Descentrada, vol. 2, nº 1, e035, marzo 2018. ISSN 2545-7284
Universidad Nacional de La Plata. Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación.
Centro Interdisciplinario de Investigaciones en Género (CInIG)



DOSSIER / DOSSIER
Género y Música

 

 

Encontrar mi propia música: tensiones entre la gestión del cuidado y los espacios de autonomía en mujeres de sectores medios y populares




Malvina Silba

Universidad Nacional de General San Martín (UNSAM) - Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Tecnológicas (CONICET), Argentina
malvina.silba@gmail.com


Carolina Spataro

Universidad de Buenos Aires. Facultad de Ciencias Sociales - Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Tecnológicas (CONICET)
carolinaspataro@yahoo.com.ar


Cita sugerida: Silba, M. y Spataro, C. (2018). Encontrar mi propia música: tensiones entre la gestión del cuidado y los espacios de autonomía en mujeres de sectores medios y populares. Descentrada, 2(1), e035. http://www.descentrada.fahce.unlp.edu.ar/article/view/DESe035






Resumen
El objetivo del artículo es indagar sobre los usos sociales de la música en vínculo con las configuraciones de género y las lógicas del cuidado doméstico. Más específicamente, nos interesa estudiar el lugar de la cumbia y la música romántica, ambos géneros subestimados por la crítica estética que los considera de mala calidad y por diversas posiciones ideológicas que los definen como machistas, en la vida de mujeres de sectores populares y medios. A partir de trabajos de campo con jóvenes que asistían a bailes de cumbia en el conurbano bonaerense y mujeres de mediana edad y adultas mayores que formaban parte del club de fans de Ricardo Arjona en Buenos Aires, queremos estudiar los sentidos que ellas les daban a las horas que invertían escuchando su música favorita, yendo a un baile o a un club de fans, las disyuntivas a las que se enfrentaban en relación a las tareas de cuidado del hogar y la familia de las que eran responsables y las negociaciones domésticas que realizaban para dar lugar a momentos que definían como de “placer”, “libertad”, “celebración”.

Palabras clave: Usos sociales de la música; Género; Cuidado doméstico; Placer; Argentina



Finding my own music: tensions between care management and autonomous spaces among women of the middle and popular sectors



Abstract

The objective of this article is to consider the social uses of music in relation to the configurations of gender and the logics of domestic care. More specifically, we are interested in studying the place of cumbia and romantic music –two genres underestimated by both aesthetic criticism, which considers them to be of poor quality, and by diverse ideological positions, which define them as male-chauvinistic– in the life of women of the middle and popular sectors. Our study is grounded on the specific fieldwork of young people who attended cumbia dance parties in Buenos Aires Conurbano and with the middle-aged and elderly women who were part of the Ricardo Arjona’s fan club in Buenos Aires. We intend to analyze the meanings these women ascribe to the hours invested in listening to their favorite music and going to a dance or a fan club. Also, we will examine the tensions which arise in regard to the duties of administration of the home and family, for those who were responsible, and the domestic negotiations these women carried out in order to be able to experience what they defined as moments of “pleasure,” “freedom,” and “celebration.”

Keywords: Social uses of music; Gender; Domestic care; Pleasure; Argentina


1. Introducción

Este artículo1 surge en un momento socio-histórico de crecientes debates en la academia, la militancia feminista, los medios de comunicación y la sociedad en general sobre el lugar de las mujeres en lo social y más específicamente sobre la violencia de género, contexto que se sintetiza en la Argentina (y también en otros países) en las demandas del movimiento Ni una menos.2 En dicho clima de discusión emergen fuertes cuestionamientos a los objetos de la cultura de masas en la medida en que suelen ser considerados como meros reproductores de la violencia hacia las mujeres. Afirmaciones del tipo: las letras de reggaeton cosifican a las mujeres, ”Cincuenta sombras de Grey”3 estimula los femicidios, el “baile del caño”4 remite a una pedagogía de la crueldad, la cumbia villera degrada a las jóvenes, las canciones de Ricardo Arjona son machistas, etc., se hicieron cada vez más frecuentes en la esfera pública, ya sea en programas de televisión, en la voz de conductores/as de radio, en el periodismo especializado, en debates dentro de la militancia feminista y también en las diversas instancias de discusión académica. Este tipo de críticas suelen moldearse desde una posición respecto de los objetos culturales que los lee con cierta literalidad, los escinde de sus contextos de circulación y, por último, los considera capaces de imprimir posiciones de subordinación en quienes los eligen. La pregunta que por lo general no suele formularse es la que interroga la relación específica que tienen las mujeres con los objetos de la cultura de masas que más les gustan. Es decir, se considera a priori que una de las fuentes de la subordinación de género se encuentra en la capacidad de las industrias culturales de implantar sentidos que irían en detrimento de la autonomía de las mujeres y que éstas tendrían, a su vez, una relación lineal con lo que consumen. Sin embargo, no se suele indagar empíricamente dicho vínculo.

En investigaciones anteriores (Silba, 2011; Spataro, 2012), nos centramos precisamente en dicha vacancia y estudiamos los usos de la cumbia y de la música romántica. Ambos son productos culturales elegidos por miles de mujeres de diferentes posiciones etarias y de clase (Viveros Vigoya, 2016) y, al mismo tiempo, cuestionados por ciertas miradas que encuentran allí no sólo productos estéticos de mala calidad sino también narrativas que reproducirían las desigualdades contra las mujeres. Sin embargo, lo que nosotras hallamos en los usos de esas músicas fueron, entre otras cuestiones, espacios de autonomía relativa que las mujeres construían en fuerte tensión con las responsabilidades de cuidado del hogar y la familia que recaían centralmente sobre ellas. En trabajos de campo que desarrollamos de manera simultánea entre 2007 y 2011,5 en el conurbano bonaerense y en la Ciudad de Buenos Aires, indagamos el sentido que tenía la música para dos grupos; mujeres de mediana edad de sectores populares y medios que escuchaban música romántica y mujeres de sectores populares que escuchaban cumbia. Si bien cada grupo tenía sus propias lógicas y características, había un dato que se repetía sistemáticamente: estas mujeres eran las responsables de las tareas de cuidado de su hogar y su familia y, en consecuencia, tenían menos posibilidades de decidir en qué usar su tiempo libre, con quién salir y a dónde, en comparación a varones con similares emplazamientos etarios y de clase. También, en varios casos, debían pedir más permisos o dar explicaciones de diverso tipo cuando se ausentaban de su hogar, sintiendo tensiones en relación a quién delegar el cuidado de lxs otrxs.

La presencia constante, tanto en las observaciones como en las entrevistas que realizamos, de la configuración de estas feminidades en torno a las responsabilidades de cuidado -desigualdad histórica señalada claramente por el feminismo- permitió indagar sobre algo que a priori no era un objetivo de las investigaciones: ¿cómo usan su tiempo las mujeres? El objetivo de este artículo será entonces releer nuestros trabajos de campo con la cumbia y la música romántica a partir de dicho interrogante. Daremos cuenta de los sentidos que las mujeres con las que trabajamos les dan a las horas que invierten escuchando su música favorita, yendo a un baile o a un club de fans, de las disyuntivas a las que se enfrentan en relación a las tareas de cuidado del hogar y la familia de las que son responsables y las negociaciones domésticas que realizan para poder tener momentos que definían como de “placer”, “libertad”, “celebración”.

