Descentrada, vol. 2, nº 2, e048, septiembre 2018. ISSN 2545-7284
Universidad Nacional de La Plata
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación
Centro Interdisciplinario de Investigaciones en Género (CInIG)

Dossier Epistemologías críticas feministas.
Aproximaciones actuales

Más acá o más allá de la diferencia sexual. Para una epistemología feminista alternativa a través de Elizabeth Grosz y Myra Hird

Lucía Ariza

Universidad de Buenos Aires, Argentina
Cita recomendada: Ariza. L. (2018). Más acá o más allá de la diferencia sexual. Para una epistemología feminista alternativa a través de Elizabeth Grosz y Myra Hird. Descentrada 2 (2), e048. http://www.descentrada.fahce.unlp.edu.ar/article/view/DESe048


Resumen: Con el objeto de contribuir a una reflexión sobre la posibilidad de una epistemología feminista alternativa, este trabajo presenta ideas en torno a la naturaleza, el cuerpo y la diferencia sexual en dos autoras feministas escasamente conocidas en el contexto latinoamericano: Elizabeth Grosz y Myra Hird. A través del análisis que en ambas ejerce la influencia teórica deleuziana, el artículo sugiere la figura de la bacteria como símbolo de lo que cada autora re-elabora distintamente de aquella influencia, para confluir sin embargo en un aporte a las epistemologías feministas en contraste con las vertientes constructivistas del feminismo contemporáneo. Elizabeth Grosz considera que la diferencia sexual es una suerte de metaprincipio que, una vez azarosamente aparecido, reorganiza la evolución de la naturaleza y se convierte en el garante del surgimiento incesante de diferencia. La bacteria es, en ese pensamiento, el residuo de un modo anterior y poco creativo de reproducir. Por el contrario, Myra Hird propone que una ontología bacteriana constituye, en cierta medida, el futuro de la naturaleza, en tanto que espontáneamente queers y despreocupadas por la diferencia sexual como mecanismo reproductivo, las bacterias son el ser con mejor pronóstico de supervivencia. Ambas autoras aportan una mirada distinta a las epistemologías feministas de corte constructivista, contribuyendo a una consideración crítica de la naturaleza, el cuerpo y la diferencia sexual, centrales para el feminismo.

Palabras clave: Naturaleza; Cuerpo; Diferencia Sexual; Elizabeth Grosz; Myra Hird.

Closer or beyond of sexual difference. For an alternative feminist epistemology through Elizabeth Grosz and Myra Hird

Abstract: With the aim of contributing to a reflection on the possibility of an alternative feminist epistemology, this article discusses ideas about nature, the body and sexual difference in two feminist authors scarcely known in the Latin American context: Elizabeth Grosz and Myra Hird. Through the analysis of the influence of Deleuzian thought on both authors, the article suggests the bacterium as a symbol that renders visible the differences between the authors’ thinking. Both authors share however, the fact that their contribution to feminist epistemologies is different to those currently prevalent and epitomised in constructivist takes on feminism. Grosz considers that sexual difference is a sort of meta-principle that, once randomly appeared, re-organises the modes in which nature evolves, becoming the guarantor of the emergence of incessant difference. The bacterium figures in this form of thinking as the residue of a previous and not creative way of reproducing. On the contrary, Myra Hird suggests that a bacterial ontology represents, to a certain extent the future of nature, insofar as naturally queer, and unconcerned by sexual difference as a reproductive mechanism, bacteria are the beings with a better chance of survival. Both authors contribute to an alternative view of feminist constructivist epistemologies, critically considering nature, the body and sexual difference, which are central to feminism.

Keywords: Nature; Body; Sexual Difference; Elizabeth Grosz; Myra Hird.

1. Introducción

¿Hablar de naturaleza es inmediatamente hablar de cultura? Sí y no. Cuando se alude al concepto de “naturaleza” en el campo de las ciencias sociales y humanas, en general se agrega rápidamente la aclaración de que “eso” no sería, en principio, directamente accesible; que se estaría obviando algo importante y cayendo en el realismo más llano y peor informado si el pensamiento se atreviera a enfrentarse directamente con tal objeto. Para cumplir con las reglas del método, cualquier estudio de la naturaleza per se desde el marco de las disciplinas sociales y humanas debe comenzar con una serie de operaciones y justificaciones respecto del carácter “histórico”, “construido”, socialmente marcado de cualquier concepto de naturaleza. Toda enfermedad sería también una dolencia; todo sexo un género; toda raza una etnia; todo cerebro una mente; toda expresión de un gen, epigenética. El temor a caer en un realismo llano y poco informado si el pensamiento “social” se atreviera a enfrentarse directamente con tal objeto (la naturaleza), sobredetermina las relaciones con ese objeto. Estos modos de pensar suelen reproducir dualismos estructurantes de la filosofía occidental, en tanto perpetúan ideas asentadas sobre la inercia, pasividad e inmovilidad características de la naturaleza. Tal predisposición poco explicitada se origina en acuerdos silenciosos que definen la pertenencia disciplinaria a las ciencias sociales hoy y que pueden ser rastreados en la filosofía platónica y el dualismo cartesiano, entre otros antecedentes.

Una primera respuesta a la pregunta que se plantea es, entonces, afirmativa: no sería posible hablar de naturaleza sin más, al menos desde el marco de las ciencias sociales y humanas. La fortaleza de éstas ha venido a ser entendida, a través de la tradición epistemológica arriba aludida, como una promoción de la profundización del hiato entre naturaleza y cultura, y como la consecuente aceptación, más o menos implícita, de la distribución de tareas consecuente: las ciencias naturales serían las únicas habilitadas para hablar/hacer hablar a la naturaleza, pero las ciencias sociales y humanas tendrían una suerte de privilegio epistemológico que les permitiría reconstruir las condiciones sociales en las que tal conocimiento de la naturaleza sería posible; así como de interpretar el contexto de la ciencia para comprender que ningún acceso a la naturaleza es “directo”. La respuesta afirmativa a la pregunta planteada arriba supone entonces, desde esta perspectiva, que las ciencias naturales, en su aparente neutralidad, no hacen más que reproducir estructuras, jerarquías y formas de dominación de la sociedad como un todo, sólo que en un lenguaje “científico”1 (Collins, 1975). Gran parte del feminismo contemporáneo resulta deudor de esta corriente. Articulado en las premisas del constructivismo, identifica su auto-asignada labor como la misión constante de explicitar los fundamentos de poder que subyacen a la ciencia moderna, especialmente en lo que atañe al dominio de las mujeres en disciplinas como la medicina, la biología, el derecho, etc. Este feminismo, fuertemente textualista (Lemke, 2017), reeditaría la vieja oposición entre materia y discurso. Al alinearse con el estudio del segundo, criticaría cualquier abordaje directo de la primera como imposible e irreductiblemente relacionado a una voluntad de poder y control de las mujeres y otros sujetos vulnerables.

Sin embargo, también es posible recuperar o reconstruir una tradición alternativa en las ciencias sociales y humanas, la que vía Baruch Spinoza, Gabriel Tarde, Alfred North Whitehead, Gilles Deleuze, Michel Serres y, más recientemente, los estudios de la ciencia y la tecnología (en el trabajo por ejemplo de Bruno Latour, Donna Haraway, Michel Callon, John Law, Karin Knorr-Cetina, o Manuel De Landa), viene proponiendo la idea de una ontología alternativa de lo real, donde este último (y, con ello, la naturaleza y su materialidad) no es entendido como algo carente de agencia, movimiento, cambio o semiótica más allá del significado (humano). En esta tradición, la naturaleza y la materia se conciben como entidades con agencia, no enteramente subsumibles a los modos de conocimiento humanos. Aun concediendo que la materia y la naturaleza son sólo cognoscibles a partir del lenguaje, esta tradición está fuertemente preparada para aceptar que naturaleza y materia, lo orgánico y lo inorgánico, exceden las posibilidades de conocimiento (humano) (Kerin, 1999). En esta tradición, la respuesta a la pregunta planteada es negativa: hablar de naturaleza no supondría inmediatamente hablar de cultura, en tanto aquella siempre excede cualquier intento de significación. Como sugiere Kerin (1999), el esfuerzo de pensar por fuera de un matriz exclusivamente lingüística, de resistir la homologación entre discurso y lenguaje, supone apropiarse de la posibilidad de que mientras el acceso a la materia es preeminentemente lingüístico, la materia misma no se reduce a esta comprensión, en tanto puede exceder tales intentos de acceso a ella.

