Descentrada, vol. 2, nº 2, e050, septiembre 2018. ISSN 2545-7284
Universidad Nacional de La Plata
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación
Centro Interdisciplinario de Investigaciones en Género (CInIG)

Dossier Epistemologías críticas feministas.
Aproximaciones actuales

Oxímoron. Blanquitud y feminismo descolonial en Abya Yala

María Teresa Garzón Martínez

Universidad de Ciencias y Artes de Chiapas. Centro de Estudios Superiores de México y Centroamérica (Cesmeca).
Grupo Latinoamericano en Estudios, Formación y Acción Feminista (Glefas)
, México
Cita recomendada: Garzón Martínez, M. T. (2018). Oxímoron. Blanquitud y feminismo descolonial en Abya Yala. Descentrada 2 (2), e050. http://www.descentrada.fahce.unlp.edu.ar/article/view/DESe050


Resumen: El objetivo del siguiente ensayo es aportar a la construcción del debate sobre la blanquitud, desde un posicionamiento feminista descolonial, e indagar desde ahí las discusiones presentes sobre el lugar de las feministas blancas o blanqueadas en el proyecto descolonial en la Abya Yala. Para ello, se acude a diferentes registros discursivos como el de la propia experiencia, el teórico y el de las representaciones en obras pictóricas y literarias, a través de los cuales se va armando un entramado de reflexiones que dan cuenta sobre la razón de ser de un feminismo descolonial, la construcción de la blanquitud en coordenadas geopolíticas específicas, el lugar de las mujeres blancas allí y las discusiones sobre producir conocimiento y acción política en el terreno del oxímoron, es decir, la posibilidad de construir un espacio donde pueden converger dos o más elementos contradictorios y opuestos.

Palabras clave: Blanquitud; Feminismo Descolonial; Participación; Genealogías.

Oxymoron. Whiteness and decolonial feminism in Abya Yala

Abstract: The objective of the following essay is to contribute to the construction of the debate on whiteness, from a decolonial feminist position, and to investigate from there the present discussions about the place of white or bleached feminists in the decolonial project in the Abya Yala. To this end, different discursive registers are used, such as that of our personal experience, the theoretical one and the one of the representations in pictorial and literary works, through which a framework of reflections is elaborated that give account on the reason of being of a decolonial feminism, the construction of whiteness in specific geopolitical coordinates, the place of white women there and the discussions about producing knowledge and political action in the field of oxymoron, that is, the possibility of constructing a space where two or more contradictory and opposed elements meet.

Keywords: Whiteness; Decolonial Feminism; Participation; Genealogies.

1. Introducción


De hecho, en gran medida,
la batalla real contra la opresión
empieza para todas nosotras
debajo de nuestra piel
(Moraga, 1998, p. 123).

¿Podría una misma escribir en su contra, escribir contra sí misma? Se pregunta valeria flores, en su ya clásico ensayo: “Escribir contra sí misma: una micro-tecnología de subjetivación política” (2010). Y continúa: ¿Qué procesos de desidentificación sobre el yo se activan? ¿Qué empresa política –y de producción de conocimiento– podría deducirse de una escritura que litigue contra sí, contra Una, contra la sedimentación de un yo que tiende a estabilizarse? (flores, 2010, p. 211. El agregado es mío).Y aún más, desde esa escritura auto-litigante, es posible tan siquiera pensar en preguntar por un “nosotras” teniendo en cuenta el cuestionamiento previo a las mujeres blancas, en 1982, que formula Hazel V. Carby (2012, p. 243): “¿a qué os referís exactamente cuando decís «NOSOTRAS»?”. Entonces, en el momento en que la batalla real contra la opresión empieza en la piel, ¿es posible un “hacer” feminista descolonial, en nuestra AbyaYala, crítico a la blanquitud, cuando has sido construida y sigues siéndolo como una mujer blanca?¿Sería esto escribir contra sí misma?¿Una apuesta miope tal vez? O ¿estamos en el territorio donde habita el oxímoron?

A través de estas letras, planteo un tema que toma fuerza, cada vez más, como pertinente y necesario para la reflexión del feminismo descolonial de la AbyaYala: la blanquitud y el lugar de las mujeres blancas o blanqueadas en el proyecto descolonial si es que éste existe. Ciertamente, poner una vez más el énfasis en la blanquitud como condición de posibilidad de la colonialidad, en todas sus derivaciones, nos obliga a muchas feministas a “vernos a nosotras mismas, abandonar el lugar de enunciación de lo universal, revisitar nuestras historias locales y globales y decidir cómo investigar, desde posiciones éticas, un color que no posee color –sólo es visible para algunas– y que, por lo mismo, no se muestra tal cual es” (Garzón, 2017, p. 75). Además, pensar la blanquitud implicano sólo historizar nuestras existencias y lo que se supone “natural” en ellas, sino asumir las consecuencias derivadas de lo anteriorpara aportar a una kartografía, con k de okupa (Dekker, 2017), de los debates pendientes y presentes en el feminismo descolonial de la AbyaYala, en el cual yo misma me inscribo, y que cruzan no sólo los ejercicios de generación de conocimiento, también las propuestas del accionar político, las posibilidades de articulación y, en especial, las historias sobre cómo hemos llegado a ser lo que somos, quiénes no hemos llegado a ser y quiénes podríamos llegar a ser y hacer (flores, 2010, p. 223).