Para ello, en un primer momento situaremos algunas cuestiones vinculadas a trabajos que abordan específicamente el vínculo entre las mujeres y las tareas de cuidado. En segundo lugar, nos detendremos en las historias de mujeres que integraban el club de fans de Ricardo Arjona, para estudiar el modo en el que gestionaron sus espacios propios tensionando al interior de los hogares las responsabilidades de cuidado. En un tercer momento nos detendremos en las experiencias de dos jóvenes de sectores populares que escuchaban e iban a bailar cumbia, mostrando negociaciones con lxs adultxs por los permisos y las obligaciones domésticas que debían cumplir como contrapartida. El objetivo último será, entonces, señalar las importantes continuidades en la vida de mujeres de diferentes generaciones, posiciones de clase y gusto musical: su responsabilidad respecto del cuidado de otros y el lugar de los consumos culturales en general y la música en particular, para la negociación de diversos espacios de autonomía.

2. División sexual del trabajo

A lo largo de los trabajos de campo hemos observado modos específicos en los que aparece el machismo y la desigualdad de género en la vida de las mujeres: una educación más rígida en cuanto a libertades y permisos en la juventud, parámetros más estrictos respecto de la moral sexual –que, como señala Barrancos, Guy y Valobra (2014), fue históricamente un espacio de conflicto– y cuestionamientos familiares sobre el uso que hacían de su tiempo y de los lugares que frecuentaban. Esa desigualdad también se hacía presente en sus propias disyuntivas respecto a en qué ocupar sus horas y en tensiones que surgían en ellas cuando decidían salir de sus casas. A pesar de esto las mujeres con las que trabajamos pudieron construir, a partir de un conjunto de experiencias asociadas a consumos musicales específicos, espacios de socialización en los que se sentían “libres”.6 Esta autopercepción de libertad se hacía evidente no sólo cuando la formulaban explícitamente sino cuando señalaban que había otros lugares en donde no se sentían así. Libres ¿en relación a qué parámetros? ¿Comparándose con quiénes y en qué contextos? Ellas establecían esa comparación respecto de espacios y vínculos en donde eran interpeladas en el rol de cuidadoras de su hogar y de su familia, responsables de diversas tareas cotidianas de las que los varones de su entorno social inmediato no sólo estaban exentos sino que, la mayoría de las veces, eran beneficiarios directos de esas prácticas domésticas y de cuidado. A partir de allí surgieron algunas preguntas: ¿cómo distribuyen su tiempo cotidiano estas mujeres? ¿En qué momentos y lugares podían hacer algo que les gustaba por fuera de las exigencias de las tareas domésticas/de cuidado7? ¿Cómo y con quiénes gestionan esos espacios? ¿Era posible realizar actividades placenteras dentro de su hogar? ¿Cuáles eran las implicancias de elegir "pasar un buen momento” fuera de sus casas?

No es novedad afirmar que las mujeres con las que trabajamos crecieron en un contexto socio-cultural que históricamente ha definido los roles de las personas en la sociedad de manera dicotómica según el clivaje de género: el amor maternal, el hogar y el cuidado de los hijos fueron parte de la construcción de la feminidad contemporánea8. Tal como afirma Scott (2000), la división sexual del trabajo implicó separar el trabajo reproductivo realizado por las mujeres al interior del hogar del trabajo productivo realizado por varones en el espacio público, en una división no sólo dicotómica sino también jerárquica y útil para el desarrollo del capitalismo industrial moderno. Esto tuvo consecuencias en los modos en los que entendemos el trabajo, lo que debe ser remunerado, lo que se "hace por amor", entre otras cuestiones que aparecen como naturales y evidentes. De acuerdo a Faur (2014), el cuidado infantil, entre otras tareas cotidianas y silenciosas de las mujeres “se tornó uno de los nudos críticos de la construcción social del género […] sustentado en el amor y en el mito del ‘instinto maternal’” (ídem, 15). La misma autora señala que "el ideal mujer-madre responsable principal del cuidado (o al menos de su gestión) se encuentra extendido entre quienes trabajan y quienes no lo hacen, y entre las mujeres más pobres, las de clase media y las de clase alta. Es decir, entre todas (y todos)" (Faur, 2004, p. 55).9

De esta manera, el tratamiento naturalizador y emocional que recibe el cuidado se traduce en que las funciones de cuidar no tengan igual reconocimiento que otros trabajos y saberes (Zibecchi, 2014). Las mujeres son, siguiendo a la autora, producto de sus modos de socialización y educación recibida, portadoras de un conjunto de disposiciones duraderas, habitus (maneras de hacer, pensar, actuar) que las vincula íntimamente con el cuidado del otro. De esta manera, la noción de la mujer como cuerpo reproductivo y la consecuente definición de su trabajo como cuidadora del hogar y la familia dentro del ámbito privado es un patrón construido históricamente que, si bien ha sufrido modificaciones a lo largo del tiempo, permanece aún vigente como horizonte de expectativas percibido por las mujeres y/o impuesto a ellas. Y es justamente en esta división sexual del cuidado donde está la raíz de las desigualdades de género (Rodríguez Enríquez, 2012, Barrancos, Guy y Valobra, 2014). Allí radica su importancia como eje de indagación.

Las mujeres con las que trabajamos en nuestras investigaciones no se encontraban en posiciones de clase privilegiadas con lo cual el peso del cuidado recaía con más fuerza sobre ellas ya que, tal como señala Arango Gaviria (2011), al analizar el cruce de la condición de género con la clase, la raza y la etnia se naturaliza la posición de "ciertos grupos sociales como destinados a servir mientras otros se presentan como dignos de ser servidos" (Arango Gaviria, 2011, p. 97). En las próximas líneas nos detendremos justamente en escenas específicas en donde podremos ver, por un lado, cómo la división sexual del cuidado informa gran parte de las desigualdades de género y, por otro, cómo es que la música permite vehiculizar la posibilidad de constitución de un tiempo propio.

3. Arjoneras
3.1. Vestida para salir

Cuando conocimos a Nélida ella tenía 80 años y asistía a las reuniones del club de fans de Arjona desde hacía dos. Se había jubilado como ama de casa, vivía con su marido con el que llevaba 53 años de casada, una de sus hijas y su yerno en el barrio de Flores, en la Ciudad de Buenos Aires. Era una mujer muy alegre, le gustaba conversar y respondía con mucho entusiasmo a la pregunta ¿a qué te dedicás?: “hago teatro, coros teatrales, estoy trabajando para una parroquia, soy de la liga de madres de familia, participo de un club de fans. Esa es, en este momento, mi vida”. Pero no siempre su vida fue así, en sus relatos aparecían datos que se repetían en otras historias: una vida cargada de tiempos destinados al cuidado de otrxs.