Con el objeto de aportar a la consideración de una epistemología alternativa para el pensamiento feminista, el presente texto aborda esta premisa a través del estudio de dos autoras poco conocidas en el contexto latinoamericano: Elizabeth Grosz y Myra Hird. Ambas autoras tienen ideas comunes respecto de qué es la naturaleza, marcadas por su inscripción en la filosofía deleuziana. Tanto Hird como Grosz conciben a la naturaleza como un sistema complejo, abierto, de cualidades emergentes, no teleológico, cuyos componentes no pueden reducirse a la funcionalidad. Sin embargo, si bien ambas pertenecen a una vertiente poco común del feminismo en la cual la naturaleza es un objeto válido de reflexión, sus conclusiones son notablemente distintas respecto del estatus de la diferencia sexual. Por ello, la obra de ambas es examinada en torno a la conceptuación de la diferencia sexual, con el objetivo de observar de qué maneras se articula la relación entre naturaleza y sexualización, así como de considerar en qué medida esta restitución logra evadir las trampas del binarismo. En este sentido, se indaga hacia el final del artículo si la (re)-introducción de la diferencia sexual en su materialidad, esto es, como algo distinto a una construcción cultural, es o no beneficiosa para fomentar un entendimiento de la sexuación como no exclusivamente dicotómica.

El texto se estructura en seis secciones. En la primera se ofrece una breve historización de las relaciones entre el feminismo y el concepto de diferencia sexual. Las cuatro secciones siguientes introducen el trabajo de Grosz y Hird en torno a la diferencia sexual: para cada autora se ofrece una sección introductoria y expositiva y una sección de consideración critica de sus aportes a una epistemología feminista renovada. La última sección retoma lo dicho en los apartados críticos y provee un abordaje conjunto de ambas autoras sobre aquello que una revisión comparativa permite destacar como más productivo para una epistemología feminista alternativa.

2. Feminismo y diferencia sexual

Al menos en Europa y Estados Unidos, el feminismo no estuvo a salvo de aquella “fenomenología” (Grosz, 2011) que, a sabiendas o no, decretaba una especie de muerte en vida de la naturaleza (en tanto la entendía como pasiva, fija, simbolizable). Por el contrario, aunque viabilizadas a través de distintas corrientes teóricas, la prudencia o rechazo político a teorizar directamente lo que en/del cuerpo -en tanto materia de la naturaleza- no puede ser simbolizado, fue una moneda frecuente en el feminismo del siglo XX. En opinión de algunas autoras, incluso a las puertas del cambio de siglo estaba claro que uno de los problemas centrales del feminismo académico contemporáneo era cómo teorizar la materialidad específica de los cuerpos (Roberts, 1999). Esta dificultad parece haber estado presente incluso en proyectos que, en la limpidez de sus intenciones, consiguieron resultados ambivalentes y por ello fuertemente criticados.2 Al decir de Grosz (1999, p. 31),3 “en la teoría y política feministas, la naturaleza ha sido primariamente concebida como un obstáculo contra el cual necesitamos luchar, como aquello que permanece inerte, dado, inmodificable, resistente a las transformaciones históricas, sociales y culturales”.

Así, para gran parte del feminismo académico del siglo XX, la diferencia sexual es un problema. A principios de siglo, en el feminismo de lo que en los países del norte se llamó la “primera ola”,4 la aspiración a la igualdad se basa(ba) –de manera genérica— en una concepción de equivalencia entre los sexos, por lo que la mera pregunta por la diferencia de los sexos implica(ba) situarse problemáticamente frente a un campo de posibilidades que eran denegadas de plano. Incluso siendo fuertemente maternalistas, aquellos feminismos de corte liberal, busca(ba)n nivelar cualquier diferencia corporal a través de un ingreso igualitario a un sistema de derechos y obligaciones dirimidos en el ámbito del Estado. Mientras el feminismo se fue tornando más académico y arribando a la “segunda ola”, se restituyó en parte la importancia de cuestiones como la sexualidad, los derechos reproductivos, la violencia contra las mujeres, las oportunidades educativas de las mujeres, entre otros temas de envergadura. Estas cuestiones, en cierta medida, podrían haber encauzado las luchas feministas a través de una consideración de lo específico de la corporalidad femenina, y así, de la materia. Sin embargo, la forma usual en que tales temas de interés se tradujeron a demandas en el terreno público y político, implicó en cierta medida su des-corporalización, en tanto se vieron subsumidas en un lenguaje de derechos (Pecheny y de la Dehesa, 2014) poco susceptible a una indagación del cuerpo y su materialidad y diferencia. Así, y especialmente en América Latina, las disputas en torno a los derechos sexuales y reproductivos, el acceso a la educación sexual, la demanda por la legalidad del aborto, y más recientemente, las demandas y leyes sancionadas en torno al matrimonio igualitario, la ley de identidad de género, el acceso a la reproducción asistida, al parto respetado y la protección de la mujeres de la violencia de género (en las que el feminismo local estuvo variadamente involucrado), han supuesto en general una consideración de las mujeres y otros sujetos (personas LGTB, varones infértiles) como sujeto de igualdad de derechos ante la ley, tendiendo a desplazar la especificidad de cada corporalidad como eje de la argumentación.

Poco después, la cercanía cronológica e influencia teórica mutua entre el feminismo de la tercera ola y el giro lingüístico debilitó en cierta medida la centralidad del concepto de “diferencia sexual” entre sus exponentes. Así, si bien la renovación del movimiento feminista –que comienza a principios de los años ’90— inscribe en éste la consideración de cuestiones tales como la pertenencia racial, el trabajo sexual o la pornografía –íntimamente asociadas con la centralidad del cuerpo en las experiencias de las mujeres—, la sintonía del feminismo de la tercera ola con las teorías de corte constructivista y post-estructuralista que priorizan el discurso y la representación (Kirby, 1999; Scavino, 1999) como modo de acceso a la experiencia, significó también –en última instancia— una pérdida de gravitación de conceptos irremisiblemente ligados a lo biológico, paradigmáticamente el de “diferencia sexual”. Al menos en algunas de estas teorías, el cuerpo –y la diferencia sexual— eran fuertemente percibidos como nociones sospechosas y en última instancia traicioneras, resabios de un pensamiento que “todavía” otorga al cuerpo una pre-eminencia por sobre el lenguaje y los modos de conocimiento. En 1988, la importante teórica feminista post-estructuralista Joan W. Scott (1988) indicaba por ejemplo que:

Los campos discursivos se superponen, influencian y compiten unos con otros; apelan a las “verdades” de los otros en búsqueda de autoridad y legitimación. Se asume que estas verdades están fuera de la invención humana, ya conocidas y auto-evidentes o descubribles a través de la investigación científica. Es precisamente porque se les asigna el estatus de conocimiento objetivo que estas verdades parecen estar fuera de disputa y que sirven a una función poderosamente estigmatizante. Las teorías darwinianas de la selección natural son un ejemplo de estas verdades legitimizadoras; las teorías biológicas sobre la diferencia sexual son otro [ejemplo] (…) Las oposiciones descansan en metáforas y referencias cruzadas y muchas veces, en el discurso patriarcal, la diferencia sexual (el contraste masculino/femenino) sirve para codificar o establecer significados que están literalmente no relacionados con el género o el cuerpo (Scott, 1988, pp.35-36) (énfasis agregado).5

Así, en estas teorías, el reclamo por o incluso mero análisis de un cuerpo/sexo previo a su constitución en género funcionaría en detrimento de las mujeres, en tanto restituiría las especificidades de una biología femenina como emplazamiento ontológico fundamental de las mujeres en el mundo (cf. de Beauvoir, 1966; Rubin, 1975). En tanto el feminismo de la tercera ola entrona lo simbólico como lugar privilegiado de disputa, hablar o pensar la diferencia sexual sólo es posible como ejercicio de una actitud crítica que debería entenderla como verdad “históricamente producida” y al servicio de proyectos de dominación. Un análisis crítico, en general fuertemente identificado con el corpus foucaultiano, lograría transparentar el carácter social e históricamente sedimentado de nociones como la diferencia sexual, mostrando que éstas no son “dados” ni existen en la crudeza de la materia corporal. Como parte y corolario de esta ola, Judith Butler (2007) llegará a afirmar en su famoso segundo libro que el sexo humano no es más que género, lo cual no implica decir que el sexo-cuerpo no existe y que lo único que hay es la performance o representación del género, sino más bien que la materialidad del cuerpo es construida (y sólo accesible) a través de prácticas discursivas que permiten performatizar/actuar el género, progresivamente sedimentando una idea de sexo como sustancia material previa y garante del género:

¿Podemos hacer referencia a un sexo ‘dado’ o a un género ‘dado’ sin aclarar primero cómo se dan uno y otro y a través de qué medios? ¿Y al fin y al cabo qué es el ‘sexo’? ¿Es natural, anatómico, cromosómico u hormonal, y cómo puede una crítica feminista apreciar los discursos científicos que intentan establecer tales ‘hechos’? (…) ¿Acaso los hechos aparentemente naturales del sexo tienen Iugar discursivamente mediante diferentes discursos científicos supeditados a otros intereses políticos y sociales? Si se refuta el carácter invariable del sexo, quizás esta construcción denominada ‘sexo’ esté tan culturalmente construida como el género; de hecho, quizá siempre fue género, con el resultado de que Ia distinción entre sexo y género no existe como tal.

En ese caso no tendría sentido definir el género como Ia interpretación cultural del sexo, si este es ya de por sí una categoría dotada de género. No debe ser visto únicamente como Ia inscripción cultural del significado en un sexo predeterminado (concepto jurídico), sino que también debe indicar el aparato mismo de producción mediante el cual se determinan los sexos en sí. Como consecuencia, el género no es a Ia cultura lo que el sexo es a Ia naturaleza; el género también es el medio discursivo/cultural a través del cual Ia ‘naturaleza sexuada’ o ‘un sexo natural’ se forma y establece como ‘prediscursivo’, anterior a Ia cultura, una superficie políticamente neutral sobre la cual actúa Ia cultura (Butler, 2007, pp. 55-56).

En este someramente resumido recorrido, se observa cómo -por diferentes razones y con excepción de algunos casos significativos,6 que en general no se alinearon cómodamente en la periodización clásica de las tres olas- el feminismo del siglo XX fue progresivamente desdibujando la especificidad material de la diferencia sexual y alejándose epistemológicamente de la posibilidad de acceso a ella.7

Sin embargo, el concepto de “diferencia sexual” no es desde luego originario del movimiento feminista. Sus usos se encuentran más bien vinculados al desarrollo de la biología moderna, figurando prominentemente en la obra de Charles Darwin y en algunos de sus naturalistas contemporáneos. En El origen del hombre, por ejemplo, obra en la que Darwin discute las diferencias entre sexos a lo largo del vasto mundo animal, el término “diferencia sexual” aparece varias decenas de veces sobre la base de la hipótesis de que la existencia de tales diferencias puede extrapolarse, como concepto, al dominio humano:

El hombre difiere de la mujer en tamaño, fuerza corporal, vellosidad, etc., así como en mente, de la misma manera en que lo hacen lo sexos de muchos mamíferos. Por lo que es extremadamente cercana la correspondencia en la estructura general, en la estructura mínima de los tejidos, en la composición química y en la constitución, entre el hombre y los animales más evolucionados [higher], especialmente los simios antropomorfos (Darwin, 1883, p. 6).

Esta pertenencia originaria de la diferencia sexual al terreno de la biología, parece haber signado, como se anticipaba antes, la historia del concepto. Así, en función de usos como los arriba reseñados, la “diferencia sexual” fue correctamente concebida por muchos feminismos como una noción sospechosa, irredimiblemente cargada con su impronta materialista, biologicista, y por ello, determinista y machista. Sin dudas, tales recelos estaban plenamente justificados, no obstante lo cual cabe de todas formas preguntarse por sus efectos teóricos concretos. De este modo, resulta posible suponer que el esfuerzo de evitar un abordaje ontológico de la diferencia sexual, considerándola por el contrario siempre ya resultado de fuerzas históricas y sociales, tiene la consecuencia de renunciar a teorizar lo que en la diferencia sexual puede ser agencial, irreductible al efecto de la cultura, o simplemente de otro orden de existencia. Sin lugar a dudas, esta renuncia no es más que la reinstalación del dualismo moderno fundante, naturaleza/cultura (Latour, 1993).

Una clara excepción a esta tendencia ha sido el trabajo de aquellas feministas formadas en disciplinas como la biología y la física, como son Donna Haraway, Evelyn Fox Keller, Sandra Harding o Karen Barad, así como de algunas feministas pertenecientes al campo de los estudios de la ciencia, entre las cuales pueden contarse a autoras como Susan Leigh Star, Jackie Stacey, Annemarie Mol, Adele Clarke, Jackie Orr, Anne Kerr, junto con Hird, entre muchas otras. Aúna a este conjunto de autoras la aspiración de trascender la pura materialidad y la sola representación, permitiendo la construcción de una perspectiva transdisciplinaria (van der Tuin, 2008) que, si bien no desconoce la división entre materia y representación, no se anquilosa en un solo lado de ella.

3. Elizabeth Grosz: diferencia o bacteria

En efecto, este es uno de los objetivos explícitos de Grosz, una teórica australiana que ya desde sus primeros libros propuso una reflexión feminista sobre nociones difíciles para este movimiento, como son el cuerpo y la naturaleza.8 La autora se propone resituar a lo humano no como un tipo de organismo excepcional (capaz de pensamiento, sentimiento, etc.), sino como un tipo más de organismo, una especie dentro de otras. En esto, Grosz adopta la hipótesis foucaultiana del descentramiento de la humanidad que produjeron las teorías copernicanas, freudianas y darwinianas, las que conmovieron la centralidad con la que “el hombre” se percibía a sí mismo en el sistema solar, su superioridad como producto de la naturaleza más perfecto y cualitativamente distinto del resto de los seres vivientes, y la racionalidad y el auto-comando sólo posibles en una individualidad sin inconsciente. En una relectura de la obra de Charles Darwin que evita la sociobiología y la psicología evolutiva (Hird, 2012), Grosz busca continuar la tarea de descentrar lo humano y, principalmente, lo humanista (y patriarcal) en lo humano. Esto supone pensar que la evolución de las especies es un mecanismo particularmente indiferente a la humanidad, algo que en parte se conjuga en la predominancia de los modos de reproducción asexual en el mundo animal.

Las consideraciones de Grosz sobre la diferencia sexual se enmarcan en su particular comprensión de la naturaleza y de la evolución, en sí mismas productos de su relectura de Darwin en clave bergsoniana y deleuziana. En Becoming Undone: Darwinian Reflections on Life, Politics and Art, Grosz (2011) se propone recuperar una línea filosófica “latente”, o de menor preeminencia, en la filosofía moderna contemporánea. La autora refiere a esta tradición como “filosofía de la vida”, “filosofía de la biología” y “filosofía de la naturaleza”. Data los orígenes de esta tradición en los pre-socráticos, y su evolución en el pensamiento de Spinoza, Nietzsche, Darwin, Bergson, y -en el siglo XX- Deleuze. Esta inscripción filosófica ha sido, a juicio de la autora, en general resistida por las feministas, que durante el siglo XX privilegiaron por el contrario su afiliación con la tradición fenomenológica que va de Hegel a Marx, y que influenció poderosamente el existencialismo, estructuralismo y post-estructuralismo que dieron forma a la mayoría de los feminismos contemporáneos y la centralidad que tienen en ellos conceptos como “autonomía”, “agencia” y “libertad”.

A través de la recuperación de esta tradición, Grosz propone un concepto de naturaleza y de evolución absolutamente no teleológico y, en este sentido, no estático o predecible. Al utilizar la lectura de Bergson y Deleuze, Grosz sostiene la propuesta de una evolución creativa, cambiante, no predeterminada de antemano, de futuro incierto, de sistema abierto, sin promesa ni resultado más que el cambio permanente. En este sentido, la naturaleza debe ser entendida para Grosz como una combinación de materia y vida, elementos inorgánicos y orgánicos, cuya característica fundamental es una evolución sin final. Esta evolución se da, primariamente, a través de la creación incesante de diferencia, principio que origina novedad y que permite el cambio. Este, como la forma misma de la diferencia, no es predecible. No puede saberse de antemano qué forma adquirirá la novedad, sea en la aparición de nuevas entidades vivientes, nuevas características de lo vivo, o nuevas combinaciones y procesos físicos y químicos que afectan el cambio en lo inorgánico, entre otros.