Escribo desde el Sur de México, Chiapas, territorio predominantemente indígena, donde en este momento existen apuestas fuertes por comprender y hacer visible la afromexicanidad que también mora este lugar,1 organizo mis argumentos de la siguiente manera: en el primer apartado, hablo de la experiencia que me hizo llegar a pensarme a mí misma como blanca, para exponer una parte del proyecto de sedimentación de la blanquitud en mi propio cuerpo; en un segundo momento, conceptualizo el feminismo descolonial y ubico en él los debates sobre la articulación entre mujeres blancas y mujeres racializadas; en un tercer momento, intento construir un camino de respuesta frente a cómo comprender la blanquitud como fenómeno histórico, el papel de las mujeres blancas en él y las herencias coloniales que de allí se desprenden y con las cuales debemos lidiar hoy en día; y, en el cuarto apartado, brindo algunas conclusiones que siempre serán preliminares y siempre tendrán a la contradicción, a la tensión y a la incoherencia como acompañantes.

2. Sobre mi huevo

Por esos días, las mujeres de mi familia hablaban en “secreto” del aborto que una de ellas había cometido. Tendría yo alrededor de siete u ocho años de edad y observaba con atención lo que sucedía a mi alrededor. A esa edad aún no comprendía qué significaba abortar y como la palabreja me pareció extrañamente sonora decidí preguntar a mi abuela Tita sobre su significado. Como siempre, mi abuela respondió de forma sencilla y contundente: “abortar es cuando usted no quiere ser mamá”. A mí me quedó claro. Por esos días, también, a una profesora de mi escuela católica se le ocurrió que la mejor forma de hacernos mujeres útiles a la sociedad era introducirnos de lleno al arduo trabajo de la maternidad a través de ejercicios prácticos, vivenciales. Bajo esta lógica, una mañana apareció la profesora con una caja de huevos de color blanco y nos los repartió. La idea era que cada una de nosotras, dijo antes de forzarnos a “parir”, cuidara del huevo por ocho días y sería nuestra responsabilidad mantenerlos íntegros por ese periodo de tiempo. Cuando me tocó el turno de recibir mi huevo, con toda la intención del mundo, lo dejé caer al suelo. La profesora me gritó diciendo: “¿Qué hizo?”. Y yo respondí: “aborté”.

Aunque ya me había metido en problemas antes, mi primer aborto tomó el matiz de un escándalo público, con madre y padre de familia incluidos, directora de disciplina de la escuela observando con odio, sicóloga sin herramientas para asumir la crisis y una nota en el cuaderno de buen comportamiento. Para resarcir el daño de mi precoz autonomía, fui obligada a asumir una nueva maternidad. Así que la profesora me entregó otro huevo y mi madre y mi padre se comprometieron a que yo me comprometía a cuidarlo, aunque, como es obvio, nadie me preguntó a mí. ¿Qué haces cuando, a esa edad, te ves obligada a cuidar un huevo que representa a tu hija o hijo? En principio me pregunté por las condiciones materiales de la historia de ese embarazo: ¿Quién era mi esposo? ¿Cómo lucía? ¿Qué nombre tenía? Claro, en este momento de mi vida no pude pensar que mi maternidad podría ser acompañada por alguna amiga-amante-esposa. Y, de repente, se me ocurrió una idea que encausaría, en un futuro a mediano plazo, buena parte de mi trabajo como académica y militante feminista: tomé un plumón negro y pinté mi huevo de ese color. Mis compañeras de curso, angustiadas, me informaron: ¡Lo dañaste! Déjàvu: mi primer embarazo concluido tomó el matiz de un escándalo mucho mayor que el de mi primer aborto.

Yo era una niña blanca, que venía de una familia del interior de la república de Colombia, creciendo en una ciudad –Bogotá– siempre representada como blanca y estudiando en un lugar donde no había niñas negras o indígenas. Desde esa edad, ya tenía alguna noción de lo que significaba mi piel, pero no en términos de privilegio, sino de enfermedad. Mi sangre dulce hacía que los mosquitos me picaran y la alergia me obligaba a abrir la piel a punta de rasguños, el sol me quemaba sin misericordia y la migraña era insoportable. Nunca tuve buena relación con mi cuerpo. Nunca. Al ir creciendo, en mi adolescencia, las cosas empeoraron un poco. Era demasiado delgada, sin curva alguna; mis senos me avergonzaban así que asumí una posición encorvada; mis pestañas eran larguísimas, pero no redondeadas por lo que mis compañeras me decían que tenía ojos de burro; mi cabello era tenazmente lacio y mi piel en exceso pálida, sin ninguna posibilidad de “tomar” algo de color, pese a toda la Coca-Cola invertida en ello. El ícono de belleza en ese entonces era Gloria Estefan, la cantante cubana, y yo también deseaba ser así: de cabello rizado, piel dorada y bonita voz.

Mi blanquitud, según mi propia experiencia hasta ese momento, era un inconveniente y, sin embargo, cuando mi hijo huevo negro me volvió a meter en problemas supe que allí había algo más, pero qué. Ya por aquel tiempo, en mi familia circulaba otra historia silenciada que hablaba de un “negro inmundo” y hacía referencia a un hombre de la costa caribe colombiana que secuestró a mi bisabuela “Pato” –Patrocinia–, de quien heredé mi color pálido, y la encerró en una choza cerca al mar de Santa Marta. “Pato” era una mujer hermosa, blanca de piel y de cabello, que por cuestiones de salud debió migrar de Bogotá a Santa Marta, donde vivió ese penoso episodio, del cual se liberó al morir de forma violenta el “negro inmundo”. Afortunadamente, cuenta mi abuela Cecilia, hija de “Pato”, de esa historia no hubo descendencia.

Yo, desde la inocencia de mi edad, había recreado en mis propios términos esta historia la cual, como es obvio, no es una narración de amor, sino de pérdida de estatus, de devaluación social y de la ruptura del tabú sobre el mestizaje (Viveros, 2010). Y, para colmo, en ese mundo infantil, había retado el orden en dos ocasiones: al negarme a ser madre y al, sin siquiera pensarlo o planearlo de esa forma, dar cuenta de una relación sexual entre una mujer blanca y un hombre negro que reta las rigurosas barreras entre matrimonios o uniones mixtas instaladas desde el periodo colonial en Colombia. Así, poco a poco, fui aprendiendo el “deber ser” que se instalaba en mi piel, en mi cuerpo, esa blanquitud que empezaba asedimentarse en un yo que supuestamente sería, en poco tiempo, estable y sin contradicciones, pero también empecé un ejercicio primario de desidentificación puesto que, a final de cuentas, el único huevo que sobrevivió al reto impuesto por la profesora fue el mío.