Nélida recordaba que "de jovencita" le gustaba ir a bailar con amigas al Club Ferrocarril Oeste, pero siempre tenía que conseguir alguien que la acompañara: “¿quiénes van, quién te lleva, quién te trae?” le preguntaba su padre. Si no encontraba a algún varón conocido de la familia que ocupara ese rol, no podía ir. "Muchas veces me quedé vestida sin poder salir". Si bien Nélida trabajó antes de casarse, el matrimonio y la llegada de sus hijas fueron poco a poco confinando sus tareas al espacio doméstico. “Lo que pasa es que en las circunstancias de la vida a veces uno no puede hacer las cosas que quiere”, recuerda Nélida sobre ese período. Ciertas continuidades se plantean en el caso de Sonia, otra integrante del club de fans que cuando la conocimos tenía 60 años, dos hijas y dos nietas, vivía sola en un departamento en la zona oeste del conurbano y realizaba trabajos informales cuando la jubilación no le alcanzaba. En su relato también aparecieron datos sobre las restricciones que se les imponía a las mujeres de su generación: “me tenían muy restringida para salir (…) eran otras épocas, y mi mamá era muy miedosa, pero a mi hermano, que es mayor que yo, sí lo dejaban”. Sonia salió sola a la calle por primera vez a los 18 años, ya que antes siempre estuvo acompañada por sus padres, por su hermano o por su prima que era mayor que ella. Siempre quiso aprender a bailar tango, pero en su casa no se lo permitieron. Imaginó que el día que se pusiera de novia “no me iba a perder ningún sábado para ir a bailar”. Para las mujeres de su generación ponerse de novia y casarse significaba, tal como señaláramos anteriormente, cierta autonomía respecto de los mandatos del hogar. Sin embargo, se puso de novia, mas jamás fue a bailar, porque a su pareja no le gustaba, dando cuenta que esa autonomía imaginada y deseada a partir de la conformación de una pareja muchas veces no resultaba tal.

Ahora bien, el encuentro con las canciones de Arjona y con el club de fans significó para estas mujeres la erosión de ciertos horizontes con los que venían funcionando. Los primeros sábados del mes en los que se reunían era interpretado como una “fiesta”, dato que se hacía evidente por el modo en el que se arreglaban, vestían y maquillaban. Muchas de ellas les aclaraban a sus familiares que ese día “no estoy para nadie”, indicando explícitamente que no podrán cuidar hijas/os, nietas/os, padres, madres ni suegras/os.

En el caso de Nélida, su acercamiento a esta música y al club de fans se dio en un contexto de transformaciones más amplias. “Empecé a hacer mi vida hace siete años, después de la muerte de mi mamá”, afirmaba Nélida, leyendo de manera clara y contundente que el rol de cuidadora del hogar y la familia no la dejó "hacer su vida": cuidó a sus hijas primero, hizo “de mamá y papá” cuando su marido viajaba por cuestiones de trabajo, y también cuidó a sus suegros y a sus padres a medida que fueron envejeciendo y enfermando. En ese momento vital de menores restricciones sobre el uso del tiempo propio, Nélida comenzó a conocer la producción musical de Arjona, que ella asoció a un gusto musical “muy romántico” que la acompañaba de joven, cuando escuchaba boleros, bandas de jazz bailable de la década del cuarenta y música clásica, especialmente Chopin. Sin embargo, lo que ella resaltó una y otra vez es la diferencia entre lo que ella entendía como género romántico en general y las canciones de Arjona. Éstas son “como la vida y dicen lo que le pasa a las mujeres”. Para ejemplificar esta diferencia Nélida comparaba a Julio Iglesias con Arjona. El primero habla del romanticismo, del “pegoteo”, del amor ideal. No hay ahí, decía ella, un “Pingüinos en la cama” -haciendo referencia al tema que lleva ese nombre en donde se tematiza el desgaste de un matrimonio a través de los años y la falta de deseo sexual10, ni de la menstruación como “De vez en mes”11. Nélida celebraba que Arjona incluyera en sus líricas temas que en otros momentos eran considerados “tabú”: “antes no se podía decir nada de eso, no nos informaban. Yo me desarrollé, no sabía nada y me asusté”. Que algunas cuestiones de la vida cotidiana y de los ciclos de vida de una mujer pasaran de ser temas “tabú” en un determinado contexto histórico, a constituirse en los argumentos de canciones que se escuchaban en la radio, fue un dato que asombró a la vez que la interpeló gratamente.

Un dato que se repitió con recurrencia en las entrevistas es algo que también apareció en su caso: Nélida escuchaba música en su casa “bajito para no molestar”, mientras cocinaba o hacía alguna tarea doméstica. Este consumo de música a bajo volumen era una constante en la vida de muchas de las mujeres con las que trabajamos, que elegían esa forma -o directamente hacerlo con auriculares- para no molestar al resto de la familia, o para no tener que dar explicaciones sobre sus cuestionados consumos culturales, ya que en muchos casos era calificado de "grasa", "cursi", música de "mala calidad". Al respecto Laura, docente de 50 años que vivía con su marido y dos hijos en un departamento en Villa Crespo, decía:

“Esto de no tener un tiempo para vos… y cuando lo tenés y ponés un cd molestás al otro que está estudiando, o a uno que está con la tele o al que no le gusta. ¡No hay un rato en que esté sola! O cuando estoy sola estoy laburando. Después están todos en casa, los nenes, mi marido más tarde (…) entonces no tengo ese espacio para decir <me siento a escuchar un cd>”.

Esta dificultad que tienen las mujeres para construir un espacio-tiempo de ocio en el hogar en el que se sientan libres de las presiones y demandas permanentes de la vida familiar se explica por una estructura de relaciones sociales de poder domésticas basadas en el género. Podríamos decir que el espacio para el ocio estaba habilitado para ellas, cuando lo estaba, al terminar de realizar las tareas domésticas y de cuidado en el hogar o se realizaba en simultáneo a éstas tal como señaláramos. No era lo mismo para los varones de la casa, que podían disponer del uso del televisor, por ejemplo, apenas llegaban a la casa. Los trabajos ya clásicos de Radway (1991) y Morley (1996) señalaban al hogar como el sitio de ocio para el varón y el de trabajo para la mujer. Dicha estructura es el telón de fondo sobre el que se desarrollan las pautas particulares de consumo. Frente a esta falta de lugar12 y tiempo dentro del espacio doméstico y familiar, las seguidoras de Arjona buscaron una alternativa: salir de sus casas para hacerse de un espacio propio. En definitiva, un lugar donde encontrarse con su propia música.

La existencia del club de fans llegó a la vida de Nélida de la mano de la invitación que le hizo una vecina que participaba de las reuniones desde un comienzo. Al principio sintió lo que muchas, que “ya estaba grande” para eso. El fanatismo y sus prácticas asociadas -asistir a un club, coleccionar objetos, seguir intensamente la carrera de un artista, asistir a todos sus shows, etc- remite en todos los casos, tal como dirá Lewis (1992), a una práctica juvenil. Y también femenina y “el link entre inmadurez y feminidad opera como una estrategia para burlarse de la mujer y su fanatismo”13 (Lewis, 1992, p. 158). Sin embargo Nélida se animó y un sábado de otoño se acercó por primera vez a las reuniones del club y describió luego ese momento de su vida como bisagra: “mirá, yo era como un pájaro encerrado en la jaula, en ese momento la jaula abrió la puerta y empecé a volar… y bueno, ahí comenzó la otra etapa de mi vida”. De esta manera, su acercamiento se produjo en línea con otras decisiones: el teatro, la parroquia y el club de fans fueron espacios de socialización que, si bien tienen sus especificidades, en su relato funcionaban explicando su salida de la “jaula”.

Nélida ganó un poster de Arjona en una de las rifas del club y sintió que no podía colgarlo en el medio del living, ni tampoco en un lugar visible de su dormitorio. Por eso lo puso en la puerta del lado de adentro del placar que tiene en la habitación en donde está la computadora. Cline (1992), señala que para las mujeres es un “signo de madurez sacar todos los posters, fotos, revistas y biografías no autorizadas que coleccionaste con amor y ponerlas en la parte de atrás del placar”, (Cline, 1992, p. 70), tal como hizo Nélida. “Abrís la puerta y te lo enfrentás. “Hola, que tal, ¿cómo te va?” le digo, y le doy un beso en la frente, lo único que puedo hacer…porque si le doy en la boca van a decir “¡ay, qué vieja loca ésta!’”, decía, riendo por la osadía de su comentario.