Central en esta concepción de naturaleza, y a través especialmente de su apropiación crítica del trabajo de la feminista francesa Luce Irigaray (1985, 1994), Grosz promueve su propio entendimiento del concepto de diferencia sexual en tanto meta-principio9 de la naturaleza. Grosz retoma la idea de Irigaray de la diferencia sexual como principio de creatividad, de hecho la considera “ella misma la medida de la creatividad” (Grosz, 2011, p. 101). Esto implica comprender que, una vez que surge por azar en la evolución, la diferencia sexual se convierte progresivamente en el principio organizador de todo lo vivo. Al mismo tiempo, Grosz naturaliza el pensamiento de Irigaray respecto de la creatividad intrínseca de la diferencia sexual humana,10 extendiendo este pensamiento al mundo orgánico en general. Esto es, mientras el pensamiento de la autora francesa parece apuntar en general a describir fundamentalmente un principio ontológico que organiza la vida humana,11 Grosz amplía esta regla al mundo de lo vivo como tal, manteniendo su carácter ontológico. Esto último implica releer el planteo de Irigaray no sólo como una indicación de que las diferencias sexuales tienen un estatus ontológico (es decir, que pertenecen al orden del ser, de lo que es), sino de que la ontología está sexualizada; esto es, que (todo) lo que existe tiene un sexo (aunque, en la visión de Irigaray, esta sexuación bipartita esté enmascarada, tornada una y universal).

Que la diferencia sexual tenga un carácter ontológico significa para Irigaray, según Grosz, que es el origen de toda posible diferencia; la diferencia sexual multiplica la diferencia ad infinitum, es la condición de emergencia de más diferencia, algo en lo que Grosz ve una coincidencia entre Irigaray y Darwin. Así, en la lectura de Grosz, la diferencia sexual es el sustrato ontológico de diferencias de otro tipo como la raza, las especies, las clases, la geografía. Grosz convierte así el principio de la diferencia sexual, que para Irigaray es un principio estructurante sobre todo de las relaciones entre personas, en un principio que organiza lo viviente, garantizando la existencia de diferencia como tal (no sólo de diferencia sexual) entre clases, especies, “razas”. De hecho, Grosz llega a afirmar que la diferencia sexual es “la maquinaria, el motor, de la diferencia viviente, el mecanismo de variación, la generadora de lo nuevo” (Grosz, 2011, p. 101). La contracara de la diferencia sexual es, para Grosz, un mundo sin diferencia, de pura mismidad, monosexualidad y hermafroditismo. Al hacer viable la recombinación genética, la diferencia sexual es garante de lo nuevo, entendiendo que la novedad es siempre una forma de individualidad, de unicidad sin repetición. La bacteria representa, por el contrario, el modelo de la reproducción sin variación. Sin embargo, cabe destacar que mientras Irigaray tiende a pensar siempre en términos de una diferencia sexual dicotómica, Grosz plantea al menos la posibilidad (aunque no ahonda en ella) de que la diferencia sexual se manifieste ontológicamente más allá de la existencia de dos sexos.

4. Paradojas groszianas

En este punto es donde podría plantearse que la visión de Grosz tiene excelentes premisas y conclusiones erróneas. Si se aplicase la concepción grosziana de evolución a la misma autora, debería entenderse a la diferencia sexual también como un principio con final abierto, es decir, por definición mutable. La diferencia sexual, como otras formas de evolución, sería excesiva respecto de su funcionalidad y finalidad, esto es, superabundante en relación con una supuesta función en la creación de diferencia. Esto iría en contra del mito biológico de que fue la diferencia sexual la que trajo diversidad al mundo natural ya que las formas asexuales de reproducción (epitomizadas en la figura de la bacteria) no habrían podido garantizar plenamente la creación de diferencia. La diferencia sexual no existiría en la naturaleza, no habría sobrevivido, más allá de la chance que la produjo por primera vez, debido a la funcionalidad o los servicios que ofrece.

En efecto, en este punto, el pensamiento de Grosz y el de Darwin se bifurcan, o quizás sería más apropiado decir que su lectura de Darwin como un filósofo no lineal, que entiende el carácter rizomático de la naturaleza, se cancela de pronto. Allí donde una concepción de naturaleza abierta y sin finalidad, en la proliferación constante de variaciones, haría suponer que la diferencia sexual también es un principio eventualmente superable, Grosz propone en cambio la irreductibilidad de la diferencia sexual, una especie entonces de metaprincipio o metavariación que, una vez que arriba como invención azarosa de la vida, no puede volver(se) atrás. Y esto es así porque, como meta-principio de la vida, la diferencia sexual es para Grosz responsable de generar diferencia, cuerpos vivientes, diferenciación de las especies, diferencias entre tipos de individuos. En esto, la diferencia y reproducción sexuales son radicalmente diferentes de la reproducción asexual, como la de las bacterias y otros organismos como las amebas, los hongos, los corales, las estrellas de mar, etc. en las que sólo hay generación permanente de lo mismo, pura copia y replicación sin fertilización, sin recombinación genética. En este sentido, la diferencia sexual es una bifurcación de la vida, una variación azarosa, de la que sin embargo no se puede volver atrás, principalmente debido a sus enormes beneficios, favoreciendo la reproducción infinita de diferencia. Así, Grosz transmite en su pensamiento la idea de que hay una diferencia ontológica irreductible entre los sexos; siguiendo a Irigaray considera esta diferencia el origen de toda diferencia sociocultural.

Sobre esta cuestión, el pensamiento de Grosz es altamente problemático para el feminismo y los movimientos queer/LGTBI cuya fuerza política radica en gran parte en la destrucción del binarismo sexual como principio organizador tanto de la naturaleza como de la sociedad. Como se ve, en efecto, con Grosz se está en las antípodas de un pensamiento en el cual la diferencia sexual es el efecto material retrospectivo, aunque de apariencia prospectivo, de prácticas performativas como el género (cf. Butler, 2007, 1993).

Sin embargo, es útil destacar que lo renovador en el pensamiento de Grosz, al pensar con Darwin y la biología moderna y no al margen de ellos, es el esfuerzo de superar uno de los gestos fundantes de gran parte del feminismo contemporáneo, que desestima la naturaleza, el cuerpo, la materialidad de la diferencia sexual, y las ciencias que buscan conocerlos, como lugares que sólo conducen a una reproducción de la dominación.12 En este sentido, una relectura crítica de Grosz, que problematizando su atemporización de la diferencia sexual (en tanto la torna un principio evolutivo no superable, del que no se vuelve), retome lo que en su planteo sí puede llevar a franquear algunos de los problemas de las teorías de la performatividad, contribuye a una epistemología feminista alternativa. Tal relectura corre el eje de los planteos constructivistas que parecieran solo orientar a pensar la diferencia sexual como efecto de prácticas discursivas y donde el discurso es en general implícitamente homologado con el lenguaje. En una restitución problemática -por implícita- de los dualismos y jerarquías de la tradición fenomenológica, como el de mente/cuerpo, o humano/no humano, orgánico/inorgánico, estos planteos sólo pueden pensar al cuerpo como medio, en tanto es a través de él donde se actúan los actos de género, y resultado (en tanto tales actos de género producen como efecto una corporalidad específica) de una subjetividad. Esta visión tiende a reducir las posibilidades agenciales de los cuerpos y su materialidad, ubicándolos meramente como espacios de ejecución de una performatividad que pareciera definida en otro lado.