3. Ustedes, las ilustradas…

La cuestión de mi blanquitud quedó en suspenso, palpitante, hasta que la vida me dio el regalo de conocer las teorías descoloniales de la mano del filósofo Santiago Castro-Gómez. Por los años noventa, en el marco de la emergencia de movimientos indígenas y afrodescendientes a nivel regional, la producción de conocimiento en Latinoamérica posicionada en la crítica a la modernidad y la colonialidad ya estaba en ascenso y el debate era rico, serio y oportuno, pues aún no se convertía en una moda académica y una forma de corrección política. Yo venía de una formación feminista que primero fue de la “igualdad” y luego, de la “diferencia” y, realmente, llegué a pensar que las mujeres, así a secas, éramos el sujeto del feminismo y que la lucha era por la igualdad/equidad de género en el terreno de los “derechos”. Desde esta formación –pese a que tuve que hacer el ejercicio de conocer y manejar las teorías del feminismo de la primera, la segunda y la supuesta tercera ola–, nunca me planteé, ni me fue informado de manera suficiente, que en Latinoamérica también existe un movimiento feminista –o varios– y teorías feministas propias, construidas desde condiciones y contextos geo(bio)políticos también propios, en donde la pregunta por un sistema mundo moderno colonial ha sido fundamental.

No obstante, pronto me di cuenta, de la mano de las lecturas que empecé a hacer de la obra de Ochy Curiel (2010) y Yuderkys Espinosa (2010), que había caído en “el peligro de una sola historia” (Adichie, 2009). ¿Y si en vez de empezar la historia del feminismo con Olympe de Gouges lo hacemos con SojournerTruth? Indudablemente, hacía ya un tiempo, años ochenta del siglo XX, que muchas feministas empezaban a preguntarse por su propio ejercicio de autonomía, descolonización, contra hegemonía y antirracismo, desafiando “los discursos hegemónicos occidentales desde lo más profundo de su lógica etnocéntrica, racista, misógina, heterocentrada y colonial” (Espinosa, Gómez y Ochoa, 2014, p. 20). Dicho desafío involucra una crítica a las formas como la empresa colonial impuso ciertos dispositivos de producción de conocimiento en detrimento de otras formas de saber y por la construcción de genealogías situadas del feminismo descolonial. En efecto:

Estamos convencidas que la apuesta de un feminismo descolonial, al tiempo que se nutre de análisiscríticos anteriores que ponen en duda las explicaciones desarrolladas y sostenidas por la teoría occidental blanco-burguesa, avanza poniendo en duda la unidad del concepto ‘mujer’ de una manera radicalmente inédita, de forma tal que ya es imposible reconstituirla nuevamente. Pero además ––y este es el punto de quiebre desde donde ya no es posible volver atrás–– el feminismo, en su complicidad con la apuesta descolonial, hace suya la tarea de reinterpretación de la historia en clave crítica a la modernidad, ya no solo por su androcentrismo y misoginia ––como lo ha hecho la epistemología feminista clásica––, sino desde su carácterintrínsecamente racista y eurocéntrico (Espinosa, Gómez y Ochoa, 2014, p. 31).

Así las cosas, ¿de qué se habla cuando se habla de feminismo descolonial?:

Lo que se ha denominado feminismo descolonial representa el intento por articular varias tradiciones críticas y alternas a la modernidad occidental y, sobre todo, del pensamiento radical feminista de Nuestramérica. En este sentido, se reclama heredero, por un lado, del feminismo negro, de color y tercermundista en los Estados Unidos, con sus aportes sobre la manera en que se articula la opresión de clase, raza, género y sexualidad y la necesidad de producir una epistemología propia que parte de reconocer esta inseparabilidad de la opresión. Por otro, recupera el legado de las mujeres y feministas afrodescendientes e indígenas que desde AbyaYala han planteado el problema de su invisibilidad dentro de los movimientos sociales y dentro del propio feminismo. Así, se parte de un trabajo de revisión crítica del papel y la importancia que han tenido las mujeres en la realización y resistencia de sus propias comunidades (Espinosa, Gómez y Ochoa, 2014, p. 31).

En efecto, como bien lo aseguraron en su momento las feministas negras y de color en Estados Unidos, las interpretaciones sobre la opresión de las mujeres, sobre el patriarcado como el “sistema de sistemas”, sobre el sujeto político del feminismo, sobre el programa político de emancipación que anima la lucha de las mujeres y, en últimas, sobre la sociedad a la que se aspira, construidos desde un lugar de hegemonía, no convocan, ni cruzan a muchas mujeres y feministas ubicadas en lugares de subalternidad, quienes han experimentado todo esto como alejado de sus realidades (Espinosa, Gómez y Ochoa, 2014).

