Descentrada, vol. 2, nº 2, e052, septiembre 2018. ISSN 2545-7284
Universidad Nacional de La Plata
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación
Centro Interdisciplinario de Investigaciones en Género (CInIG)

Dossier Epistemologías críticas feministas.
Aproximaciones actuales

La dicotomía de los sexos puesta en jaque desde una perspectiva cerebral

Lucía Ciccia

Universidad de Buenos Aires . Facultad de Filosofía y Letras. Instituto de Investigaciones Filosóficas
Sociedad Argentina de Análisis Filosófico IIF-SADAF / CONICET
, Argentina
Cita recomendada: Ciccia. L. (2018). La dicotomía de los sexos puesta en jaque desde una perspectiva cerebral. Descentrada 2 (2), e052. http://www.descentrada.fahce.unlp.edu.ar/article/view/DESe052


Resumen: En el presente trabajo, evidenciaré los sesgos y las falencias metodológicas de los estudios neurocientíficos orientados a corroborar la existencia de un dimorfismo sexual cerebral. Al demostrar que tal existencia es inválida, caracterizaré el cerebro como un órgano estratégico a partir del cual reinterpretar los conceptos de sexo y género, y el vínculo existente entre ambos. Dicha reinterpretación supone romper con la actual lectura dicotómica de los cuerpos, cuyos fines prescriptivos y normativos terminan siendo un obstáculo para la investigación biomédica y la práctica clínica.

Palabras clave: Sexo; Género; Dicotomía; Dimorfismo; Neurociencias; Investigación Médica.

The dichotomy of sexes, questioned from a brain perspective

Abstract: In this work, I will seek to show the biases and methodological deficiencies of neuroscientific studies that claim the existence of sexual brain dimorphism. In addition to showing the falsehood of such claim, I will characterize the brain as an estrategic organ which will allow us to reinterpret the concepts of sex and gender as well as the relation between them. Such reinterpretation will require to break with the current dichotomic conception of bodies, whose prescriptive and normative end up being an obstacle to biomedical research and clinical practice.

Keywords: Sex; Gender; Dichotomy; Dimorphism; Neurosciences; Biomedical Research.

1. Introducción 1

Fruto de un conocimiento científico interdisciplinar y del avance técnico y tecnológico, las neurociencias se erigen como la ciencia del siglo XXI. El incremento exponencial de investigaciones neurocientíficas se vio especialmente reflejado en aquellos trabajos orientados a la búsqueda de diferencias sexuales. Hacia el año 2011, la investigadora Lisa Eliot ingresaba los términos “Brain”- “Human”- “Sex difference” en el buscador de PUBMED, una de las principales bases de datos que reúne artículos concernientes a la investigación biomédica. Con esas palabras claves de búsqueda, obtuvo 5.600 resultados (Eliot, 2011, p. 896). En la misma línea, un estudio publicado en el 2016, mostraba que en 25 años (desde 1991 hasta 2014), las publicaciones científicas que mencionaban diferencias cerebrales de sexo o género se habían duplicado (Maney, 2016). 2

Si se realiza el mismo ejercicio que Eliot (2011), al momento de escribir el presente trabajo, obtuve en el buscador de PUBMED alrededor de 8.700 resultados. Esto significa que, en tan solo seis años, las investigaciones orientadas a la búsqueda de diferencias sexuales aumentaron más de un 50 %. Tan sólo avizorando los títulos de tales publicaciones, se evidencia el presupuesto del que parten: la existencia de un dimorfismo sexual cerebral. Es decir, la existencia de dos tipos de cerebro dentro de la especie humana, de acuerdo con una clasificación dicotómica de los sexos. 3

En otras palabras, al hacer extensible la actual lectura genética-hormonal-genital a los cerebros, se asume que los mismos son susceptibles de ser categorizados según el criterio hombre- mujer. De esta manera, se interpreta que el tejido adiposo, el hígado, los riñones, el sistema inmunitario, los intestinos, el sistema sensorial, el sistema nervioso periférico (como las motoneuronas de la médula espinal, que inervan los músculos encargados de la erección y eyaculación en los machos) y el sistema nervioso central son sexualmente dimórficos (De Vries & Forger, 2015).