Adicionalmente, una consecuencia importante de este pensamiento, y más allá de la señalada problematicidad, es el descentramiento que supone de lo humano, en tanto al hacer de la diferencia sexual, y de la selección sexual, un principio básicamente indiferente a lo humano (que ocurre en una gran vastedad de organismos), lo humano es rebajado como punto culminante de la evolución, el más complejo de los organismos. Este descentramiento es, podría proponerse, el hueso duro de roer de varios feminismos contemporáneos, en tanto la dificultad para enredarse en una reflexión respecto de las continuidades e inesperadas asociaciones entre lo humano y lo no humano ha supuesto en general un privilegio de lo simbólico, de la palabra, de la performance como acto intrínsecamente perteneciente a la humanidad (Barad, 1998; 2003; Cheah, 1996; Kerin, 1999; Lemke, 2017). Paradójicamente, sin embargo, el pensamiento de Grosz, que intenta desestabilizar lo humano proponiendo su continuidad con otros órdenes de vida, no logra hacerlo a través de la ontologización de la diferencia sexual, en tanto como dice Hird (2002, 2012) la mayoría de los organismos vivos no se reproducen sexualmente.

Por último, parecería importante resaltar que pensar a la diferencia sexual en el nivel ontológico y no como resultado de performances humanas de género no significa restituir los argumentos esencialistas (Hird, 2012). Por el contrario, una lectura deleuziana de la naturaleza darwiniana, que empuja a entender la materialidad orgánica e inorgánica no como una entidad inerte, monolítica, o estable sino como una entidad capaz de autoorganizarse contingentemente (cf. De Landa, Potrevi y Thamen, 1992, 2005), permite pensar a la diferencia sexual como resultado de variaciones azarosas en el mundo natural, variaciones temporalmente superables y por ello no como un principio biológico y/o social inmutable. Esta forma permite dar cuenta de la materialidad de la diferencia sexual sin concebirla como resultado de prácticas lingüísticas. Tal lectura habilita también a entender que la diferencia sexual es un principio biológico más entre otros, y bastante malo en este sentido, como se verá según lo discutido en torno a Hird.

5. Myra Hird: una ontología bacteriana

En Re(pro)ducing sexual difference, la socióloga de estudios de la ciencia Myra Hird también presenta una forma de concebir a la diferencia sexual a través de un diálogo con la biología moderna. Al seguir a Rosi Braidotti (2000), Hird declara su posición como “neo-materialista” y “no-darwiniana”. Esto es, Grosz y Hird se sitúan desde el vamos en orillas opuestas en cuanto a sus influencias teóricas: la primera proponiendo una relectura darwiniana en clave deleuziana; la segunda, situándose en las antípodas de esta posibilidad.

En el mencionado artículo, Hird sugiere explorar nociones sobre la “reproducción” y discutir así la mentada visión -presente en los “padres” fundadores de la sociología, como Durkheim- de que las diferencias sociales entre hombres y mujeres se basan en la locación material de la posibilidad reproductiva en las mujeres. A su vez, la autora sugiere que existe una reificación cultural de la diferencia sexual en tanto materialidad orgánica; tal reificación es resultado del profundo desconocimiento de las vastas formas reproductivas en las que humanos y no humanos están constantemente involucrados, y que prescinden enteramente de la diferencia sexual. Así, Hird propone la idea de que los cuerpos humanos están constantemente envueltos en relaciones reproductivas, aunque sólo una mínima parte de ellas son relaciones sexuales. Tal planteo atiende a problematizar la noción de sentido común en Occidente sobre que el sexo -y la diferencia sexual- son fundamentales para la reproducción. Para esto, parte de una constatación que sobreviene al considerar lo orgánico e inorgánico a nivel molecular (bacterias, microbios, etc.), y ésta es que, en los organismos microscópicos, generalmente no hay reproducción sexual, mientras que la “diferencia sexual” tiene poco que ver con la reproducción. Así, lo que las sociedades occidentales asocian con la “reproducción” (sexo, diferencia sexual, células reproductivas masculinas y femeninas, embarazo, parto, feminidad, etc.) es analizado por Hird no sólo como algo históricamente situado en determinada constelación sociotemporal; sino también como una forma de pensar la reproducción desde un antropocentrismo irreconciliable con una apertura a la consideración de las formas vivientes y no vivientes que componen el mundo material en el cual se desarrollan las vidas humanas. Para Hird, la naturaleza está llena de dinámicas reproductivas, y sólo una porción pequeña de ellas es sexual.

Esta apertura a abordar la naturaleza no como un obstáculo que es necesario superar a partir de contra-reelaboraciones feministas en el terreno de lo simbólico, sino como un elemento inalienable del mundo en tanto compendio de materia orgánica e inorgánica, necesita de un cierto marco que permita, de hecho “[cruzar el] puente entre ‘materia’ y ‘cultura’” (Hird, 2002, p. 96). Esto es lo que Hird encuentra en lo que denomina “materialismo no-linear”, particularmente en su versión “no-darwiniana”. Para esto, Hird retoma a la física feminista Karen Barad.

El “realismo agencial” de Karen Barad es una forma de concebir el mundo (la naturaleza y los procesos significantes) diseñada específicamente para superar tanto el puro realismo (la idea de que las cosas están “ahí afuera” y son conocidas, en un proceso transparente de representación) como el puro constructivismo social (la idea de que el mundo es el resultado del lenguaje). Según Barad (1998, 2003), quien formula su realismo agencial a partir de las teorías del físico anti-newtoniano Niels Bohr, el mundo no se divide en “objetos/naturaleza” (a ser observados/conocidos) y “agencias de observación” (los dispositivos científicos a partir de los cuales es posible conocer determinadas propiedades de la naturaleza). Para Bohr y para Barad, no hay distinción pura entre la naturaleza y sus instancias de observación; es decir, esta distinción no puede realizarse en abstracto o de antemano. Por el contrario, lo único que sí puede afirmarse es que existen “intra-actos” (entre “las cosas” (o naturaleza) a ser observada y los dispositivos a través de los cuales se observa), a partir de los cuales las cosas/naturaleza se convierten en “naturaleza en observación”. Qué separa lo que en cada momento es el objeto y el dispositivo que hace posible la observación es un “corte” contextual que es necesario dirimir en cada situación. El “fenómeno” [phenomenon], así definido por Bohr (y por Barad), es precisamente esta imposibilidad de distinguir inherentemente entre los objetos (la naturaleza) y los dispositivos de observación que hacen posible su conocimiento. Tal postura contraría los principios de la física newtoniana, la que está basada en la posibilidad de que las observaciones sean límpidas representaciones de objetos pre-existentes, externos a ellas.

De igual modo, Hird destaca también el trabajo -a través de la lectura de Manuel De Landa- de Gilles Deleuze y Félix Guattari en lo referente a la materia orgánica e inorgánica. Los autores proponen que ésta se “auto-organiza”. Se trata de una sutil forma de realismo en la cual la realidad es de forma previa a su significación, pero este ser no supone una pasividad inerte incapaz de significar a no ser por ser significada. De hecho, al decir de Hird, las investigaciones de Deleuze y Guattari sobre los procesos y estructuras a través de los cuales la materia se auto-organiza mostraron el carácter agencial de esta. Éste pone en crisis las tradicionales distinciones entre humano/no humano, orgánico/inorgánico, cognoscente/cognoscible, activo/pasivo, en tanto la capacidad de afectar y agenciar no sería irreductible al primer polo. La materia es así deleuzianamente entendida por Hird como algo en perpetuo cambio y movimiento, auto-organizada, con propiedades emergentes, es decir, lo contrario de un sustrato inactivo que necesita ser moldeado o significado por agentes externos (como lo humano). Para Hird, tanto la materia auto-organizada como el realismo agencial de Barad son ejemplos de neo-materialismo y biología no-lineal (en sus palabras, no-Darwiniana).

Vista desde una perspectiva capaz de rescatar el carácter de auto-organización, abierto, complejo y múltiple de la materia/naturaleza como la que propone Hird; y tomando en cuenta por ello mismo las infinitas ocasiones de intercambio entre cuerpos orgánicos e inorgánicos que tienen lugar y que son la condición misma de la reproducción, es posible considerar cómo esta prescinde -en general- de la diferencia sexual. En muchos tipos de organismos distintos, la diferencia sexual simplemente no existe. Su supuesto carácter dicotómico en los seres humanos se torna risible frente a los más de 28.000 sexos del hongo Schizophyllum. Sumado a esto, y refiriendo al popular mito de la biología evolucionaria de que la reproducción sexual es -frente a otras formas reproductivas- garantía de mayor biodiversidad, Hird destaca la inutilidad del sexo, como mecanismo reproductivo, para crear variación. Las muchas formas de intercambio entre el cuerpo humano y cuerpos de otros reinos garantizan sucesivas reproducciones. Los virus y algunos químicos, por ejemplo, tienen la capacidad de alterar la estructura del ADN; otros químicos alternan el sistema endócrino. Así se produce variación sin sexo.