3. 2. Permisos para salir

Algunas de estas mujeres eran cuestionadas por sus entornos familiares al salir de sus casas durante todo la tarde de un sábado y participar de un club de fans. Esa decisión implicaba negociaciones al interior de los hogares y las familias sobre quién cuidaba a las/os hijas/os, nietas/os, ancianas/os, enfermas/os durante esas horas; y también cuestionamientos por destino que le daban a ese tiempo. Eleonora, por caso, una mujer de 40 años que vivía junto a su marido y sus tres hijos adolescentes en el conurbano, decidió llevar a su hija menor a las reuniones para evitar que su marido se pusiera furioso el sábado al mes en el que ella decidía irse de la casa para participar de las reuniones. Frente a los escándalos que él le hacía y a las sospechas sobre el destino de tantas horas del fin de semana -que debía compartirse, según él, en familia-, ella no dejó de ir sino que decidió llevar a su hija menor para evitar problemas, dando cuenta de lo estrecho de los espacios de autonomía de algunas mujeres frente a las demandas familiares y, asimismo, de las estrategias puestas en juego para sortearlas.

Algo similar ocurría con Tania, 54 años, cinco hijos y una nieta, que vivía con cuatro de ellos y con su marido en un pequeño departamento en el barrio de Floresta de la Ciudad de Buenos Aires. Sus hijas la alentaron a que se acercara al club de fans luego de que encontró la información en la web, pero su marido estaba en total desacuerdo. “Hubo guerras y guerras”, recordaba. Para evitar discusiones las primeras veces ella le decía que iba a otro lugar, ya que él creía que un club de fans significaba “gritar por un tipo” y eso le parecía una práctica inadecuada para su mujer. Luego de un tiempo le contó en qué estaba utilizando los primeros sábados del mes para participar del club de fans y él se enojó mucho. “¡La primera vez que fui no sabés lo que fue! ¡Una mujer de 50 años va a ese lugar! “Son una manga de…’”, le decía su marido. Si bien ella no completó la frase, podemos deducirlo a partir de lo señalado en otros testimonios. Tania fue por primera vez a las reuniones acompañada por una de sus hijas ya que “¡sola yo me moría! Tenía una taquicardia ¡una vergüenza!”. La causa de su vergüenza es que sentía que era “una mujer grande que no tenía diálogo” ya que hacía tiempo se había quedado en su casa cuidando a sus hijas, a sus padres y luego a su nieta. Ese tiempo de la vida dedicado a lo doméstico es leído por la propia Tania como la causa de un gran problema de sociabilidad, ya que sentía que “ya era libre, pero no podía salir”, a causa de la falta de costumbre. Esas primeras reuniones fueron para ella un reencuentro con la vida social después de años marcados por el alejamiento de la misma: para mí era una conexión al mundo, Ricardo me cambió la vida”. La música y el club de fans funcionaron allí como un espacio de resocialización clave.

3.3. Vivir en Marte

En los años que hacíamos la investigación presentamos estos datos en diferentes congresos y jornadas académicas de estudios feministas y de género y el tono de los comentarios de quienes nos escuchaban iba, en general, en línea con lo que vamos a señalar a continuación: en una Jornadas en Ciencias Sociales en Buenos Aires una académica del público nos señaló con tono indignado: "¿Pero dónde viven estas mujeres, en Marte? ¡La revolución sexual de los 60' les pasó por el costado!". Es relevante detenernos un momento aquí no para hacer un apartado específico sobre la revolución sexual de los ´60, que tiene en la Argentina su propia bibliografía especializada (Manzano, 2009; Cosse, 2010; Pérez, 2010; Cosse, Felitti y Manzano, 2010; Pujol, 2002; Felitti, 2012; entre otrxs), sino porque esa referencia sirve para poner en escena una constante en los modos de juzgar a las mujeres con las que trabajamos: la subestimación y estereotipación14. Ese comentario no fue aislado sino que se dio en el marco de referencias similares en otros espacios académico recorridos durante la investigación.

Las mujeres del club de fans a las que hicimos referencia crecieron en la década del 60', una década en donde la moral sexual y las relaciones entre los géneros comenzaron a ser modificadas. Pujol (2002) afirma entusiastamente que ser mujer en los 60' era distinto a ser mujer apenas unos años antes porque, por ejemplo, el placer sexual comenzó a escindirse de la reproducción, a partir de una idea de mayor libertad y autoconocimiento, y la píldora anticonceptiva cumplió un importante rol en esta reconfiguración de la moral sexual. Todo esto significó la redefinición de algunas costumbres, la construcción de nuevas legitimidades y reconfiguración de las relaciones intergenéricas (Feijoo y de Nari, 1994) e incluso la discusión más ampliada, por ejemplo en las revistas, la televisión y el cine, sobre el control de la natalidad (Felitti, 2010).

Sin embargo, estas transformaciones no permearon de igual manera a toda la sociedad sino que fueron diversas de acuerdo al origen social, cultural y geográfico de sus agentes. Los mandatos respecto de la circulación por el espacio público, la moral sexual y del deber ser de la pareja en las vidas de las mujeres con las que trabajamos se mostraban homogéneos: las mujeres no podían salir solas y debían llegar vírgenes al matrimonio. En ese sentido, Cosse habla de una “revolución discreta” (Cosse, 2010, p. 17) por dos razones: en primer lugar, porque los cambios en la estructura familiar y de pareja que suelen atribuirse a la década del 60’ estuvieron centrados en ciertos sectores de las clases medias urbanas, aunque en ocasiones pudieron haber funcionado como un ideal para otros sectores sociales. En segundo lugar, porque, al decir de la autora, no implicaron una ruptura radical con las costumbres de las décadas anteriores: si bien durante esos años se conmocionó la base del modelo doméstico de familia, en la medida en que se disoció la sexualidad del matrimonio, se legitimó el divorcio y las uniones libres; fueron cambios que reactualizaron el valor de la familia afectiva, la pauta heterosexual y las uniones estables.

Con esto queremos decir que las razones por las cuales las responsabilidades de cuidado cayeron sobre las mujeres con las que trabajamos -que, como vimos, condicionaron fuertemente sus márgenes de acción- no deben buscarse en la imposibilidad de éstas de hacerse cargo de una revolución que se presenta, a los ojos de ciertas posiciones políticas y epistemológicas, como dividiendo aguas. Subestimar sus capacidades así como estereotiparlas con la frase "mujeres que viven en Marte" da cuenta de un problema importante: olvidar la vigencia de patrones de género desiguales que informaron modelos educativos, de sociabilidad y políticas públicas (o su inexistencia) desde los cuales se confinó a las mujeres en el lugar de cuidadoras del hogar y la familia.

Como veremos a continuación, las restricciones respecto de la circulación en el espacio público así como la continua responsabilidad del cuidado de los otros sobre los hombros de las mujeres siguen siendo imposiciones vigentes hoy en día.

