Nacional del Comahue (Neuquén y Río Negro). A finales de ese mismo año, en la ciudad de Rosario, integrantes del Núcleo de Género (CIFEG) y del Programa de Género y Sexualidad elaboraron un “Procedimiento para la Atención de la Violencia de Género, el Acoso Sexual y la Discriminación basada en el Género, Orientación Sexual, Identidad de Género o Expresión de Género” que fue aprobado por los Consejos Directivos de las Facultades de Ciencia Política y Relaciones Internacionales, Derecho y Humanidades y Artes. Más tarde, con la creación de la “Red Interuniversitaria por la igualdad de género y contra las violencias”, en septiembre de 2015, comenzó a crecer el número de UUNN que impulsaron procesos de elaboración y aprobación de herramientas similares,2 y que al día de la fecha cuentan con protocolos específicos aprobados: Universidad Nacional de Córdoba, Universidad Nacional de General San Martín, Universidad Nacional del Centro de la Provincia de Buenos Aires, Universidad Nacional de La Plata, Universidad de Buenos Aires, La Universidad Nacional de José C. Paz Universidad Nacional de la Patagonia San Juan Bosco, Universidad Nacional de Quilmes, y la Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de Misiones.

Estos recientes avances en los territorios universitarios habilita que nos preguntemos por la rémora de estas iniciativas, revisando los mitos que operan como obstáculos y las resistencias que enfrentamos cuando decimos #NiUnaMenos en las instituciones del “saber superior”. Si tenemos en cuenta que el sistema universitario argentino está conformado hoy por 53 UUNN, 49 universidades privadas, 7 institutos universitarios estatales, 14 institutos universitarios privados, 6 universidades provinciales, 1 universidad extranjera y 1 universidad internacional, ¿Por qué solo un puñado de instituciones públicas ha conseguido dar pasos fundamentales contra las violencias sexistas que se despliegan en su interior? ¿Qué mecanismos culturales, materiales y simbólicos impiden avanzar de manera más sostenida y homogénea en este sentido?

Para dar respuesta a estos interrogantes interesa, por un lado, definir y caracterizar las conductas violentas con motivaciones de género que se dan con mayor frecuencia en los ámbitos universitarios y, por otro lado, relacionar los condicionantes estructurales de su producción con el despliegue de mecanismos míticos y/o burocráticos (mecanismos refinadamente patriarcales, de esos que le permiten a un sistema que clasifica a las personas de acuerdo a su sexo seguir siendo hegemónico a esta altura de la historia de la humanidad), que impiden problematizarlas y erradicarlas definitivamente.

Las universidades, al igual que otros ámbitos educativos y laborales, no están exentas de alojar cualquier tipo de conducta violenta con motivaciones sexuales y de género como el abuso sexual, la discriminación o el acoso sexual, basados en el poder desigual que atraviesa todas las relaciones interpersonales y generando desventajas específicas para las mujeres y otras personas con identidades sexuales disidentes de la heteronormada.

Detengámonos, en una de las formas de violencias sexistas más frecuentes en los ámbitos de educación superior. Nos referimos a la discriminación y el acoso sexual que han sido identificados como fenómenos articulados y emergentes a partir de la masiva incorporación de las mujeres en las universidades y en el mercado de trabajo en la segunda mitad del siglo XX.

De acuerdo con la Organización Internacional del Trabajo (OIT), el acoso sexual se configura cuando se encuentran presentes los siguientes elementos:

En este sentido, el acoso, entendido como una expresión sexual no recíproca que se manifiesta en conductas verbales o físicas, no deseadas por quienes lo reciben, causa “inseguridad intelectual” y condiciona el horizonte de posibilidades laborales y formativas de quienes lo padecen. Acosar es una forma de discriminación sexual que abarca un amplio espectro de comportamientos que no siempre son comprendidos por las personas que los padecen y mucho menos por las instituciones que permite su reproducción.