A su vez, a diferencia de Grosz, el cuerpo (humano) no es para Hird representación de una unicidad, una formación de diferencia, una individualidad discreta protegida de intercambios por la piel como frontera, sino antes bien una “coagulación [momentánea] de naturaleza” (Hird, 2002, p. 99). Los cuerpos están sometidos a intercambios permanentes con otros cuerpos y entidades (sustancias químicas, entidades celulares como virus o bacterias, radiaciones solares, entre una infinidad de otros); el cuerpo mismo es el compendio, en un instante cualquiera, de los múltiples seres que lo componen en ese momento dado. Así, los cuerpos, humanos entre otros, se reproducen y cambian permanentemente a través de estos intercambios; la reproducción sexual es sólo una de las formas en las cuales el cuerpo humano se reproduce. Estos múltiples, infinitos, permanentes intercambios del cuerpo con otras entidades orgánicas e inorgánicas relajan, además, la tradicional pirámide evolutiva cara al pensamiento neo-darwiniano (reino vegetal y reino animal), multiplicando los reinos posibles a los cuatro reinos eucariotas (Protista, Fungi, Plantae y Animalia) se suman los dos reinos procariotas (Archae y Bacteria), aplanando las relaciones de verticalidad evolutiva entre ellos.

Hird agrega más evidencia respecto de la mínima participación de la diferencia sexual en la reproducción humana. Indica, por ejemplo, que en tanto el ADN de las mitocondrias (las que regulan los procesos que proveen energía para las células) se hereda enteramente de la madre, la mayor parte del ADN humano es transmitido por vía materna. A su vez, mientras nuestros cuerpos viven en un “estado permanentemente fertilizado” (Hird, 2002, p. 102), la mayoría de nuestras células son “intersex” (diploides), mientras que sólo los óvulos y el esperma son células sexuales (haploides). Por último, 44 de nuestros 46 cromosomas no están relacionados con la diferencia sexual. Los cuerpos (humanos) son, para Hird, resultado de una constante regeneración que involucra intercambios heterogéneos con el ambiente; la reproducción permanente en estos términos problematiza la idea de un yo como entidad cerrada, única y unilateralmente sexuada. Es nuestra diversidad, nuestro ser “biológicamente queer” (Hird, 2002, p. 103) lo que garantiza nuestra sobrevivencia física. Hird concluye su estudio con un llamado a reconsiderar a las bacterias como el ser vivo más innovador y con mejor pronóstico de sobrevivencia. Además de las múltiples capacidades conocidas en las bacterias (producir alcohol, tener “hiper-sexo”, detectar la luz, resistir exitosamente la muerte), éstas pueden intercambiar genes con casi cualquier organismo. Las bacterias no son quisquillosas, al decir de Hird: prefieren la diversidad sexual, se encuentran “naturalmente” más allá de la falsa dicotomía hombre/ mujer.

6. Más allá de la diferencia sexual

La recuperación del “realismo agencial” de Barad (y Bohr) en el trabajo de Hird es importante porque supone la idea de que la materia no es un sustrato inerte, contraria a lo que Grosz llamaría –a pesar de unas cuantas de sus críticas— la fenomenología imperante en el existencialismo, estructuralismo y post-estructuralismo de muchos feminismos. En efecto, al intra-actuar con las agencias de observación (laboratorios, microscopios, telescopios, etc.), de forma eventual y contextual a cada ocasión de observación/investigación, la materia/naturaleza de hecho actúa, participando en las condiciones de su propio conocimiento. Tal contribución aporta a una (nueva) epistemología feminista en la medida de que, afrontando el desafío de pensar la materialidad orgánica sexuada, hace posible visualizar las variadas formas en que se agencia (Deleuze y Guattari, 2002; Phillips, 2006; Callon, 2007)13 en sujetos mujeres y subjetividades colectivas. En esta perspectiva, el cuerpo tanto de la anatomopolítica como el de la biopolítica puede ser considerado mucho más positivamente como un lugar con capacidad de auto-organización y afectación de otros cuerpos; un lugar activo y validante antes que una condición determinante y vulnerabilizante de las mujeres que es necesario establecer como inerte, siempre simbolizable y construible a través del género. En cierto sentido, un planteo como el de Hird da por tierra con una de las herramientas teóricas clave de los feminismos de la segunda y tercera ola, la categoría de “sexo-género” (Rubin, 1975). En gran medida, esta última sólo puede desempeñar su labor teórica si parte de la base de que la materia (como el sexo) es inactiva y que sólo puede activarse a partir de su construcción a través del género, algo muy lejano al planteo de Hird, quien entiende que la materia (humana-no humana) está, por ejemplo, permanentemente implicada en su auto-reproducción. En tanto la materia misma puede auto-organizarse, el cuerpo sexuado puede agenciarse positivamente con las disposiciones subjetivas humanas, sin por ello tener que ser considerado algo estático, pasivo, dado o mudo antes de su simbolización, o meramente efecto de discursos (Butler, 2001).

Al mismo tiempo, el planteo de Hird aporta pistas fundamentales a una otra epistemología feminista para pensar la diferencia sexual, junto con la reproducción, desde un enfoque posthumano. Este último contribuye a desplazar el problema de las mujeres como locus privilegiado de la reproducción. En tanto individuos de distintos reinos conviven ordinariamente en el cuerpo humano, hablar del cuerpo como organismo individual es un contrasentido, y pensar la reproducción como preeminentemente situada en una materialidad femenina con límites corporales definidos también lo es. Si como dice Hird, el “yo” antes que corporal es corporativo, es posible que los procesos reproductivos (concepción, embarazo y parto) que tienen en Occidente su locus eminente de ocurrencia en el cuerpo femenino, puedan estar más distribuidos. Asi, Hird propone un marco filosófico más adecuado para acoger las potentes transformaciones que se están dando en el ámbito de la reproducción humana y no humana, donde a través de las técnicas biomoleculares y médicas ligadas a la procreación asistida, la reproducción se está convirtiendo de hecho en algo mucho más distribuido entre diferentes entidades y cuerpos. Así, por ejemplo, la reciente creación de un embrión a partir del aporte de tres personas (dos mujeres y un varón),14 o la ya más instalada procreación a partir del uso de gametos (óvulos y esperma) donados y la surrogación de vientre son prácticas novedosas que suponen una idea de reproducción distribuida, donde las personas son creadas a partir del aporte genético (ADN) y biológico (concepción, embarazo y parto) de diversos individuos. Al mismo tiempo, estas prácticas complican la idea de la diferencia sexual como exclusivamente dicotómica, en tanto la creación de las “nuevas biologías” (Franklin, 2001) (embriones in vitro, líneas de células madre, embriones clonados) y de personas, como hemos referido, a través de tres o más individuos no necesita ya el aporte de sólo dos, mientras que en algunos casos necesita el aporte de sólo uno.15 Así, la figura de la bacteria condensa para Hird ese desplazamiento de la diferencia sexual como eje ontológico que en Occidente ha venido a organizar las ideas en torno a la existencia de lo vivo, sugiriendo por la figura de la bacteria como símbolo de esa atención hacia las variadas formas en las que lo que existe lo hace sin dividirse sexualmente en dos.