En 1975, en la Tribuna del Año Internacional de la Mujer, organizada por las Naciones Unidas y realizada en México, una mujer boliviana, esposa de un minero, madre de siete hijos, tomó la palabra y le dijo a Betty Friedan,2 feminista estadounidense de reconocida trayectoria, que esos postulados –que ella enunciaba como parte de un “plan mundial de acción” para las mujeres— no abordaban los problemas fundamentales para las mujeres pobres y racializadas de Latinoamérica. Cuando Friedan la invitó para dejar su “actividad belicista”, “dejar de ser manejada por los hombres” y de “enterarse de los asuntos femeninos” y cuando la presidenta de la delegación mexicana la invitó a guardar silencio, la mujer boliviana responde:

Señora, hace una semana que yo la conozco a usted. Cada mañana usted llega con un traje diferente; y sin embargo, yo no. Cada día llega usted pintada y peinada como quien tiene tiempo de pasar en una peluquería bien elegante y puede gastar buena plata en eso; y, sin embargo, yo no. Yo veo que usted tiene cada tarde un chofer en un carro esperándola a la puerta de este local para recogerla a su casa; y, sin embargo, yo no. Y para presentarse aquí́ como se presenta, estoy segura de que usted vive en una vivienda bien elegante, en un barrio también elegante, ¿no? Y, sin embargo, nosotras las mujeres de los mineros, tenemos solamente una pequeña vivienda prestada y cuando se muere nuestro esposo o se enferma o lo retiran de la empresa, tenemos noventa días para abandonar la vivienda y estamos en la calle. Ahora, señora, dígame: ¿tiene usted algo semejante a mi situación? ¿Tengo yo algo semejante a su situación de usted? Entonces, ¿de qué igualdad vamos a hablar entre nosotras? ¿Si usted y yo no nos parecemos, si usted y yo somos tan diferentes? Nosotras no podemos, en este momento, ser iguales, aun como mujeres, ¿no le parece? (Barrios en Viezzer, 1977, p. 166).

Y continúa:

Les hice ver que ellas no viven en el mundo que es el nuestro. Les hice ver que en Bolivia no se respetan los derechos humanos y se aplica lo que nosotros llamamos “la ley del embudo”: ancho para algunos, angosto para otros. Que aquellas damas que se organizan para jugar canasta y aplauden al gobierno tienen toda su garantía, todo su respaldo. Pero a las mujeres como nosotras, amas de casa, que nos organizamos para alzar a nuestros pueblos, nos apalean, nos persiguen. Todas esas cosas ellas no veían. No veían el sufrimiento de mi pueblo. . . no veían cómo nuestros compañeros están arrojando sus pulmones trozo más trozo, en charcos de sangre... No veían cómo nuestros hijos son desnutridos. Y claro, que ellas no sabían, como nosotras, lo que es levantarse a las 4 de la mañana y acostarse a las 11 ó 12 de la noche, solamente para dar cuenta del quehacer doméstico, debido a la falta de condiciones que tenemos nosotras […] ¿Qué había hecho yo en la Tribuna? Lo que había hablado era solamente lo que había escuchado de mi pueblo desde la cuna, podría yo decir, a través de mis padres, de mis compañeros, de los dirigentes, y veía que la experiencia del pueblo era la mejor escuela. Lo que aprendí́ de la vida del pueblo fue la mejor enseñanza. Y lloré al pensar: ¡Cómo es grande mi pueblo! (Barrios en Viezzer, 1977, p. 167).

Esa mujer era Domitila Barrios de Chungarauna mujer de los Andes bolivianos.3 Domitila, quien luego de generar gran impacto con su participación, dio su testimonio a Moema Viezzer, en 1977, para que fuera publicado bajo el título de: Si me permiten hablar. Testimonio de Domitila, una mujer de las minas de Bolivia. La historia de Domitila, sus palabras, su valiente intervención no sólo dan cuenta de la vía láctea que separa a muchas feministas, sino de la imposibilidad de un feminismo sin apellido. Además, sus reclamos a las mujeres blancas sobre conocer otras realidades y descentrar el feminismo encuentran eco, por ejemplo, en las voces de mujeres de pueblos remotos, textileras, campesinas, maestras rurales y militantes del MEMCH (Movimientos de Emancipación de las Mujeres Chilenas del 35) que escribieron cartas a Elena Caffarena,4 en los años veinte, reclamando: “Ustedes, las ilustradas deben hacerse presentes” (Oyarzún, 2010). Hoy, quisiera pensar que el mismo reclamo de Domitila y de las mujeres del MEMCH está presente y se sigue formulando, pero desde otras coordenadas: “Ustedes, las blancas o blanqueadas deben hacerse presentes”. La cuestión es cómo.

4. Blank

Hacerse presentes, participar, ser parte de, nunca ha sido un asunto sencillo en el feminismo, por lo que preguntarse por un cómo, en condiciones de colonialidad, puede llegar a ser una pregunta sin respuesta. Sin embargo, tal vez y sólo tal vez, si este movimiento feminista descolonial, como lo afirma Cherríe Moraga (1988), es un movimiento de sobrevivientes, un movimiento con futuro, será posible sobrevivir a la escritura contra una misma y abandonar la pesadilla que habita el sueño, para apostar por alguna forma de articulación. Un primer paso en la búsqueda de una vía de respuesta puede ser, en concordancia con el proyecto revisionista del feminismo descolonial, repasarla manera como se ha formulado una interpretación aún embrionaria de la blanquitud bajo los siguientes criterios:

  1. 1. La blanquitud no refiere a un hecho biológico.
  2. 2. La blanquitud es sinónimo de humanidad.
  3. 3. La blanquitud es parte esencial de la construcción geopolítica y discursiva de la AbyaYala en el marco del sistema mundo moderno colonial. Es decir, las historias de la blanquitudy sus encarnaciones, en nuestros territorios y cuerpos, sólo son posibles por una empresa imperialista y de expansión capitalista que necesita, para sus fines, clasificar la población por cuestiones de raza y de identidades raciales como blanco, nativo, negro, identidades geopolíticas como Sur y Norte, instituciones como la colonia, la esclavitud, el mestizaje, la ciudadanía, la modernidad industrial, el estado-nación.
  4. 4. No obstante, la “experiencia” de la blanquitud es diferente, en términos de historias locales y globales; por ello, también son diferentes los abordajes y herramientas que se usan para dar cuenta de ella. En Latinoamérica se ha pensado la “limpieza de sangre”, la blanquitud y el blanqueamiento usualmente en relación con un mestizaje “hacia arriba”, el “problema indígena” y el lugar de lo afro en los relatos e identidad nacional.
  5. 5. La blanquitud no se presenta desnuda, siempre está articulada a otros dispositivos de dominación.
  6. 6. La blanquitud también habita el mundo simbólico, el lenguaje, la cultura y la representación del mundo en centros y periferias, que producen dicotomías como alma/sin alma, civilizado/bárbaro, humano/no humano y zonas de existencia y zonas de no existencia. Ese poder discursivo habilita la posibilidad de representar al otro–darle nombre, existencia–, sin representarse a sí mismo y, a través de la repetición y estereotipación, volver esa representación de lo otro como el depósito del sentido común.
  7. 7. El estudio de la blanquitud propone un cambio de perspectiva que implica que las personas blancas o blanqueadas investiguen y se hagan conscientes de los procesos, los aspectos culturales, históricos, sociológicos y las condiciones por las cuales son construidas como blancas, su identidad, los “privilegios” que ello supone y la blanquitud como una construcción fundamental en la ideología racial y el racismo en la AbyaYala (Garzón, 2017).

Como se observa, se puede comprender la blanquitud sin un lente genealógico y descolonial que da cuenta de la construcción de poderes, hegemonías y dominaciones que no se ven, no están marcadas y se presentan como “naturales”, como destinos, formulando una interpretación del mundo y lo humano como la única posible. Indudablemente, nada de lo narrado hasta ahora aquí puede ser admisible fuera del “hecho colonial” cuyas herencias permanecen vivas hoy en nuestras sociedades (Cusicanqui, 2010). Ahora bien, cuando la blanquitud cruza la construcción de las mujeres blancas, ubica como descendientes de la monarquía medieval de Blanca Garcés de Navarra, infanta de Navarra (1133- 1156), a quien se le conoció como Blank. Y este hecho no es gratuito, en tanto hace parte del esfuerzo de criollos y letrados de construir una historia que los ligue con un tronco hispano, borrando el proceso de colonización violenta para reemplazarlo por un pasado ancestral, con miras a restaurar un linaje hispano, desplazar la autoridad de los españoles y conciliar la “limpieza de sangre” con el presente. Indudablemente, como lo recuerda Aura Cumes (2014), es a través de la correlación entre pureza de sangre, blancura y civilización que se afirma la identidad de los colonizadores en nuestros territorios. Sobre esta base,

se arrogan derechos y privilegios frente a su antítesis: los colonizados, entendidos como impuros, bárbaros, atrasados […] Así, la Ley y posteriormente la escritura de la historia, enaltecen estas separaciones cual si fueran producto de identidades biológicas y culturales (Cumes, 2014, p. 70).

Como consecuencia, los españoles quedan en la memoria de la elite colonial, primero, y luego republicana, y en sus relatos, como aquellos que trajeron la civilización, teniéndose que pelear con climas insanos y grupos indígenas violentos (Arias, 2005).

Las mujeres blancas, en ese relato, lo serán en tanto madres biológicas y simbólicas de la colonia y, posteriormente, de la nación, siempre sostenidas por mujeres indígenas y negras, como lo representa el cuadro de William Blake, que data de 17965 . Así, en medio de la articulación entre cuerpo, linaje y sangre –limpieza de sangre–, se construye en la AbyaYala una sobrevaloración de la mujer blanca que la transforma en el “don”a ser intercambiado, para garantizar el orden, buen funcionamiento y regulación de un sistema de género colonial, que opera prohibiéndole el incesto, la homosexualidad, el romper la división sexual del trabajo y el mestizaje como fin de garantizar la pureza racial (Lugones, 2008; Rubin, 1986), bajo una premisa: somos herederas no de los que vinieron a conquistar, sino a gobernar (Garzón, 2014).

Otro paso en esta búsqueda de repuestas puede ser comprender la función de las mujeres blancas en el orden colonial. En este mundo, ya rebosante de mezclas, donde limpiar la sangre era imperativo de sobrevivencia y estatus y donde ni los funcionarios peninsulares ni los criollos contaban con grandes patrimonios económicos para pagar su cambio de “color” (Cusicanqui, 2010, p. 76), casarse con una mujer blanca y usufructuar de su estatus simbólico, de la red de alianzas y contactos de su familia y de la posibilidad de garantizar una “prole” blanca resultaba muy tentador. Indudablemente, en el siglo XVIII, cuando ya las combinaciones “genéticas” mostraban variados matices haciendo de la mezcla un proceso irreversible, en un mundo donde, no obstante, era imposible cuestionar los privilegios de los europeos y su descendencia en tierras americanas –pese a las reformas borbónicas–,6 muchas personas no blancas aspiraban o se encontraban ya en la senda del blanqueamiento (Friedemann, 1993). Aquí, el matrimonio inter-castas, posible únicamente bajo condiciones normativas muy estrictas, permitía adecuaciones nominales y formales en pro del blanqueamiento. En efecto:

La manía clasificatoria del siglo XVIII acentúa en América su carácter clasista y racial. La sola lectura de las tablas que parten del blanco, el indio y el negro para derivar a sus complejos entrecruzamientos “ascendentes” y “descendentes”, muestra la imagen de una sociedad insegura, amenazada. De la misma manera en que hacia afuera hay que establecer una clara línea de fortines contra el malón indio —cada vez más frecuente—, en lo interno, la legislación sobre el matrimonio sanciona la inmovilidad de las castas... El reformismo Borbón es rotundamente conservador en esta cuestión de fondo (Iglesia, 1987, p. 65 citado por Cusicanqui, 2010, p. 76).