Entre los ejemplos más típicos podemos mencionar las presiones veladas para la actividad sexual; comentarios sexistas acerca de la forma de vestir, el cuerpo o actividades sexuales; manoseos o palmaditas innecesarias, pellizcos, guiños o miradas lascivas al cuerpo, rozar de manera constante; exigencia de favores sexuales bajo amenazas explícitas o encubiertas referentes a empleos, calificaciones o cartas de recomendación; hacer referencias insistentes sobre la sexualidad o la identidad sexual de una persona. La intención y el efecto de tales actos, limitan o niegan, sobre la base del sexo, la participación íntegra y equitativa en las oportunidades que todxs podemos tener en las instituciones.

Pero a su vez, como toda conducta agresiva, el acoso constituye un “exceso” y, como tal, los efectos de malestar que provoca, exceden las posibilidades de visualizarlo y dificultan nominarlo. Es “acoso” por el solo registro de sentirnos mal cuando se produce. Sin embargo, quienes lo padecen en el ámbito universitario, tienden a no denunciarlo porque se sobreentiende que es así como funcionan las cosas. Frente a estas situaciones, se suele escuchar “él es así”, “ya se sabe cómo es tal o cual”, “siempre hace lo mismo”...

El abordaje que se hace los días posteriores a la agresión sexual son claves para la elaboración del hecho traumático. En muchas de las denuncias que hemos recibido en el espacio de atención del Procedimiento para la Atención de la violencia, el acoso sexual y la discriminación de género en la Facultad de Ciencia Política y Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional de Rosario, los primeros círculos de confianza de la persona denunciante fueron los que, inicialmente, relativizaron el peso de la actuación de los acosadores, sosteniendo que no había nada que pudiera hacerse en esos casos. Estas frases y acciones encubren mecanismos estructurales que hacen que perviva la violencia sexista y que no pueda ser evidenciada lo suficiente para erradicarla. Asimismo, varios de los casos que recibimos y acompañamos, fueron denuncias por agresiones sexuales (abuso, intento de violación) que han sido perpetradas fuera del espacio físico de la universidad.3 En esos episodios, además del silenciamiento, se suma la vergüenza por haber estado expuestas a una situación de desprotección, teniendo herramientas para haberlo evitado. Nuevamente, llegamos al mismo nudo de la cuestión: es fundamental trabajar en desnaturalizar, visibilizar y sensibilizar en torno a este tipo de violencia sexual, para quitarle el carácter de únicos o extraordinarios a los eventos que sufren esas personas y demostrar que son mucho más habituales de lo que se asume.

Si algo aprendimos de las feministas de la segunda ola y las experiencias de auto-concienciación, es que hay quiebres fundamentales que pueden producirse entre mujeres una vez que, a partir de escuchar relatos de violencia similares que han afectado a otras, podemos reponer el carácter estructural de las violencias que hemos padecido en lo singular. La falta de tematización y los silencios frecuentes, hacen que ese reconocimiento tarde mucho en llegar. Frente a esto es necesario producir reflexiones renovadas acerca de cómo estas violencias se engarzan, producen y reproducen en los ámbitos educativos, por lo menos para quienes auspiciamos otros modos de vivir en una universidad libre de violencias sexistas y en un sistema social, cuya desigualdad actual parece no darnos tregua. Lo es para la teoría y el movimiento feminista desde donde hemos aprendido que “lo personal puede convertirse en político”, que “no, significa no”, que los espacios públicos también nos pertenecen, que es necesario destruir el mito de la privacidad de la violencia doméstica porque se trata de un problema social y no individual, y que juntas somos más fuertes.

También, hemos acumulado mucha experiencia contextualizando y conceptualizando la hegemonía del saber y el poder androcéntrico como sistema violentogénico que configura todas nuestras relaciones sociales. Para ello, hemos develado el sexismo como condición de posibilidad del androcentrismo en la universidad que, históricamente, ha privilegiado el punto de vista de los varones en sus sistemas de gobierno, en sus curriculums y en sus prácticas de gestión.