Estos procedimientos hacen evidente, también, la centralidad de los elementos inorgánicos para la consecución reproductiva, en tanto llaman la atención hacia los procesos físicos y químicos internos y externos al embrión, los gametos y los cuerpos involucrados; procesos y entidades no necesariamente vivientes en si mismos (por ejemplo, el compuesto de cultivo de un embrión no es una entidad vital, sino simplemente un compuesto químico que favorece el desarrollo in vitro de un embrión). Los aportes de Hird, para quien la reproducción es un proceso transversal a la vastedad de lo existente (orgánico y no orgánico), contribuyen a una epistemología feminista renovada que, sin negar la necesidad de abordar el aspecto material de los cuerpos, descentra lo humano y lo femenino como lugares privilegiados (y por ello mismo, problemáticos para el feminismo) de la ocasión reproductiva. Proveyendo novedosas herramientas teóricas que permiten aprehender las (nuevas) formas procreativas como coherentes con las (viejas) formas en las que la naturaleza se ha reproducido siempre (cf. también Haraway, 1997), Hird apunta originales líneas de debate feminista, complejizando la fijación de este último con la defensa del cuerpo femenino (integrado en uno, unificado, sexualizado) como lugar de autonomía y libertad. Si bien estas tramas de acción son desde luego centrales para el feminismo, especialmente en América Latina donde siguen siendo tan frecuentes las afrentas a tales libertades y autonomías, las preguntas que Hird plantea contribuyen a pensar cuánto se beneficiaría la política y el pensamiento feminista locales al desplazar la diferencia sexual como condición sine qua non de dominación

7. Discusión

Este trabajo realiza un aporte a la consideración de una epistemología alternativa para el feminismo, aquella posibilitada por una reflexión en torno a la naturaleza, el cuerpo y la diferencia sexual a través de una matriz filosófica deleuziana y posthumana, distinta a la que informa el actual predominio de los fundamentos post-estructuralistas y constructivistas del feminismo. Como se ha dicho, pese a sus diferencias, los feminismos de las primeras, segunda y tercera ola tuvieron en común el haber resistido -en general- un abordaje del cuerpo femenino, la diferencia sexual y su materialidad. Debido a sus fuertes compromisos constructivistas, los feminismos de las llamadas segunda y tercera olas fueron especialmente ajenos a una consideración del cuerpo sexuado como algo distinto a una configuración producida por los discursos dominantes, como la ciencia o el derecho. Inaugurados en la impronta proto-constructivista de De Beauvoir, y en la necesidad política de sostener que ninguna dominación, asimetría, rol o identidad de género podía basarse en lo dado naturalmente, en el cuerpo diferentemente sexuado como dato de la biología, la segunda y tercera olas estuvieron concentradas en mostrar las variadas formas en las cuales las mujeres llegan efectivamente a serlo, a través de las operaciones de identificación y sometimiento en un sistema heteronormativo de sexo-género (Rubin, 1975).

El trabajo de las autoras feministas Grosz y Hird, escasamente conocido en el contexto latinoamericano, permite desandar en parte este estado de cosas, al pensar desde un marco que incluya el discurso biológico y no lo descarte de plano como una representación patriarcal de la naturaleza. Como parte de un movimiento más amplio que Rosi Braidotti (2016) llama el feminismo posthumano, Grosz y Hird comparten un mismo interés, y consiguen con sus trabajos, el descentramiento de lo humano. En efecto, para Grosz la diferencia sexual es algo que atraviesa la continuidad de lo vivo (sea o no que organismos particulares se reproduzcan a partir de este principio). Esto implica acercar lo humano o lo inhumano orgánico, desjerarquizándolo; un movimiento que ciertamente ofrece una epistemología alternativa al feminismo, en tanto permite aunar la crítica al “hombre” (humano) como eje y motor de la historia (Braidotti, 2016) con una crítica a la prioridad de lo humano como tal. De una manera semejante, rebajar la diferencia sexual como principio superador de organización de lo vivo funciona, en Hird, para situar en una relación de paridad a lo humano con lo extra-humano. Para Grosz y Hird, la reflexión y política feministas se beneficiarían enormemente si pudieran concebir a lo humano como una más entre las formaciones orgánicas de la naturaleza; uno más entre los procesos de auto-organización de la materia inorgánica. Este descentramiento de lo humano es también un descentramiento de “la mujer/las mujeres” como la máxima categoría política del feminismo, en tanto permite considerar hasta qué punto tal fijación está fuertemente articulada a una visión humanista (Braidotti, 2016) que meramente invierte la constitución de la metafísica occidental a través de la equiparación de lo universal con lo masculino (Strathern, 1988). Por el contrario, Grosz y Hird ayudan a pensar si el feminismo no se beneficiaría de una visión que desplazara lo humano mujer como categoría preeminente de acción, complementándola con la presencia política del sinnúmero de agencias humanas y no humanas que podrían coadyuvar en la construcción de una ontología más equitativa.

Las distancias más importantes entre ambas autoras se encuentran en sus consideraciones sobre la diferencia sexual. Al igual que Hird, Grosz contempla la diferencia sexual como una realidad ontológica, es decir, algo que ocurre al nivel de la materia (no sólo humana), y que debe ser, por ello, pensado a través de herramientas conceptuales que permitan evadir la dicotomía cuerpo/mente o materia/idealidad, orgánico/inorgánico. En este sentido, la diferencia sexual no es algo representado en un sistema de signos; no es algo que adquiere realidad, sustancia o agencia a través de algún sofisticado complejo significante, como en la versión lacaniana del psicoanálisis y, a través de esta influencia, en la misma Judith Butler (Cheah, 1996). Se trata de una contribución significativa a una epistemología feminista alternativa, en tanto permite considerar que la diferencia sexual puede existir de forma más que humana y persistir en su materialidad obstinada mucho más allá de su significación a través del discurso, por ejemplo, mucho más allá del discurso jurídico. Así, el trabajo de Grosz habilita una línea de trabajo feminista que complementa, y excede, la disputa significante, la disputa por el discurso, por ejemplo en los debates en torno a las formas de nominación correcta o incorrecta, de las mujeres, sus acciones o sus muertes; en torno a las formas de aparición de las mujeres en el discurso científico y jurídico, etc.

En línea con Irigaray, Grosz sugiere, en efecto, no sólo que la diferencia sexual es ontológica, sino que la misma ontología está sexualizada: que lo que existe, existe a través o en la diferencia sexual. Cabría pensar así, por un lado, que una vez surgida como bifurcación azarosa de la evolución, la diferencia sexual organiza el mundo de lo dado material, que no podrá sustraerse (ya) a este “meta-principio”. Lo dado, la materia orgánica, se encuentra sexualizado, diferenciado sexualmente incluso en los casos en que no lo está literalmente (por ejemplo, en aquellos organismos como bacterias, entre otros). Esto último es así porque, una vez que surge, la diferencia sexual re-organiza los modos de la evolución: afecta a todo lo que existe y existirá. Esta suerte de ontologización de la diferencia sexual permitiría pensarla, en principio (aunque esto es algo sólo incipiente en Grosz) como algo no puramente dicotómico: la diferencia sexual puede darse, como en el ejemplo del hongo Schizophyllum, a través de una variación infinita, sin por ello dejar de ser “diferencia” ni “sexual”. Tomada en su potencialidad a través de Grosz y, sobre todo, de Hird, tal serie de diferenciación sin final constituye un buen ejemplo de cómo una epistemología feminista alternativa puede de hecho hablar de diferencia sexual sin temor a quedar entrampada en la mudez de la materia o la dicotomía de la heteronormatividad.

Por otro lado, es claro que en Grosz, esta forma de pensar la diferencia sexual propone una temporalidad específica: aunque emergente en un momento “dado” de la evolución, una vez advenida, la diferencia sexual se sustrae al tiempo; afecta toda otra forma posible de evolucionar. Así, en tanto meta-principio, se encuentra por así decir “fuera del tiempo”, es la condición a-temporal que garantiza el devenir material llamado evolución. En este sentido, pese a toda la orientación al fluir, a la emergencia azarosa sin final (sin fin en el tiempo, y sin intención o proyecto pre-determinado) y a la variación no dicotómica que el planteo de Grosz habilita a partir de su inscripción en la tradición deleuziana, se detectan ciertas fijaciones inesperadas en su reflexión sobre la diferencia sexual. No sólo esta última es entronizada a un punto que la vuelve a-temporal (posibilitando la paradoja de una diferencia temporalmente surgida que luego puede abstraerse del tiempo), sino que además, esta fijación, esta suerte de anquilosamiento de la diferencia sexual como meta-principio que organiza la evolución en adelante, supone en última instancia una re-instanciación, contra las teorías feministas y queer, de la heterosexualidad como garantía de la innovación (Hird, 2012). Así, aunque ocasionalmente Grosz considere que la diferencia sexual podría ser una diferencia sin dicotomía, pareciera entonces que el ontologizar la diferencia sexual repercute negativamente en el nivel político, en tanto puede pensarse, junto a la crítica de Hird, que para Grosz toda auténtica creatividad sólo podría venir de la unión heterosexual.