Es importante subrayar que la jerarquía del sistema de castas, como es apenas obvio, no se edificó bajo cimientos diferentes a los dados por la blanquitud en tanto allí seguían habitando imaginarios que ubicaban a lo europeo como “superior” y lo demás –negro, indígena– como “inferior”:

Estableciendo, de este modo, un principio maniqueo que discriminaba a los individuos y a los grupos sociales según su mayor o menor proximidad con los dos polos fundamentales del mundo colonial. Por otro lado, la subdivisión interna de los estratos mestizos resultaba del diferente grado de éxito y del carácter gradual (que solía tomar varias generaciones) del tránsito en pos del elusivo mundo español. Así, el uso de la vestimenta española por indios tránsfugas—fenómeno conocido desde el siglo XVI— puede ser visto como un intento de asumir la identidad emblemática del vencedor para estructurar vínculos de comunicación gestual y ritual, que sin embargo, eran “rebotados” por la sociedad colonizadora en función de la reproducción de privilegios excluyentes, movida que culminaba en la creación de un nuevo estrato segregado, que debía perpetuar su identidad emblemática (vestimenta, castellano arcaico o “motoso”, etc.) como caricatura de lo español. Del mismo modo, el papel de la chola o mestiza como concubina, amante o segunda mujer de varones mestizos o españoles ubicados más “arriba” en la escala de castas y estamentos, condujo a situaciones de gran conflicto y frustración social y emocional. En la primera generación resultante de una unión culturalmente dispar, el mestizaje fue acompañado casi invariablemente de ilegitimidad (Cusicanqui, 2010, p. 76).

La amenaza de la ilegitimidad también cruza a las mujeres blancas. Cuando en el siglo XIX se instala discursivamente en el imaginario de cronistas, viajeros y poetas la dicotomía civilización/barbarie, los cuadros del pintor alemán Juan Mauricio Rugendas sobre el rapto de las mujeres blancas por caciques indígenas –llamados “malones”– son tan dicientes. Construyendo una imagen mítica de la Araucanía, basada en relatos orales, Rugendas produce obras como, por ejemplo, El rapto-escena de una batalla entre araucanos y soldados argentinos (1848, óleo sobre tela), en la cual representa una escena de guerra donde el motivo central de la composición muestra a un hombre indígena, sobre un caballo blanco, llevándose a una mujer blanca, vestida de blanco, que trata de alejar el cuerpo del indígena de ella. Una vez pasada la escena del rapto, las mujeres blancas secuestradas deben asumir el “fatal” destino de servir a sus raptores, lo que es representado en la obra: El rapto de la doncella. Araucano con cautiva en el bosque (1840, óleo sobre tela). En esta composición se puede ver:

En el primer plano, el gran botín obtenido por estos araucanos. Se distinguen valiosas mercancías de oro, una escopeta, joyas... en fin, objetos diversos forman parte de este trofeo. Pero tal vez el mayor de ellos es la mujer que muestra su espalda desnuda al espectador. Apoyando su cabeza sobre sus brazos probablemente llora la desdicha de su destino. La han despojado en parte de sus ropas. Pero no es sólo la vergüenza, la violación a su inocencia. Es el futuro incierto que le espera. Junto a ella, sentada está otra cautiva, con sus hombros descubiertos parece interesada observando, ya conforme con su suerte. Las observan un conjunto de araucanos. De entre ellos destaca un hombre a la izquierda de la composición. Erguido está, de brazos cruzados y cubierto su cuerpo con mantas que dejan desnudos sus hercúleos brazos, examina a la cautiva. A su lado, una araucana lo observa. Completan la escena una mujer, adornada con sus atuendos. Tras ellos corona, en la parte superior de la composición, las ramas y el tronco grueso de una araucaria (Cruz de Aménabar, 2011, p. 110).

Estos óleos, entre otros dispositivos pedagógicos como la literatura en el siglo XIX, no sólo representan una escena que podría decirse común en este mundo, sino que cumplen la función de enseñar, por medio de la vista, lo que es correcto y lo que no. El rapto de una mujer blanca por parte de caciques indígenas y su pérdida de estatus como un “don”, por la consecuente violación que se supone ella va a sufrir, no sólo da cuenta del mundo “bárbaro” que se opone al “civilizado”, sino específicamente de las consecuencias de un “mestizaje de sangre”cuando el mismo es producto de una violación de indígena a mujer blanca (Cusicanqui, 2010). Una mujer blanca que es raptada, que es “expulsada” de los muros de la ciudad, que es violada por un “bárbaro” pierde su estatus ontológico, deja de ser humana y, de ninguna forma, puede volverlo a ser. En efecto, cuando Dolores, el personaje principal de la novela fundacional colombiana homónima –Dolores. Cuadros de la vida de una mujer (Soledad Acosta de Samper, 1867)–, pierde su blanquitud, esta vez por enfermedad, y se ve obligada a refugiarse en el bosque, asegura: “¡Si mi mal fuera solamente físico, si tuviera solamente enfermo el cuerpo! Pero cambia la naturaleza del carácter y cada día siento que me vuelvo como una fiera de estos montes, fría y dura ante la humanidad como las piedras de la quebrada” (Garzón, 2014, p. 27).

Ahora bien, un paso más en la búsqueda de repuestas está llamado a identificar y asumir las huellas de esta genealogía posible de la “invención” de las mujeres (Oyěwùmí, 2017) que se sustenta, como bien lo ha mostrado Lugones (2008), en la división ontológica entre quiénes son humanas y quiénes no y cuáles son sus funciones a propósito. Porque, si bien es cierto que si la promesa biopolítica encarnada en el cuerpo de las mujeres blancas les daba un lugar en el mundo colonial, esa misma posibilidad estaba negada para mujeres indígenas y negras que, por diversas razones, no podían ascender en el sistema de castas y cuya capacidad reproductiva no sólo las condenaba a “parir mesticillos”, despreciados por la sociedad española, como por la indígena, sino a habitar un limbo de no humanidad en medio de esas dos sociedades (Cusicanqui, 2010). Esa falta de estatus ontológico explica por qué dispositivos pedagógicos, como los óleos arriba citados o la novela de Acosta de Samper, no representan otra escena que es mucho más recurrente en el mundo colonial que la del rapto de mujeres blancas: la violación por parte de encomenderos, curas y soldados españoles a mujeres indígenas y negras y sus alcances en términos del acceso y control de su fuerza de trabajo y su servicio sexual (Garzón, 2014).