4. Cumbieras
4.1. Karina: naturalizando las diferencias de género

Karina tenía 14 años cuando empezamos a ir al barrio Los Sauces, en el Partido de Almirante Brown. Estaba de novia hacía poco, pero aún no la dejaban salir a bailar, cosa que ella deseaba ansiosamente. Sus hermanos lo habían empezado a hacer hacía un tiempo, y obtener ese permiso era, sin dudas, un símbolo de libertad muy valorado. Esta fue la primera muestra de los diferentes parámetros en cuanto a libertades: Nacho y Germán, sus hermanos varones, habían empezado a salir cuando tenían 12 y 13 años, respectivamente. Blanca, su mamá, no se cansaba de repetir “Karina es muy chica para salir”, y que la dejaba tener novio, pero no salir sola. El comienzo del trabajo de campo propuesto fue la excusa perfecta para que Karina consiguiera el permiso, pero siempre bajo la supervisión de sus hermanos mayores, dato que se repite insistentemente en las historias de otras mujeres, por ejemplo, aquellas a quienes nos referimos en el apartado anterior.

Pero no poder ir a bailar no había sido, para infortunio de Karina, la única actividad prohibida por su madre: tampoco podía estar en la calle –en especial si era de noche– sin motivo aparente, si salía de su casa debía ser por alguna causa que lo justificase, como ir a comprar algo al almacén o hacer recados de su madre o su tía. Karina lucía contenta en muchas de esas oportunidades, como si salir de la casa fuera una premisa importante, que le permitía despejarse o “tardar” un poco más de lo normal. No estar en la calle sin alguna causa que lo justificase era una norma que regía para Karina y para muchas jóvenes del barrio y respondía a un mandato de género tradicional que asociaba, de forma casi automática, a las mujeres con el espacio doméstico; por lo tanto, aquellas que lo desafiaran estaban transgrediendo un modelo moral (Giordano, 2014) que, a pesar de tener una larga historia detrás, asemejable a otros contextos, continuaba vigente en ese momento.

Si la calle era un lugar en donde sólo se podía estar solo por causas excepcionales, el hogar era, para Karina, una especie de lugar natural, a la vez que una fuente inagotable de trabajo y obligaciones. Desde que se había ido su hermana mayor, Karina era la segunda mujer en importancia dentro de la estructura familiar. Esto quería decir que si su mamá salía la que estaba al mando de todo era ella. Lejos de resultar un orgullo, esta situación parecía desbordar la personalidad sumisa y callada de Karina, quien en ocasiones se mostraba molesta o enojada. Aún así, ella creía que todo eso formaba parte de sus obligaciones como mujer. Había comenzado a colaborar en las tareas de la casa desde los 11 años y tenía claro que el día que ella se fuera seguirían con dichas responsabilidades sus hermanas menores. Frente a la pregunta de por qué creía ella que las tareas domésticas recaían siempre sobre las mujeres, contestó:

“Porque son mujeres, porque la mujer tiene que aprender a cocinar, lavar, porque son mujeres, porque el hombre qué puede hacer ¿barrer? hacer cosas de hombres, levantar una pala. Pero las mujeres, las cosas de la casa, limpiar, y eso… A mí el Nacho y el Germán me ayudan, pero a lavar los platos de vez en cuando”.

De acuerdo a Jelín (2006), esto sucede porque la obediencia de los hijos, y en especial de las hijas mujeres, son parte de “una operación de convencimiento moral”, en la que se apela a valores morales y formas de organización familiar tradicionales, donde se cruzan jerarquías etarias y de género. Así había sido en la familia de Blanca, su madre, y en la de Gloria, su abuela. Las mujeres de la familia habían colaborado desde pequeñas con el cuidado de los hermanos/as menores, y con las tareas domésticas clásicas: limpiar cocinar, lavar, planchar, hacer las compras, supervisar las tareas escolares, etc. Al reproducir este patrón, Karina no sólo naturalizaba sus obligaciones como mujer sino que justificaba las supuestas limitaciones de los varones, al insistir con que éstos no estaban preparados para cumplir con ese tipo de tareas: “ellos, ¿qué pueden hacer? ¿barrer?”, era una muestra clara y contundente de la reproducción de la lógica jerárquica respecto del género en la que había sido socializada y educada. Tal como lo señala Fernández (2006, p. 123): “para evaluar la verdadera magnitud del impacto de este proceso sobre la obediencia, hay que atender a aquello que no está motivado ni por el temor ni por la conveniencia ni por la resignación, sino por la creencia en la legitimidad de la desigualdad”.

Es claro que la capacidad de las mujeres para ser madres, tal como señaló tempranamente Simone de Beauvoir, es el vector sobre el que se ha organizado y sostenido la subordinación de las mismas al espacio doméstico y al cuidado de los hijos, relegándolas así de múltiples esferas de la vida social, política y cultural (Lamas, 2000; Scott, 2000; Rodríguez Enríquez, 2012, Barrancos, Guy y Valobra, 2014). La vida cotidiana de estas mujeres estaba claramente condicionada por este sistema de obligaciones y prohibiciones, y en ese contexto era esperable que Nacho, el hermano mayor de Karina, estuviera exento de ocuparse de tareas como lavar y planchar la ropa para salir porque “trabajaba fuera del hogar”, y le pareciera totalmente natural dárselo a su madre o a sus hermanas para que lo hicieran, ya que, como señala Connel (1997)15, tanto los hombres, como las mujeres, están encadenados a los modelos de género que han heredado. Este tipo de situaciones habilitan a reflexionar sobre la imperiosa necesidad de desterrar el orden de las jerarquías de género de las prácticas, las conciencias y los imaginarios sociales que organizan y recrean nuestra visión del mundo y de las relaciones. En palabras de Lamas (2000, p. 114) “la maternidad sin duda juega un papel importante en la asignación de tareas, pero no por parir las mujeres nacen sabiendo planchar y coser”.

Si volvemos sobre los argumentos esgrimidos por Karina, éstos parecían obturar las posibilidades de rebeldía de la joven. Sin embargo, era posible diseñar tácticas para escapar del control. Y en sus experiencias vitales, poco a poco, comenzaron a vislumbrarse esos intersticios que permitían ciertas operaciones de desvío respecto de la vigilancia y el control de su madre. Una de las posibilidades era la del trabajo fuera de su casa. Karina empezó a realizar algunas actividades a los 12 años para obtener recursos económicos propios, que le permitieran continuar con sus estudios y, en ocasiones, con algún tipo de ayuda en el hogar. El primer trabajo que consiguió y que pudo mantener por unos años fue el de niñera, cuidando otra vez niñxs, esta vez, lxs hijxs de un vecino. Esta actividad le demandaba a Karina conocimientos en un rubro de actividades en el que tenía mucha experiencia: cuidar niñxs16, a pesar de su edad y de su formación educativa –a esa altura estaba cursando el séptimo grado del E.G.B.–. Respecto de las lógicas que llevaba adelante para conjugar el estudio y el trabajo decía:

“Sí, podía, a la mañana estudiaba, porque él a la mañana se iba al jardín, de 8 a 12 y después lo tenía que llevar otra vez porque hacían deportes, de 1 a 5. Yo iba al colegio a la noche. Cuando iba a la tarde, algunas veces tenía que faltar, y pedía la tarea”.

Karina afirmaba que esas faltas frecuentes a la escuela, en su opinión, habían influido a la hora de decidir abandonarla. A pesar de su esfuerzo, terminó abandonando la escuela antes de cumplir los 16 años. La relación conflictiva con su mamá, cuyo origen eran los enfrentamientos por los quehaceres domésticos, las libertades, los permisos y las prohibiciones, produjeron que Karina se peleara con ella. En síntesis, “me quería ir”, solía decir. Se fue, entonces, a vivir con su hermana Ángeles, su marido y sus hijas. Allí debía trabajar de empleada en el cyber que tenía la familia de su cuñado. “Pero no es que trabajaba y me pagaban, sino que trabajaba porque yo vivía con ellos y algo tenía que hacer. En vez de seguir la escuela, tuve que hacer eso”.