De ahí que, aquí, nos interese pasar revista a ciertos mitos y obstáculos que registramos en nuestra experiencia situada que, a su vez, compartimos reticular y colectivamente con otras feministas tanto dentro como fuera del ámbito universitario.

1. Mitos patriarcales frente a las violencias sexistas en las UUNN

Mito uno: la violencia de género es la violencia física directa (golpes, empujones, palizas, etc.). Esta visión reduccionista de la violencia machista, que la asocia solamente a su forma más cruda y evidente –que no siempre es la más peligrosa-, oculta todo el resto de modalidades de violencias, sin las cuales los golpes no podrían producirse. Restituir el carácter social estructural de la violencia patriarcal abona justamente a mostrar que sin socialización diferencial (¿Para qué nos educan a varones y mujeres?), ni privilegios y jerarquías asociados a la diferencia sexual, no existiría la violencia en sus manifestaciones más burdas. Insistimos con el carácter violento de la construcción genérica porque allí radica la clave para pensar relacionalmente no sólo el vínculo entre personas agresoras y agredidas, sino el contexto social general en el cual esas violencias se producen y habilitan.

Mito dos: quienes accedemos a la educación superior no ejercemos ni padecemos violencia. Los imaginarios en torno a mujeres autosuficientes y empoderadas y hombres formados, críticos y bienpensantes, son el primer mito a derribar a la hora de trabajar con la violencia en las instituciones de educación superior. Es necesario combatir fuertemente la idea de que golpeadores son hombres pobres, ignorantes, escasos de recursos de todo tipo, y que las mujeres en situación de violencia son amas de casa privadas de educación y derechos básicos, madres de familias numerosas y residentes de barriadas populares. Esos mitos (a la vez, fuertemente clasistas) ofician de anteojeras para no reconocer las múltiples modalidades de ejercicio de la violencia, que en no pocos casos llegan a la violencia física directa.

Mito tres: los acosadores, abusadores, violentos son enfermos, personas con graves traumas que han sido víctimas de violencia y que padecen alguna psicopatología y deben ser abordados como tales. El principal problema de este mito no tiene que ver solamente con la deshumanización de los violentos (dotarlos de un carácter extraordinario y, por ello, aislarlos y mostrarlos muy lejanos del resto de los varones normales), sino que radica en que desdibuja todas las redes de sostenimiento de prácticas, de ocultamiento de violencias, de complicidades, que permiten a los agresores moverse con impunidad permanente. Cuestionar el mito de la supuesta “naturalidad” de temperamentos violentos en los varones, pero también desmitificar la idea de comportamientos pacíficos de las mujeres nos permitirá no aceptar en ningún caso la justificación de prácticas violentas y, contemporáneamente, no inhibir las posibilidades de respuestas y de toma de agencia por parte del “sexo débil” frente a los abusos machistas.

Mito cuatro: la universidad es un lugar de avanzada en la elaboración de ideas y democrático en sus prácticas. Falso. Si algo ha quedado en evidencia en esa coyuntura que mencionábamos de avance del movimiento es que las distintas disciplinas distan mucho de poder generar respuestas a las demandas que diversos y numerosos sectores sociales están planteando con fuerza, organización, claridad y capacidad de instalar agenda en la vida política, como son el movimiento de mujeres, feminista y la disidencia sexual. Por ello, cualquier intento por transformar la situación actual de la producción de saberes específicos en nuestras UUNN debe partir de un ejercicio de honestidad intelectual que nos asuma en el lugar real que ocupamos: muchas veces, a la retaguardia de los debates que se colocan a nivel social y de los sujetos que encarnan esas demandas de igualdad y mejoramiento en las condiciones de vida. Gran parte de las prácticas institucionales, así como los conocimientos sobre la realidad social que circulan en los pasillos y las aulas universitarias, no sólo contribuyen al sostenimiento del orden heteropatriarcal –en tanto productores y reproductores de discriminaciones generizadas-, sino que en sí mismos constituyen violencia de género. Frente a esto, se hace necesario revisar las estrategias de análisis y los modelos de intervención con el fin de construir prácticas que amplíen los espacios para una democracia radical que tiene a transformar las relaciones de poder que perpetúan todas las formas de desigualdad social (género, clase, etnia, etc.).