En su novela: No Give Up Maan! ¡No te rindas! (2002/2010), la escritora raizal colombiana Hazel Robinson Abrahams cuenta la historia de amor entre Elizabeth Mayson, la “niña ángel”, una joven inglesa que naufraga en la isla de San Andrés –Colombia–, y George, un sambo –producto de una violación–, un ñanduboy –expresión creole para designar a los “sin hogar”– que trabaja en una de las haciendas esclavistas de la isla.7 Considerada una novela fundacional, la fábula que aquí se narra apuesta por el mestizaje, esta vez entre una mujer blanca y un hombre no del todo negro, que según lo expresa la misma Elizabeth, dará inicio, en esta isla perdida del relato nacional, “a una sociedad capaz de distinguir algo más de lo que mira. George, estoy completamente feliz con el mundo que me ayudaste a descubrir, por el respeto que nos profesamos, la sublime visión que sueño que será la vida a tu lado en esta isla” (Robinson, 2010, p. 197).

Como he dicho arriba, el romance es condición de posibilidad de esta apuesta por el mestizaje pues, como lo muestra Mara Viveros (2010), en el caso de las parejas que involucran a un hombre negro o mulato –que es levemente superior al negro por su porcentaje de sangre blanca– y una mujer blanca se presume un lazo amatorio, pues en esa conjugación la mujer blanca pierde estatus, se devalúa social, sexual y moralmente y es expulsada, en consecuencia, del “tráfico” matrimonial y de parentesco que la convertía en “don”. En ese sentido, George es advertido con respecto al “verdadero” amor de Elizabeth, pues si bien es cierto que la “niña ángel” pierde estatus, también lo es el hecho de que George lo gana: “quién sabe si su indiferencia respecto a tu origen sea para disfrazar algún plan. Ten cuidado, George, te aconsejo permitir que ella tenga la oportunidad de escoger, debes dejar abierta la posibilidad de que retorne a su mundo” (Robinson, 2010, p. 179). No obstante, no es la historia de amor, sus obstáculos, retos, motivos o apuestas por un mundo donde el “color” no signifique nada lo que hace interesante esta novela, sino las condiciones de posibilidad de ese “romance”, las cuales se resumen en un nombre: Hatse.

Es una mujer negra, esclava, casi de la misma edad de George, quien ha sido su pareja – ¿sexual?, ¿afectiva?– por quince años. George, pese a que el padre de Hatse se la ha obsequiado como propiedad, nunca formaliza esa unión en matrimonio, pues cree que no existe motivo para hacerlo, no acepta a Hatse como su esclava y siente pena por ella. Para Hatse, quien considera a George como un extraño, el vínculo con él representa la única esperanza de salir de su condición como esclava porque, para bien o para mal, George tiene sangre blanca. No obstante, todo esto pueden ser simples elucubraciones en tanto Hatse no tiene voz en la novela. Ciertamente, aunque existe un capítulo en la novela titulado: “Hatse”, en sus páginas no es posible hallar una pista sobre lo que Hatse piensa y siente con respecto a George o con respecto a Elizabeth. Por el contrario, Elizabeth sí habla de Hatse cuando asegura, por un lado, no conocerla y, por el otro, que Hatse no debe creer en la esclavitud ni de los hombres ni de los sentimientos. Hatse, en este sentido, es silencio y cuando se habla de ella siempre lo hace una tercera persona, por lo que no es nunca su versión. Bajo estas circunstancias, la batalla de Elizabeth, su batalla por el amor y la libertad, por un mundo sin esclavos, es una versión de elite, mientras que para Hatse la batalla real contra la opresión nunca empezó.

La ausencia más importante la llamará Sylvia Winter (1990): la ausencia de la compañera de Calibán en La Tempestad, la ausencia de Hatse en este proyecto de nación mestiza. Aquí no existen alternativas al modelo erótico sexual que sustenta la blanquitud, ni a escapar a la lógica del “don”, ni a desconstruir la aspiración por lo blanco, ni a construir un mestizaje ajeno a sus versiones de elite y, por sobre todo, a formular una historia de amor que no vuelva a remitir al cuadro de Blake: Europa sostenida por América y África, con todas las consecuencias que ello tiene y que ya conocemos. Entonces, qué podemos hacer con estos sedimentos de colonialidad que están en nosotras, construyen nuestro Yo, nuestros relatos. En este punto, la pregunta por la blanquitud toma dimensiones hiperbólicas, pero no auto contemplativas puesto que, como bien lo afirma flores (2010), se trata de preguntarnos ¿quiénes no hemos llegado a ser? en pro de remitirnos al terreno más incierto de ¿quién podríamos llegar a ser? Empero, si esto es así, ¿pensar que, de algún modo, la colonialidad nos ha cruzado a todas, de diferentes maneras, no deja intacto un supuesto de que la experiencia del hecho colonial nos ha “inventado a todas” y que, por lo mismo, debe existir algún punto de convergencia política descolonial?