Sobre la base de estos hechos, en la primera parte del presente trabajo expondré qué sugiere el discurso neurocientífico al legitimar la existencia de un dimorfismo sexual cerebral. Al poner en evidencia los sesgos sexistas y androcéntricos que tiñen las hipótesis de las que parten los estudios orientados a la búsqueda de diferencias entre los sexos, mostraré la contradicción entre tales estudios y su impacto en la investigación biomédica y la práctica clínica. Desde la línea de trabajo de la investigadora Daphna Joel (Joel et al., 2015; Joel, 2012; Joel, 2011), continuaré describiendo por qué no es válido afirmar que existen dos tipos de cerebro. Analizaré las implicancias que este hecho tiene en el ámbito biomédico, y consideraré la necesidad de nuevos criterios de “agrupación cerebral”. Asimismo, sostendré que una concepción dimórfica de los sexos respecto de cualquier órgano o sistema fisiológico, no responde a una realidad biológica. En cambio, se trata de una construcción de los cuerpos esencialmente normativa, significando un obstáculo para la investigación biomédica

En relación con lo expuesto a lo largo del primer apartado, en la segunda parte caracterizaré el cerebro como un órgano estratégico para comenzar a revisitar la forma de producción de conocimiento científico. Propondré reinterpretar los conceptos de sexo y género, y el vínculo existente entre ambos, a fin de diluir su sentido normativo y resignificarlos de manera útil para la práctica clínica. En otras palabras, describiré nuevos recursos epistémicos y metodológicos que implican romper con una lectura dicotómica de los sexos y los géneros. En este sentido, consideraré un modelo para, en primer lugar, lograr acceder a una mejor comprensión respecto del desarrollo, vulnerabilidad, prevalencias y tratamiento a enfermedades; en segundo lugar, a fin de dejar sin efecto el actual régimen sexual que, respaldado por el discurso neurocientífico acerca de la diferencia sexual, prescribe nuestras capacidades y conductas de acuerdo con los estereotipos normativos de género.

2. ¿Tienen sexo los cerebros?

2.1. El discurso neurocientífico acerca de la diferencia sexual

“Las diferencias entre hombres y mujeres en las
habilidades espaciales estarían asociadas con la división
del trabajo en la caza y la recolección entre los sexos
(Cela-Conde et al., 2009, p. 3851). 4

De acuerdo al discurso neurocientífico acerca de la diferencia sexual, el cerebro no sólo sería dimórfico en relación con aquellas estructuras vinculadas directamente a la química y mecánica de la reproducción (i.e. ciclo de ovulación, eyaculación y erección), sino que habría también diferencias en el procesamiento de información, el aprendizaje, la memoria, la realización de tareas cognitivas de alto nivel, entre otras. 5 Tal como advierten Margaret McCarthy y Anne Konkle, el dimorfismo sexual en la fisiología reproductiva, y sus substratos neurológicos responsables son equiparados con la existencia de diferencias sexuales en la cognición, algo que “no ocurre sólo en la investigación básica, sino también en la prensa popular” (McCarthy y Konkle, 2005, p. 4).

De esta manera, la idea acerca de un continuum entre dimorfismo genital –concepto ya problemático dado que existen personas no ajustables a esta definición de carácter esencialmente normativo— y dimorfismo cerebral, alienta trabajos como el de Madhura Ingalhalikar y su equipo de investigación (2014). En un popular y controversial estudio realizado por ellos, se analizaron las conexiones cerebrales de 428 hombres y 521 mujeres, concluyendo que el cerebro masculino se encontraría optimizado para la comunicación intra-hemisferio, mientras que el cerebro femenino para la comunicación inter-hemisferio. Tales resultados reflejarían los roles en la reproducción: el cerebro de los hombres estaría estructurado para facilitar la conectividad entre percepción y la acción coordinada, mientras que el de las mujeres para facilitar la comunicación entre modos de procesamiento analítico e intuitivo (Ingalhalikar et al., 2014). En otras palabras, Ingalhalikar constató desde una perspectiva cerebral las diferencias entre los sexos ampliamente observadas para dos capacidades cognitivas específicas. Una de ellas se refiere a las habilidades visuo-espaciales. Estas son importantes en tareas cotidianas como la lectura de mapas y la navegación, 6 así como también para el desempeño en disciplinas tales como la química orgánica y ciertas ingenieras (Hyde, 2016).