2. Resistencias patriarcales frente a los feminismos en las UUNN

Como señalamos más arriba, además de estas concepciones míticas instaladas y naturalizadas en las instituciones de educación superior, en nuestras luchas por visibilizar y abordar el problema de las violencias sexistas en las UUNN nos enfrentamos, a diario, con reacciones típicas en las instituciones al detectar que su status quo se ve interpelado o se cuestionan sus lógicas de funcionamiento.

Resistencia uno: estos asuntos se deben tratar en las instituciones judiciales pertinentes. Este argumento proviene, habitualmente, de los sectores más conservadores y corporativos que están presentes en todas las universidades. Cierto es que las universidades no ejercen funciones supletorias de la justicia civil y/o penal, no obstante, poseen facultades disciplinarias que le permiten sancionar aquellas conductas que acontezcan o impacten en su ámbito y que sean contrarias a la normativa nacional e internacional en materia de derecho a una vida libre de violencia sexista (Ley 26.485; Convención de Belem Do Pará; Convención Americana sobre Derechos Humanos; Convención sobre Eliminación de todas las Formas de Discriminación contra la Mujer –CEDAW-, entre otras). Además, derivar la atención de los casos sólo a la actuación de la justicia ordinaria es parte de la estrategia autodefensiva que las instituciones activan para “sacarse el problema de encima” y evitar interpelar los mecanismos estructurales que hacen posible la pervivencia de las violencias sexistas en su interior.

Resistencia dos: un protocolo de actuación resolverá automáticamente las situaciones y nos liberará del problema de las violencias sexistas. Estos dispositivos (protocolos, reglamentos, estatutos) son válidos en la medida que pueden constituir espacios que permiten hablar, denunciar, visibilizar y hasta reparar en algunos casos los efectos de las situaciones de violencia. Pero no son suficientes si, junto con ellos, no se encaminan acciones para desestructurar el poder que en la universidad permite que, mayoritariamente, las mujeres y otros sujetos feminizado sigamos siendo pensadxs como un grupo subordinado y víctimas de violencias sexistas de distinto orden.

Pero, además, desde nuestra perspectiva sostenemos que tales dispositivos no tienen como finalidad última el castigo o abonar un horizonte punitivista, que tan en boga aparece en la sociedad. Más bien, procuramos instalar que la impunidad ya no puede seguir siendo garantía de continuidad de prácticas que expulsan, arruinan vidas y proyectos, limitan capacidades y sueños. Por ello, el abordaje que planteamos busca hacer hincapié en el trabajo preventivo, formativo, en torno a las violencias sexistas, que permita detectar tempranamente ciertas prácticas y, sobre todo, condenarlas socialmente. Interesa más que los niveles de tolerancia a todos los tipos de violencia (desde el chiste a las mujeres del profe bonachón hasta los celos del novio estudiante, o los comentarios homofóbicos entre agrupaciones) sean removidos gracias a la implicación de todos los claustros en la deconstrucción y revisión de las lógicas cotidianas de relacionamiento social en la institución.

Resistencia tres: la aplicación de recetas para la gestión de conflictos como respuestas institucionales frente a las violencias sexistas. Este mecanismo de resistencia es otra forma de “sacarse el problema de encima” que imposibilita intervenciones situadas y singulares, aplicando recetarios basados en legislaciones locales o internacionales, muy correctos en su formulación, pero sin contemplar las particularidades de cada caso. Hay una idea extendida que sostiene que basta con una oficina, una persona responsable, un mail y horario de atención para solucionar estos problemas. Las políticas de gestión automatizadas que se da en los distintos niveles del estado, son una forma de esquivar el trabajo profundo y situado que se requiere para eliminar las violencias sexistas. Frente a estas respuestas inmediatas, individualizantes y centralistas, sostenemos que hace falta generar instancias de encuentro, de debate y de conceptualización entre diversos actores institucionales que nos permitan revisar las violencias que ejercemos y padecemos, así como generar las condiciones para transformarlas.