5. Oxímoron

Hacerse presente como feminista blanca y accionar en las luchas feministas descoloniales no es un acto de solidaridad, ni de afinidad, ni de amistad y mucho menos de sororidad. Es el acto de litigar contra sí misma, contra ese nosotras hegemónico, lo que deriva en un proceso de identificación, desidentificación y “traición a la cultura” (Anzaldúa, 2004), que es el fundamento de una empresa política y de producción de conocimiento la cual, en palabras de Lugones, puede constarnos la vida. Es un acto lleno de humildad en el sentido de entender que allí, tal vez, nada se tenga que hacer porque no existe un lugar viable y común de articulación, ni la posibilidad de elegir. Es un acto lleno de angustia porque siempre existe el riesgo de no poder o no desear ver las opresiones y las propias prácticas cómplices en ellas o de reducirlas a la lectura teórica. Es un acto lleno de sorpresa porque implica reconocer la propia ignorancia. Es un acto lleno de miedo porque enfrenta a la pérdida de los privilegios tanto cuando juegan en contra, como cuando juegan a favor. Y es un acto lleno de desollamiento puesto que: “sin una envoltura emocional sentida en el corazón que surja de nuestra opresión, sin que se nombre al enemigo que llevamos dentro de nosotras mismas y fuera de nosotras, ningún contacto auténtico no jerárquico entre grupos oprimidos puede llevarse a cabo” (Moraga, 1988, p. 21).

En el mundo donde el Yo feminista está muerto, en un terreno de lucha descolonial, producir conocimiento feminista crítico de la blanquitud, ubicándose en la blanquitud misma, es un reto necesario en la producción de nuestros propios andamiajes conceptuales, en aquellos dispositivos que explican nuestras genealogías y apuestas políticas, siempre situadas y siempre en tensión. Aquí, sólo he intentado aportar a la construcción de un espacio de debate y lucha política polemizador, que no parte de una idea de “superación” de las diferencias, o de apuestas simples por el uso estratégico de las identidades políticas, o de lugares sin ira, sin rabia, sin coraje o de una mera “implicación” como blanca, o de una plana noción de articulación, sino de las desconfianzas, de lo que he visto y aprendido y dialogado, de mis propias obsesiones intelectuales, de lo que me persigue como sombra, de los motivos que me han hecho renunciar, de las apuestas que me han hecho volver. En últimas, de la conciencia de que, aunque en muchos lugares del planeta podré ser también racializada como hispana, yo tengo el privilegio de volver a esos lugares donde mi blanquitud no se pone en duda, menos por un supuesto poder económico y más por el color de mi piel y mi capital académico. En cierto sentido, entonces, intentar construir respuestas e historias feministas en nuestras coordenadas geopolíticas siempre aspirará a ser un proceso de creatividad valioso, riguroso y necesario. Tan necesario como el escribir contra sí misma, en este instante eterno, en estos proyectos feministas descoloniales, donde seguramente una feminista como yo está llamada a no habitar, a no visitar y donde el oxímoron –igual de litigante como figura retórica– podría ser condición de posibilidad del hacer: la convivencia de dos o más términos opuestos y contradictorios que conviven un mismo lugar.

Referencias

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Notas

1 A propósito, consultar el Proyecto Afrodescendencia México, dirigido por Tanya E. Duarte, Recuperado de: https://www.facebook.com/AfrodescendenciaMexico
2 Betty Friedan (1921-2006) fue una teórica y militante feminista estadounidense quien adquiere reconocimiento por su libro: La mística de la feminidad, publicado en 1963 y ganador de un Premio Pulitzer. Allí, Friedan desarrolla su hipótesis del “problema que no tiene nombre”, en la cual argumenta que muchos de los problemas síquicos y sociales que aquejaban a las mujeres estadounidenses en tiempos de posguerra se debía a que aquellas construían su identidad a través de los roles opresivos de madre y esposa.
3 Domitila Barrios de Chúngara (1937-2012) fue proletaria, líder obrera, importante figura de la resistencia en contra de las dictaduras de René Barrientos Ortuño y de Hugo Banzer Suárez, nominada al Premio Nobel de la Paz en 2005 y única mujer de clase obrera que participó de la Tribuna.
4 Elena Caffarena (1903-2003) fue abogada, jurista y política chilena que luchó por los derechos de las mujeres obreras a principios de siglo XX.
5 Hace referencia al grabado: “Europa sostenida por África y América” (1796), de autoría de William Blake (1757-1827), poeta, pintor y filósofo inglés, para el libro: Narrative of a Five Years' Expedition against the Revolted Negroes of Surinam in Guiana on the Wild Coast of South America; from the Year 1772 to 1777 de John Gabriel Stedma. En el grabado, se representan tres mujeres desnudas: en el lugar central y punto focal se ubica la mujer blanca –Europa–; al costado izquierdo, soteniendo a Europa, se ubica una mujer negra –África– y al costado derecho, sosteniendo también a Europa, se ubica una mujer indígena de la AbyaYala –América–.
6 Las Reformas Borbónicas fueron un proyecto de reorganización del gobierno español iniciado por Felipe V y Fernando VI, que continuó con Carlos III (1759-1788) y se extendió hasta el reinado de Carlos IV (1788-1808). El mismo consistió en una reforma considerable de las instituciones coloniales y en la profundización de un sistema de castas, un sistema legal de jerarquías sociorraciales creado por la ley española y la elite virreinal en respuesta al crecimiento de la población de casta (Chance y Taylor, 1977, p. 460). Una de sus principales características fue el intento de excluir todo sujeto nacido en la colonia (discriminando a la vez por criollo, mestizo, indio, negro y mulato), de cargos eclesiásticos, de administración civil, y hasta de ciertos oficios de prestigio, limitando así las posibilidades de ascenso social y político por vías oficiales de todo aquel que no fuera español nacido en la península. Si bien los mestizos, los indios, negros y mulatos habían sido consistentemente excluidos de esos espacios, los miembros de la élite criolla que, en general, habían gozado de los privilegios de pertenecer a los estratos más elevados de la sociedad colonial, se hallaron profundamente afectados por las nuevas leyes (Catelli, 2012, p. 9).
7 Un estudio más profundo a propósito de esta novela se puede encontrar en Garzón Martínez (2017).

Recepción: 31 Octubre 2017

Aprobación: 04 Abril 2018

Publicado: 7 septiembre 2018

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