Una forma de medir las habilidades visuo-espaciales es a través del famoso test de rotación mental que consiste en la capacidad para rotar mentalmente un objeto tridimensional para que coincida con otro presente en una alineación de objetos de formas similares, pero no idénticas (Hyde, 2016). De acuerdo con un amplio rango de estudios, dicho test muestra de modo consistente que los hombres superan a las mujeres (De Vries & Södersten, 2009; Smith, Junger, Derntl & Habel, 2015; Zhu, Kelly, Curry, Lal & Joseph, 2015; Hyde, 2016). Resultados de varios experimentos sugieren que la ventaja observada estaría mediada, o incluso condicionada, por altos niveles de testosterona (Smith, Junger, Derntl & Habel 2015).

La otra capacidad cognitiva se trata de un tipo de destreza verbal específica: la fluidez verbal. No es sorprendente que en los test que evalúan dicha capacidad sean las mujeres quienes presentan un desempeño superior a los hombres” (Kung, Browne, Constantinescu, Noorderhaven & Hines, 2016, p. 111; Hyde, 2016, p. 53). La investigación llevada adelante por el equipo de la prestigiosa Melissa Hines encontró una relación negativa entre la testosterona y la expresión verbal en niñxs, sugiriendo que la exposición temprana a los andrógenos contribuiría a las diferencias observadas entre los sexos (Kung, Browne, Constantinescu, Noorderhaven & Hines 2016).

En definitiva, las conclusiones de estudios como los de Ingalhalikar y su equipo (2014) parten de –a la vez que refuerzan— el clásico discurso neuroendocrinológico. Según éste, los niveles hormonales en el ambiente fetal son la piedra angular para explicar la diferenciación del tejido cerebral entre machos y hembras, hombres y mujeres (Hines et al, 2016; Arnold, 2009; LeVay, 2011; Wallen, 2009). Tal discurso supone, en primer lugar, que la testosterona es el agente activo principal de las diferencias cerebrales. Y, en segundo lugar, que dichas diferencias no se circunscriben a las estructuras vinculadas con la química y mecánica de la reproducción, sino que también implicarían, por ejemplo, las habilidades cognitivas antes mencionadas.

Asimismo, desde la neuroendocrinología se sostiene que existen conductasdeterminadas por la exposición a testosterona durante los períodos llamados “críticos”.7 Entre tales conductas, identificadas como “conductas de género”, tres son las que se caracterizan por presentar las diferencias más robustas entre los sexos; las preferencias en los juegos (juguete y actividad), la orientación sexual y la identidad de género (Hines et al, 2016). De acuerdo con lxs neurocientíficxs Alicia García Falgueras y Dick Swaab (2010) estas diferencias parecieran ser tempranas en la evolución, anterior a los homínidos, produciéndose bajo la influencia de testosterona en el desarrollo intrauterino. Lxs investigadores explican que:

Los niños prefieren jugar con autos y pelotas, mientras que las niñas prefieren las muñecas. Esta diferencia entre los sexos en la preferencia por los juguetes está presente desde muy temprano (3-8 meses de edad). La idea acerca de que no es la sociedad que fuerza estas elecciones sobre los chicos, sino que se trata de diferencias entre los sexos en el desarrollo temprano de sus cerebros y conductas, es también apoyada por estudios comportamentales realizados en monos (…) Los niveles de testosterona durante el embarazo juegan un rol, porque las niñas que han estado expuestas a altos niveles de testosterona en el útero, en el caso de la hiperplasia adrenal congénita (ACH), tienden a elegir a los niños como compañeros de juego, prefieren juguetes de niños, son generalmente más salvajes, presentan menos interés en los lactantes que otras niñas, y son llamadas marimachos (García Falgueras & Swaab, 2010, pp. 22-23).