Esta historia muestra el peso de las tareas de cuidado en la vida de Karina, el lugar que ella ocupaba tanto por designación externa como por autodesignación, en el armado de la rutina familiar, así como su imposibilidad para construir una historia distinta en relación a la de su propia familia de origen. Ella decía estar ciertamente decepcionada al no haber logrado cumplir muchos de los objetivos que se había propuesto, como terminar la escuela secundaria y conseguir un “buen trabajo” y también que le hubiera gustado que las cosas fueran de “otra manera” lo que implicaba, por ejemplo, no haber quedado embarazada a los 16 años. En su relato siempre parecía haber un responsable ajeno a ella misma por lo que Karina raramente era la protagonista de su propia historia. En la medida que las decisiones sobre su vida habían estado siempre en manos de otras/os no aparecían en su horizonte discursivo atisbos de rebeldía o transgresión. El permiso para salir a bailar, sin embargo, le permitió algunos desvíos respecto de una trayectoria signada por la obediencia.

Desde la primera vez que obtuvo el permiso, Karina organizó un particular ritual con su amiga Jimena. Ambas se juntaban en el cuarto de la mamá de Karina y desplegaban todas las prendas de ropa disponibles, decidiendo juntas qué lucir, cómo combinarlas y cuáles de ellas intercambiar, mientras charlaban y se contaban detalles sobre novios y amigos. Luego de la cena, se bañaban, cambiaban y volvían a juntarse para maquillarse. Karina ponía especial atención en cambiar, con el maquillaje, su rostro cansado y cabizbajo. Algunos toques estratégicos transformaban su expresión, resaltando más aún su belleza natural y el rasgado de sus pequeños ojos verdes. Este ritual de feminidad parecía expresar el deseo de romper con la rutina y estar a tono con la importancia que la salida a bailar tenía en el contexto de la rutina semanal. Cada sábado a la noche Karina tenía la posibilidad de “ser otra”, de expresarse y disfrutar de su cuerpo, ya sea a través de prendas de vestir que le permitían mostrarse, o a través del baile, el momento de mayor ocio y diversión. Bailar al ritmo de la cumbia o ver en vivo a sus bandas preferidas representaban los dos espacios en donde el placer parecía colocarse por encima de las prescripciones cotidianas.

En síntesis, Karina parecía condensar un relato en donde la responsabilidad casi exclusiva que debía asumir sobre el cuidado de los otros limitaba fuertemente sus posibilidades a la hora de elegir cómo organizar su vida cotidiana y, sobre todo, como proyectar su futuro. La operación de convencimiento moral referida por Jelín (2006) parecía actualizarse en esta historia a cada paso. Sin embargo, la música y el baile, si bien acotadas a los momentos referidos, se constituían en sus pequeños espacios de disfrute. Aun así, Karina raramente podía elegir qué música escuchar y más bien se adaptaba a la que decidía su hermano mayor, el mismo con quién debía ir a bailar para que su madre se lo permitiera y el responsable de monitorear sus movimientos, dónde iba y con quién, escenas en las cuales se actualizaba la jerarquía etaria en su cruce con la de género: Karina siempre debía estar obedeciendo y dando explicaciones a adultos y/o varones. La música y el baile eran espacios, en donde el goce se representaba como asociado al control, y a la permanente imposición de las voluntades de otros sobre la propia acción.

Así como sucedía con las mujeres de generaciones anteriores, los mandatos respecto de la circulación por el espacio público, por ejemplo, o la necesidad de hacerlo siempre acompañada por una mirada masculina y/o adulta “vigilante”, parecían mostrar más continuidades que rupturas con tiempos históricos pretéritos. Sin embargo, ese patrón no se repetía en casos como los de Romina, donde la compleja combinación entre elecciones personales e imposiciones sociales, amplía y complejiza las posibilidades analíticas.

4.2. Romina: de vivir de “gira” a “vivir adentro de la casa”

Romina tenía 19 años cuando comenzamos el trabajo de campo en el barrio. Y, podría decirse, era la antítesis de Karina. De personalidad extrovertida, simpática y charlatana, pasaba buena parte de su tiempo libre “de gira”, como solía decir, entre las casas de sus amigas del barrio, donde iba a tomar mate y pasar el tiempo, luego de cumplir con algunas actividades domésticas ayudando a su mamá, pero que ella resolvía sin conflicto. Había dejado la escuela secundaria después de repetir tres veces primer año. Cuando vivía con sus padres, no trabajaba fuera del hogar, salvo en algunos empleos eventuales que había conseguido por contactos en el barrio, ya que para aspirar a otro tipo de tareas donde estuviera en blanco y ganara mejor, por ejemplo, le exigían el título. El relato sobre su vida laboral no se presentaba como conflictivo, aunque Romina tenía conciencia de que su escasa formación educativa reducía sus posibilidades de encontrar un trabajo con mejores condiciones laborales que las de sus amigas/os, quienes trabajaban “en negro, sin obra social”. Ese dato que podría leerse como una limitación, era re-interpretado por Romina como algo a favor. Podríamos decir, en términos de Grignon y Passeron (1991) que aquellos que se nombra como desventaja –trabajo “en negro” –, era cargado de otro sentido por esta joven, que en todo caso podía verlo como una contra-desventaja. La libertad que ella veía en la posibilidad de trabajar de empleada doméstica por horas, yendo y viniendo de su casa sin cumplir horarios estrictos como en una fábrica, por ejemplo, era celebrado por Romina.

Para esa época, la joven vivía con sus padres y, entre otras ventajas, disfrutaba cotidianamente de la cumbia, la cual escuchaba desde la mañana –cuando su padre, fanático del chamamé, se iba a trabajar–hasta la tarde, interrumpida solo por la novela de la tarde, que veía junto a su madre. Al poco tiempo Romina se puso de novia con un amigo de su hermano mayor, “tenía ganas de ponerme de novio, no sabía qué hacer [de su vida]”

“Pasó que en el último tiempo ya me aburría, ¡me cansé del baile! Entonces me puse de novia, salíamos nosotros dos pero no íbamos a bailar, íbamos a otros lados, ponele, a un shopping […] Mi novio es celoso y las veces que fuimos siempre veníamos peleando, así que dijimos “no vamos más!”.
Y ¿por qué se peleaban, por ejemplo?
Yo le decía <voy al baño>, y él: <bueno, vamos que te acompaño> (risas)… <No, dejáme que voy sola>… <no, no, dale que te acompaño>… y así, o siempre me encontraba con algún conocido y lo saludaba, y él me decía <ay! Tanto lo vas a saludar!>!”.

Lo que Romina nombraba como “aburrimiento” era, en realidad, una forma de justificar la incompatibilidad entre lo que a ella le gustaba hacer cuando iba a bailar –encontrarse con amigos, tomar algo con ellos, bailar con quien tuviera ganas– y la posibilidad de sostener un noviazgo más o menos tradicional. Luego de un año de relación, Romina quedó embarazada.

“Nosotros la buscamos a ella, no es que vino así de…[golpe] Ya no querés ir más a bailar, estábamos todo el día juntos, entonces, qué hacemos…y ¡bueh! ¡Vamos a hacer uno!”.