Resistencia cuatro: la delegación de la atención a otras mujeres. Muchas de estas aplicaciones, en general, sin presupuesto propio o con magros presupuestos para su implementación terminan recayendo en quienes militamos en espacios feministas y en las mujeres que, en general por mandato mítico, “hacen las cosas por amor” y también gratis. Es necesario que ubiquemos la relevancia de estas implementaciones que implican acompañamientos en procesos muy complejos, muy dolorosos, plagado de miedos porque están atravesados de determinaciones de poder. Si no tomamos institucionalmente en serio estas aplicaciones, corremos el riesgo de pensar que las instituciones van a adquirir mágicamente una sensibilización para atender las situaciones de violencia por haber aprobado un protocolo o que lo puede aplicar una mujer “porque es naturalmente sensible” a estos temas. Además, se hace indispensable comprender las violencias de género como expresiones normalizadas de una sociedad heteropatriarcal y, en lugar de delegar su solución a los mismos sistemas que las perpetúan, intenten imaginar prácticas colectivas de subversión de las mismas.

3. Reflexiones finales

Por último, queremos hacer mención a que la trama de poderes fuertemente patriarcal que atraviesa y se sostiene en las instituciones universitarias se articula a través de un complejo entramado que combina favores clientelares, políticos, recursos financieros y lealtades partidarias incentivadas por una constante mercantilización del conocimiento y de las personas que lo crean. Así, la meritocracia y el patriarcado se combinan en un esquema de poderes que actúa como una matriz anquilosada, pero, efectiva en los espacios públicos, cuyos efectos ideológicos son básicamente la naturalización de las prácticas desiguales y la cosificación de las personas que las gozan y, también, de aquellas que las padecen.

Frente a este panorama, consideramos que es necesario hacer visibles las “difusas” desigualdades, no sólo para reparar los daños que las mismas producen sino, en definitiva, para lograr desterrar colectivamente los supuestos ideológicos androcéntricos y heteropatriarcales que los sustentan, aún en el “biempensante” espacio universitario.

Que las universidades se pinten de feminismos… no es solo una expresión de deseo, es una necesidad y la garantía de generar espacios libres de violencias sexistas, inclusivos, igualitarios y diversos, donde las prácticas abusivas de poder seas desnaturalizadas y eliminadas, tanto como el silencio cómplice que las sostienen.

A casi 100 años de la Reforma del ´18, vale la pena recordar el compromiso social que las UUNN deben asumir para contribuir con la vida y la libertad de las personas que las habitan. De lo contrario, seguirá resonando en sus paredes y en nuestros propios cuerpos aquello de que “una vergüenza más es una libertad menos”.

 

Notas

1 Referente del espacio de atención del procedimiento para la atención de situaciones de violencia sexual y discriminación basada en el género de la Facultad de Ciencia Política y Relaciones Internacionales, Universidad Nacional de Rosario.

2 Cabe destacar que ese impulso estuvo, en la mayoría sino en la totalidad de los casos, vinculado a la preexistencia de espacios activistas o especializados en género y feminismos hacia dentro de cada universidad.

3 En nuestro recorrido de intervención, hemos podido determinar que las situaciones de violencia comprendidas por los protocolos y dispositivos pueden realizarse en el emplazamiento físico de la universidad y sus dependencias o anexos; fuera de estos espacios físicos, en otros espacios públicos y/o privados; o a través de medios telefónicos, virtuales o de otro tipo donde estén contextualizados los vínculos interpersonales derivados de las relaciones laborales o educativas que se comprenden.

 

 

Fecha de recibido: 20 de enero de 2017
Fecha de aceptado: 26 de junio de 2017
Fecha de publicado: 19 de septiembre de 2017



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