Según los datos recolectados por Hines, Constantinescu y Spencer (2015), las niñas con ACH presentan rasgos atípicos de género, siendo más probable que desarrollen atracción por personas del mismo sexo en la edad adulta. En efecto, la investigadora afirma que estudios replicados de manera independiente han corroborado que, si bien “la mayoría de las mujeres con ACH son exclusivamente, o casi exclusivamente heterosexuales (…) alrededor del 30 % no lo es”. Agrega que este es un porcentaje bastante mayor “en comparación con el 5 %, o menos, de la población general” (Hines, Constantinescu & Spencer, 2015, p. 4).

En sintonía con este discurso explícitamente esencialista y biologicista, donde se pone en evidencia que las nociones de sexo y género son tratadas de modo equivalente, numerosos estudios se orientan a constatar las diferencias entre hombres y mujeres para cualquier parámetro imaginable. Por mencionar sólo algunos trabajos, se encontraron diferencias en cierta actividad neuronal relacionada con el humor (Azim, Mobbs, Menon, & Reiss, 2005), en los patrones de activación cerebral del lóbulo parietal en respuesta a imágenes bellas (Cela-Conde et al., 2009), en circuitos neuronales asociados con la regulación emocional, es decir, la habilidad para monitorear, evaluar y modificar una respuesta emocional (Wu et al, 2016), en la activación cerebral y el razonamiento moral, el cual también estaría vinculado con los niveles de testosterona prenatal y posnatal (Chen, Decety, Huang, Chen, & Cheng, 2016), entre otros. Las conclusiones de estos tipos de estudios suelen recurrir a los roles que nuestros ancestros tuvieron en la reproducción, explicando así lo innato de tales diferencias.

A su vez, dichos trabajos suelen justificarse en la necesidad de comprender las diferencias sexuales en los procesos fisiológicos con fines biomédicos, dado que serían una vía natural para demostrar cómo estos procesos pueden ser modulados. En este sentido, las diferencias entre los sexos en relación con la vulnerabilidad a ciertas enfermedades podría revelar factores protectores en un sexo, sugiriendo estrategias para comprender el origen de dichas enfermedades y prevenir, y/o mejorar, los tratamientos. Refiriéndose especialmente al desarrollo de ciertas patologías neuronales, Geert De Vries y Nancy Forger sostienen que el sexo contribuye más que cualquier otro factor a la probabilidad de contraerlas, siendo algunos tratamientos más efectivos en un sexo que en otro (2015).

Sin embargo, si se supone que es válido afirmar la existencia de un dimorfismo sexual cerebral, este hecho pareciera ignorarse en aquellos estudios neurocientíficos básicos, preclínicos y clínicos que no se orientan específicamente a la búsqueda de diferencias entre los sexos. En otras palabras, el sexo no suele incorporarse como variable biológica en tales estudios (Joel & McCarthy, 2016). Asimismo, las diferencias entre los sexos en el resto de los órganos, riñones, hígado, y corazón, por ejemplo, son mucho menos estudiadas (Eliot, 2011). Es decir, la actual omisión del sexo como variable biológica no es exclusiva del área de las neurociencias, sino que es parte estructural de la investigación biomédica y la práctica clínica en general. Sobre la base de estos hechos:

El Instituto Nacional de la Salud (NIH) publicó un aviso en junio de 2015 que destacaba la expectativa del NIH respecto de que el sexo y el género se tengan en cuenta en los diseños de investigación, análisis e informes de resultados. Más avanzado que el NIH, el Instituto Canadiense de Investigación en Salud desde el 2010 ha pedido explícitamente que se hagan análisis de sexo y de género en la investigación en salud, y la Comisión Europea lo ha hecho desde el 2013. No obstante, el papel del género y la interacción del género con el sexo biológico han sido generalmente descuidados en la investigación biomédica (Schiebinger, 2016, p. 136).