Cuando quedó embarazada, de una hija deseada –dato no menor, en un contexto en donde se acusa livianamente a las jóvenes de sectores populares de embarazarse por motivos diversos, pero que nunca ponen el eje en el deseo de ellas de ser madres–17, se fue a vivir con su novio en una casa que montaron en el garaje de sus suegros. Un ambiente de veinte metros cuadrados, donde cabían la mesa, las sillas, el equipo de música y el televisor. La cocina estaba integrada a ese espacio. El dormitorio, que compartía con su marido y su hija, quedaba pegado al comedor y el espacio era el necesario para que entraran el placard, la cama de dos plazas y la cuna. Romina se hacía cargo de las tareas del hogar y de su pequeña hija mientras su marido trabajaba de albañil. Y si bien justificaba el hecho de que él no colaborara a la par suya cuando estaba en su casa, tal cual lo hacía su amiga Karina, afirmando “los hombres son para trabajar”, también reconocía que hubiera estado bueno que él hiciera algo más de lo que hacía a diario. Otro de sus reclamos era poder terminar la secundaria para cumplir su sueño de estudiar veterinaria, pero que por ahora el padre de su hija no se lo permitía “porque la nena es muy chiquita”. Y en tono autocrítico sentenciaba:

“Una porque se quiere ir de la casa, porque están cansadas de que no las dejen salir, ponéle. Pero tienen hijos y se creen que van a poder salir adonde quieran, pero es mentira, porque cuando yo estaba en mi casa, siempre me decían <eh! No vuelvas tarde!> o <mañana no salís> y la chica dice <bueno, si me junto y tengo un hijo, hago lo que yo quiero>, pero es mentira porque después te quedás en tu casa más que antes. Ahora mi mamá me carga, me dice <antes no querías estar en tu casa, y ahora ¡vivís adentro de la casa!>”.

Respecto de la música y las novelas que tanto le gustaban cuando vivía con sus padres e iba a bailar cada fin de semana, Romina contaba que ahora solo miraba la tele y escuchaba la música que elegía su pareja los fines de semana. Cuando estaba sola, por el contrario, aprovechaba para disfrutar de sus cumbias favoritas.

Romina había podido experimentar muchas más libertades que Karina durante su adolescencia: pudo ir a bailar desde los 13 años y disfrutar de la música y las salidas sin controles muy estrictos. Sin embargo, al igual que en el caso de Karina, Romina fue criada en un marco normativo y restrictivo que reproducía los roles de género tradicionales, y que ella se encargó de afianzar, atravesada por la creencia en la legitimidad de la desigualdad a la que se refería Fernández (2006), resaltando que dichas elecciones no son producto de la obediencia, el temor o la resignación. Entonces, esta joven aceptaba la desigualdad distributiva de las tareas domésticas y de cuidado, así como la prohibición de retomar los estudios impuestos por su pareja. En la misma línea, no se mostraba disconforme a la hora de tener que adaptarse a los gustos musicales del otro, naturalizando, una vez más, la idea de que estar en pareja es sinónimo de pérdida de libertades, de espacios y deseos propios, idea que se sintetiza en la frase “viste que siempre tenés que escuchar lo que él escucha”. Y esto dicho en el relato de una joven que tuvo la oportunidad de salir sola y sortear controles familiares diversos, a diferencia de su amiga Karina, para quien éstos habían sido muy estrictos. Esas libertades experimentadas y gozadas en su adolescencia no formaron parte de un horizonte de deseo para Romina a la hora de elegir ponerse de novio y luego, quedar embarazada, formando su propia familia. En su vida, aparecían también las marcas de la lógica patriarcal que confina a las mujeres al espacio doméstico y al cuidado de las/os hijas/os. Sin embargo, en los pocos ratos en los que ella estaba sola buscaba, al igual que las otras mujeres con las que trabajamos, poder escuchar su propia música.

5. Cierre

Este recorrido nos permite poner en cuestión las sentencias que entienden que ciertos objetos de la cultura de masas, la cumbia y la música romántica en este caso, sólo habilitan la reproducción de una ideología machista. Podrá decirse que la teoría de la manipulación y/o de la aguja hipodérmica ya perimieron como explicación de la relación entre la cultura de masas y las audiencias. Mucha agua ha pasado bajo el puente y los estudios culturales han trabajado arduamente para complejizar dicha linealidad durante décadas. Sin embargo, en algunos debates de la Argentina actual, no sólo en la academia sino también en espacios de militancia y activismo, es una fórmula explicativa vigente.

Suele objetarse que las letras de cumbia villera y las de Ricardo Arjona, en una lectura centrada en esos contenidos, reproducen parámetros de género que muestran a las mujeres en situaciones de subordinación respecto de los varones, que dan cuenta de una hipersexualización e incluso que no promueven la libertad de las mujeres en los términos que ciertas posiciones feministas la entienden. Esas lecturas tienden a obturar el análisis toda vez que lo reducen a que la voz del enunciador es masculina y, por lo tanto, si un varón habla, no podría esperarse otra cosa que sometimiento femenino del otro lado. Por nuestra parte, nos interesó, como dijimos, no centrarnos en la lectura inmanente de las líricas, sino ponerlas en relación con un contexto más amplio de circulación y apropiación, focalizando en lo que las canciones, sus intérpretes y sus puestas en escena colectivas habilitaban al momento de narrar a mujeres protagonistas de diversas historias. Historias en donde el placer de ellas no estaba ausente.

Caben aquí acaso algunas reflexiones en torno a las conexiones entre los casos trabajados. El análisis de todos ellos permite ver más continuidades que rupturas en torno a las obligaciones domésticas y la responsabilidad en las tareas de cuidado de este grupo de mujeres, independientemente de su edad, su pertenencia generacional e incluso los matices en sus pertenencias de clase. Esto habla claramente de la permanente actualización de modelos tradicionales de género en función de una lógica patriarcal que limita y constriñe posibilidades de construir trayectorias de vida en donde los modelos a seguir, incluso para aquellas mujeres que desean formar una familia y dedicarse a las tareas del hogar y/o al cuidado de los hijos, habiliten un margen de acción más amplio. Los espacios de ocio – en nuestro caso, vinculados a la música- y su vínculo con el placer, la celebración o cierta autonomía, aunque restringidos en el tiempo, se constituyen como aquellos que permiten la expresión de una libertad deseada. Un horizonte de deseo tal vez distinto al que, por ejemplo, buscan construir las distintas luchas feministas por una sociedad más justa e igualitaria, pero que no debe ser obturado si en él pueden verse modelos posibles de pequeñas y valiosas experiencias de goce. Experiencias que, en todo caso, deberían ser pensadas como una base desde la cual partir para dar la batalla por el poder y por el sentido, poniendo el foco en el placer y sus condiciones de posibilidad, sin olvidar las múltiples formas de sometimiento que aún quedan por derribar.

Tal como señaláramos, el encuentro con esas músicas habilitó preguntas y márgenes de maniobra en un camino que a pesar de parecer ya trazado, no lo estaba tanto. Señalar que estos márgenes fueron sólo posibles por la música sería un error y un ejercicio de pensamiento contrafáctico, incluso podría contra-argumentarse diciendo que estas habilitaciones (DeNora, 2000) se hubieran generado de todas formas, posiblemente vía otras apropiaciones o en el cruce con otras experiencias, instituciones y/o discursos a través de los cuales vehiculizar deseos y disconformidades diversas. Sin embargo, la escucha de estas músicas y la salida al espacio público para participar de un baile o una reunión de un club de fans fueron señalados por ellas mismas como elementos importantes de su autonomía y de sus momentos de placer: en sus relatos aparecía un vínculo totalmente explícito entre, por un lado, el encuentro con las canciones y dichos espacios de socialización, y, por el otro, el hecho de permitirse momentos de ocio y de disfrute. No subestimar las propias percepciones de las mujeres fue un punto de partida político y epistemológico de nuestros trabajos.