Esta heterosexualidad implícita, y problemática, en el planteo de Grosz parecería sí ser superada en el de Hird. En efecto, al realizar mejor el proyecto del descentramiento de lo humano en tanto formación culminante de la naturaleza, Hird logra resituar a la diferencia sexual como un principio más de organización evolutiva. No sólo eso. Al explorar cómo la reproducción y diferencia sexuales son fenómenos de baja incidencia en la vastedad del mundo natural, Hird propone que, desde un punto de vista estrictamente evolutivo, no hay ningún beneficio particularmente destacable de la reproducción y diferencia sexuales. La autora usa fuentes de la biología y derriba así el mito biológico -clave en el argumento de Grosz- de que la diferencia y reproducción sexuales son los mecanismos evolutivos que garantizan la creación de mayor diversidad. En este sentido, la diferencia sexual se presenta, por así decir, en su pequeñez. Soltada del pedestal en que fue puesta por la lectura lineal del neo-darwinismo, la diferencia sexual se muestra como un mecanismo más entre otros, no particularmente útil ni beneficioso. Al demandar más energía, enfrentarse con potenciales situaciones de escasez o poca cooperación de las parejas, ser cronológicamente posterior en su surgimiento, etc., la diferencia sexual no tiene, para Hird, nada de especial. Se trata de un mecanismo reproductivo más, no demasiado bueno para este fin.

Tales planteos pueden tener, ciertamente, vastos efectos al nivel de una epistemología alternativa para el feminismo. A través de este análisis que toma en serio, en vez de desestimar de plano como un mero epifenómeno de una estructura de dominación profunda, el discurso biológico, Hird logra de hecho hacer al menos dos cosas: por un lado, ofrece una reflexión que aporta elementos para considerar la diferencia sexual a nivel ontológico, como una cualidad que se desarrolla en el plano de los organismos materiales, sin por ello reificarla a un plano supra-real, como sucede en cierta medida en el aporte de Grosz. Por otro lado, Hird llega, por una vía humilde, menos grandiosa que la alta filosofía por momentos invocada por Grosz, a concretizar una idea de lo humano como una formación más en la magnitud de la evolución. Hird analiza ejemplos empíricos concretos, trabajando en base a una casuística (quizás al estilo de Darwin), y logra así descomponer la torre de la diferencia sexual en tanto mecanismo superior de garantía de originalidad, a un tiempo abonando la idea de que lo humano no puede ser pensado al margen de las otras entidades con las que co-evoluciona, y que, en su paridad, podrían enseñarle a ser más queer.

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Notas

1 Una revisión de los análisis “externistas” (de raíz mertoniana) de las ciencias sociales, cuya misión sería realizar análisis del contexto social e institucional, y no del contenido, de las ciencias naturales, fue planteada en los clásicos de Latour y Woolgar (1995) y Knorr-Cetina (2005). Annemarie Mol (2002) también provee una buena discusión de por qué la distinción entre “sociedad” y “ciencia” debe ser superada, así como una crítica de la aceptación de la distribución de tareas entre disciplinas naturales y humanas. Donna Haraway (1989), Michel Serres y Bruno Latour (1995) e Isabelle Stengers (2010) son otros exponentes de una visión semejante.
2 Roberts se refiere aquí especialmente a una parte de la recepción anglosajona del libro de Judith Butler Cuerpos que importan: sobre los límites materiales y discursivos del sexo (2002), en sí misma una respuesta a las críticas respecto del excesivo énfasis en la performatividad humana y lingüística de El género en disputa (2001) (estas críticas están presentes por ejemplo en Cheah [1996], Roberts [1999], Kerin [1999] y Kirby [1999]). Kerin afirma: “(…) Cuerpos que importan (…) afirma analizar los asuntos en cuestión en un retorno feminista a la materia (…) Al enfocarse exclusivamente en la materia como una problemática de la significación, Butler se limita al horizonte del lenguaje humano, tornando de consecuencia no teorizable cualquier cosa más allá de este horizonte” (Kerin, 1999,p. 92, 97. Traducción de la autora, al igual que en todas las citas subsiguientes de textos en inglés).
3 Cabe aclarar que Grosz destaca el carácter sumamente heterogéneo de las empresas feministas. Por ejemplo, aduce que las feministas “culturales, radicales y eco-feministas” han elogiado el vínculo de las mujeres con la naturaleza. Grosz diferencia su proyecto del de estos feminismos.
4 Es claro que ésta es sólo una de las muchas formas de periodización del feminismo a lo largo del siglo XX. Se utiliza aquí con fines de debate.
5 Joan Scott es una de las más representativas académicas feministas norteamericanas de la tercera ola, En este artículo de 1988 (en los albores de la “tercera ola”), ella propuso cuatro conceptos clave que el feminismo puede tomar del post-estructuralismo (Scott, 1988): lenguaje, discurso, diferencia y deconstrucción. Esta selección conceptual es representativa de la tendencia que adquiriría el feminismo académico a partir de los años ’90, esto es, un franco tenor culturalista centrado en el análisis de términos, sentidos, creencias, subjetividades o ideologías, y poco preocupado por la materialidad y carácter orgánico de las experiencias de las mujeres y otros sujetos con quienes el feminismo tiene alianzas estratégicas o sintonías políticas y teóricas.
6 Particularmente, en el llamado “feminismo de la diferencia”, a pesar de la variación entre autoras y planteos teóricos, se supone, en general, la existencia de un sistema “falogocéntrico” (Irigaray, 1985) dentro del cual las mujeres no pueden nunca aspirar a conseguir la igualdad con los hombres, por lo que es preferible que aboguen por su “diferencia”. Desde luego, se comprende dentro de esta excepcionalidad también a las científicas feministas y a las teóricas feministas que han abordado explícitamente la cuestión de la ontología de la diferencia sexual y de la diferencia naturaleza/cultura, en general en un intenso diálogo con las disciplinas biológicas y la biomedicina (cf. Martin, 1991; Haraway, 1991, entre otras). Este artículo se centra en el trabajo de dos de ellas.
7 Un argumento contrario a este, que rescata especialmente la labor de las biólogas feministas del feminismo de la segunda ola, puede encontrarse en van der Tuin (2008). Cabe aclarar que este feminismo, ligado al desarrollo de las ciencias naturales, es particularmente ajeno al feminismo latinoamericano.
8 Grosz (1994, 2005) investiga la construcción cultural de la corporeidad sexuada y propone una relectura de Darwin en clave feminista. Estos libros anticipan los intereses de la autora en las teorías de Darwin y en un descentramiento de la materia humana en tanto materia, plasmados en producciones más tardías.
9 El término “meta-principio” no es de la propia Grosz. Se ahonda en este punto en los párrafos siguientes.
10 Irigaray dice: “Creo que el hombre y la mujer son la pareja más misteriosa y creativa” (1994, p. IX).
11 Si bien Irigaray parece contemplar por momentos la posibilidad de que la diferencia sexual sea un principio ontológico de organización de la naturaleza como tal, es posible pensar esta extensión más como una posibilidad apenas vislumbrada que como un elemento central de su trabajo. El énfasis de Irigaray está puesto en general en la diferencia sexual como característica fundante de lo humano; los orígenes psicoanalíticos de la primera parte del trabajo de la autora justificarían esta interpretación.
12 Cf. Butler (2007), Scott (1988). Para una crítica a esta visión: Cheah (1996), Kerin (1999), Kirby (1999).
13 Según Michel Callon, quien sigue en esto a Deleuze y Guattari (2002), el agenciamiento es una “combinación de elementos heterogéneos que han sido cuidadosamente ajustados unos a otros” (2007:139). Phillips indica que el agenciamiento apunta a la prioridad de la conexión entre agentes y objetos. En la filosofía de Deleuze y Guattari, un agenciamiento entre materia y subjetividad, entre dispositivo y disposición, implica siempre una actividad de ambas partes, no una relación de pasividad/activación.
14 El Mundo (27 de septiembre de 2016). Nace el primer bebé con "tres padres" gracias a un controvertido nuevo tratamiento en México. Recuperado de: http://www.bbc.com/mundo/noticias-37483563
15 Por ejemplo, en la creación de embriones a través de partenogénesis, esto es, a partir de la fertilización de un óvulo sin esperma (Polak de Fried et al., 2008).

Recepción: 30 Octubre 2017

Aprobación: 27 Abril 2018

Publicado: 7 septiembre 2018

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