Como advierte Londa Schiebinger (2016), el sexo sólo es introducido como variable en enfermedades caracterizadas como sexo-específicas o de mayor prevalencia en uno u otro sexo, tales como el cáncer de próstata y el cáncer de mamas. Respecto del género, y su interacción con el sexo, me referiré en el segundo apartado del presente trabajo. En el área de la farmacología, la ausencia de hembras en los estudios preclínicos es particularmente alarmante. En efecto, alrededor del 80 % de los estudios que incluyen la prueba de drogas en roedores son realizados únicamente en machos (Klein et al, 2015, pp. 5257-5258). 8

Un caso paradigmático que refleja la omisión del sexo como variable en los ensayos farmacológicos es el de la droga Zolpidem. La dosis de dicha droga, usada para dormir, debió ser reducida a la mitad en mujeres debido a la metabolización más lenta del fármaco. Tal reducción fue recomendada por la Food and Drug Administration (FDA), el ente regulador de fármacos y alimentos norteamericano, luego de la muerte de dos mujeres que en la mañana posterior a tomar la droga, se quedaron dormidas mientras conducían (Cahill & Aswad, 2015). La muerte de estas mujeres no fue producto de un mal uso del fármaco, sino que la dosis estaba estandarizada sólo en hombres. En consecuencia, las concentraciones en sangre resultaron más elevadas para las mujeres, siendo los efectos de la droga más prolongados. Este hecho es un claro ejemplo que explica por qué las mujeres suelen tener menor adherencia a los tratamientos farmacológicos: son más susceptibles a padecer los efectos secundarios de los mismos (Franconi & Campesi, 2014).

En el caso preciso del Zolpidem, me gustaría considerar una omisión del sexo por partida doble: en primer lugar, por no evaluar la farmacocinética en ambos sexos. Es decir, la absorción, distribución, metabolización y eliminación del fármaco. Y, en segundo término, aún con un discurso que legitima la existencia de dos cerebros, tampoco se incorporó el sexo como variable en relación con la farmacodinámica. Esto es, cómo interactúa el principio activo de la droga con su “blanco”; al tratarse de un hipnótico, su efecto se encuentra justamente en el tejido cerebral y, de existir un dimorfismo sexual, es evidente la necesidad de corroborar que el efecto del fármaco sea equivalente en hombres y mujeres.

En definitiva, los estudios básicos y preclínicos orientados a entender el rol de receptores cerebrales, neurotransmisores, circuitos neuronales, procesamientos de información, prueba de fármacos, etc., suelen utilizar machos. Asimismo, los ensayos clínicos incorporan solo voluntarios hombres. De esta manera, se justifica la búsqueda de diferencias cerebrales entre los sexos en términos de salud en estudios cuyas hipótesis perpetúan los estereotipos de género. Mientras tanto, la omisión de la hembra y la mujer en el ámbito biomédico demuestran que el hombre continúa siendo el sujeto universal.

2.2. La singularidad como “regla cerebral”

El uso de la palabra dimorfismo para describir las
diferencias cerebrales con relación a los sexos aparece
con frecuencia en la literatura científica y aparentemente
sin crítica. Es peor aún en las interpretaciones populares
de los hallazgos científicos (Joel & Fausto-Sterling, 2016,
p. 1).

Según las conclusiones que pueden encontrarse en la literatura neurocientífica respecto de la diferencia sexual, parecería que al verse un cerebro, fuera factible identificar su sexo. Sin embargo, tal como demostró Daphna Joel y su equipo en un trabajo pionero en observar de manera integral los cerebros, y con aproximadamente 1500 participantes, una categorización cerebral en línea con una lectura genética-hormonal-genital dimórfica no es válida por dos motivos. El primero se debe al gran solapamiento que existe entre las áreas supuestamente dimórficas. Y, el segundo, debido a la falta de consistencia interna de los cerebros en reflejar las características propias de un sexo (Joel et al., 2015).

La investigadora propone que la heterogeneidad es la regla con relación a las características cerebrales sexualmente no dimórficas, encontrándose en un mismo cerebro elementos de ambos sexos (Joel, 2011, p. 2; Joel et al., 2015). Las características dimórficas a las cuales se refiere son las involucradas directamente en la reproducción, aunque también se observa un mínimo solapamiento en ellas (Joel, 2011).