Por último, es importante aclarar que toda la agencia desplegada alrededor de los usos de la música y el modo en el que la misma es empleada por las mujeres para hacerse un espacio propio entre las demandas de cuidadoras del hogar y la familia no significa de ningún modo que no debamos profundizar el reclamo por una igualitaria distribución del trabajo doméstico y por políticas públicas que aseguren que el cuidado de las/os niñas/os, enfermas/os y adultas/os mayores no caiga siempre sobre los hombros de las mujeres. Tal como señalan Arango Gaviria y Molinier (2011) el cuidado desapareció (o nunca llegó del todo) de las agendas de los Estados Latinoamericanos, eliminando su responsabilidad y dejándola recaer sobre las mujeres. Es importante que las actividades de cuidado no continúen siendo un asunto privado y comiencen a ser consideradas "como un bien público que forma parte de las responsabilidades sociales colectivas" (Faur, 2014, p. 194). La apuesta es, siguiendo a las autoras, politizar el cuidado, reconocer que es un problema a atender por políticas públicas. Si bien han habido transformaciones en dichas cuestiones, lentas pero persistentes, no han sido suficientes. La responsabilidad que recae sobre las mujeres es una de las causas centrales de la desigualdad distributiva de bienes materiales y simbólicos en torno al género (Fernández, 2006) y pone el eje de la discusión también en torno a la soberanía de los cuerpos femeninos (Barrancos, Guy y Valobra, 2014).

Creemos que en un escenario de recrudecimiento y mayor visibilización de la violencia machista (que, como punto cúlmine, llega a los femicidios cada vez más frecuentes, cruentos y con mayor cobertura mediática y discusión pública), rastrear empíricamente dichas desigualdades en la vida de las mujeres resulta una prioridad intelectual y política en la medida que posibilitará obtener conocimiento relevante sobre espacios y roles que perpetúan la subordinación a la vez que permitirá iluminar procesos de autonomización poco estudiados.



Notas

1 Las investigaciones sobre las que se sustenta este artículo fueron financiadas por CONICET, proyectos PICT y UBACyT.

2 Ni una menos es un movimiento que tomó forma el 3 de junio de 2015 en la Argentina con el llamado a las calles para ponerle un freno a la violencia machista. Fue organizado por un grupo de mujeres provenientes del periodismo y de los campos artístico y académico y logró instalarse en la agenda pública y política de nuestro país. Para ampliar ver http://niunamenos.com.ar/

3 Cincuenta sombras de Grey es una trilogía de libros publicada entre 2012 y 2015 y despliega la historia erótico afectiva entre una joven inexperta en lo sexual y un varón rico y practicante de ciertas formas del BDSM (Bondage; Disciplina/Dominación; Sumisión/Sadismo; Masoquismo). Para ampliar ver Felitti y Spataro (2017).

4 “El baile del caño”, además de ser una práctica de danza realizadas por muchas mujeres alrededor del mundo (conocida como pole dance o baile en barra, por realizarse sobre un caño vertical), se define por su alto grado de sensualidad y erotismo. En la Argentina fue incorporado en el marco del reality show “Bailando por un sueño”, conducido por Marcelo Tinelli, hace ya más de 10 años, recibiendo críticas diversas en torno a su rol como “cosificador de la figura femenina”.

5 Uno de ellos fue desarrollado con un grupo de mujeres y varones jóvenes en un barrio de sectores populares ubicado en la zona sur del conurbano bonaerense y en dos locales bailables a los cuales dicho grupo asistía regularmente. El modo de abordaje fue etnográfico, focalizando en la observación participante y las entrevistas en profundidad. El objetivo del trabajo fue aportar al estudio del vínculo entre juventud y música (para el caso, la cumbia) incluyendo en el análisis los clivajes de clase, género y edad. El otro trabajo de campo se centró en el vínculo entre las mujeres y la música romántica y fue desarrollado con el club de fans de Ricardo Arjona en Bueno Aires durante 2008 y 2011. El modo de abordaje fue etnográfico, focalizando en la observación participante y las entrevistas en profundidad. El objetivo del trabajo fue estudiar la configuración de feminidades en el cruce con la cultura de masas.

6 Utilizaremos entrecomillado para señalar elementos textuales extraídos de las entrevistas e itálica para nuestros destacados.

7 En este punto nos interesa aclarar algo: si bien nuestro énfasis está puesto aquí en mostrar los espacios de disfrute de estas mujeres por fuera de las tareas domésticas y de cuidado, como venimos señalando, no obturamos la posibilidad de que dichas prácticas sean realizadas, en muchos casos, de forma placentera por muchas de estas (y otras) mujeres. De lo contrario, estaríamos reproduciendo la misma lógica simplista que pretendemos criticar.

8 Este confinamiento de las mujeres al ámbito privado se ha ido construyendo a lo largo de los siglos. Young (1996) sostiene que el mundo burgués instituyó una división moral del trabajo entre razón y sentimiento, identificando la masculinidad con la razón y la feminidad con los sentimientos, el deseo y las necesidades del cuerpo. El ámbito público fue ocupado por la virtud y ciudadanía masculina y, en consecuencia, “la mayoría de lo público depende de la exclusión de las mujeres, que son responsables de la atención de lo privado” (Young, 1996, p. 3).

9 Para una ampliación sobre la gestión del cuidado en las clases medias porteñas ver Gorban (2014).

10 Álbum Adentro (2005).

11 Ídem.

12 La falta de “un cuarto propio”, en términos de Virginia Woolf, ha sido analizada por el feminismo. Ver Amorós (1994).

13 Quienes asisten a clubes de fans son acusadas/os por sus entornos de "perder el tiempo". Frente a dicho estigma una práctica habitual de estos espacios es la realización de tareas solidarias, que pueden explicarse como práctica compensatoria a dicha acusación. En el club de fans analizado, la solidaridad se combinaba con la realización de tareas manuales: coser, tejer, hacer juguetes, etc, "para el que menos tiene". La lógica del cuidado también impregnaba esa dimensión de la experiencia. Para ampliar ver Spataro (2012).

14 Sobre la consideración de las mujeres como tontas y víctimas en relación a la cultura de masas ver Justo von Lurzer y Spataro (2015).

15 Para ampliar reflexiones sobre masculinidad ver: Azpiazu Carballo (2017); Halberstam (2008); Kaufman (1995); Núñez Noriega (2007); Parrini Roses (2007).

16 Si bien Zibecchi (2014) trabaja sobre cuidadoras del ámbito comunitario, señala un dato que es interesante para lo que venimos diciendo ya que afirma que en el caso de las mujeres de sectores populares se da una doble naturalización: ellas desarrollan tareas al interior del hogar para lo que se supone están “naturalmente” capacitadas y, a su vez, la tarea de cuidado constituye su principal inserción en el mercado de trabajo. "Ser mamá" o haber cuidado de otrxs (hermanxs o sobrinxs) es un primer elemento a favor de llegar a ocupar un trabajo vinculado al ámbito de los cuidados.

17 Para ampliar dichos debates ver, entre otrxs, Fainsod, (2011); Gogna, (2005); Mansione, Pallam y Steiman (2012); Silba (2015).



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Fecha de recibido: 30 de mayo de 2017
Fecha de aceptado: 11 de septiembre de 2017
Fecha de publicado: 9 de marzo de 2018

 

 

 

 

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