Antes de continuar, subrayo que el concepto dimorfismo es en sí mismo normativo, dado que equivale a proyectar en nuestro cuerpo la construcción dicotómica de los sexos creada por el régimen patriarcal, a fin de justificar biológicamente la polarización y jerarquización de los roles sociales. Por esta razón, en primer término, es pertinente referir a diferencias, más o menos consistentes, y no a dimorfismos, para remitir a nuestra constitución biológica general, y no sólo a la cerebral, es decir, incluyendo cromosomas, hormonas y anatomía corporal. Y, en segundo término, hacerlo sin circunscribir tales diferencias a los dos sexos actualmente inteligibles, hombre-mujer, sino considerando las variaciones en términos individuales. Exploraré esta forma de caracterizar los cuerpos a lo largo del segundo apartado.

Sobre la base de sus observaciones, Joel propone que cada cerebro es un mosaico de características únicas donde el sexo es un factor más que influye en su constitución, existiendo también otros factores tales como el ambiente y la experiencia individual ( 2011, pp. 1-3). En otras palabras, la hipótesis del cerebro mosaico sostiene que portaríamos cerebros únicos, con características de cada uno de los sexos. En la reciente investigación realizada por ella y su equipo afirma:

Nuestro estudio demuestra que, aunque existen diferencias de sexo/género en la estructura cerebral, los cerebros no son susceptibles de ser clasificados en dos clases, uno típicamente masculino y otro típicamente femenino, ni tampoco alineados en un continuo que comprenda un extremo masculino y otro extremo femenino (Joel et al., 2015, p. 15472).

El empleo del concepto “sexo/género” intenta hacer explícito que, al ver un cerebro, nos encontramos tanto ante factores innatos como adquiridos(entendiendo el género como aquello socialmente construido). Trataré este concepto en detalle en la sección 2.3.

En el mismo trabajo se analizaron diferencias de género, encontrando que existe un gran solapamiento entre hombres y mujeres en relación con ciertos rasgos de la personalidad, intereses, y conductas. Asimismo, observaron que la consistencia interna era extremadamente rara, incluso para aquellas actividades altamente estereotipadas.

Tales datos estarían en consonancia con los de la investigadora Janet Hyde (2016), quien –implementando metaanálisis como recurso estadístico— evaluó aquellas habilidades cognitivas para las que hombres y mujeres mostrarían un desempeño sexo-específico.9 Me gustaría destacar que tal implementación se volvió de vital importancia en el área de las neurociencias, dado que algo que las caracteriza es su bajo poder estadístico a la vez que su escasa, cuando no nula, replicabilidad. Es decir, los estudios suelen hacerse con pocxs participantes, aproximadamente 40, y en general, los experimentos se realizan sólo una vez.

De esta manera, implementado el recurso meta-analítico, un trabajo buscó comparar el desempeño en el test de rotación mental entre los sexos, observando que las diferencias en favor de los hombres no eran significativas, sino moderadas (Hyde, 2016). Sumado a este hecho, estudios recientes comprobaron que el desempeño para los test espaciales puede mejorarse con el entrenamiento. Un tipo de actividad que entrena esta habilidad es el video juego. Por esta razón, un trabajo se propuso realizar pruebas espaciales tras diez horas de entrenamiento en estudiantes mujeres, obteniendo un desempeño igual que los hombres control, es decir que no habían sido entrenados previamente al test (Hyde, 2016).

Por otro lado, de acuerdo con nuevos meta-análisis, la clásica ventaja que los hombres mostraban en ciertos test matemáticos (Hyde, 2016, p. 53; De Vries & Södersten, 2009, p. 7) no se sostiene. En un trabajo exhaustivo Hyde, junto a Sara Lindberg, Jennifer Petersen, y Marcia Linn (2010) primero meta-analizaron 242 estudios (realizados entre los años 1990 y 2007), que observaban diferencias entre hombres y mujeres para dichos test. Posteriormente, procedieron al análisis de un conjunto de datos basados en un muestreo probabilístico de adolescentes de Estados Unidos desde el año 1990 al 2010. Sus resultados mostraron que no existían diferencias entre los sexos (Lindberg, Hyde, Petersen, & Linn, 2010, p. 1). De acuerdo a las conclusiones arribadas a partir de tales resultados, existe una disminución de tales diferencias coincidente con el creciente número de alumnas mujeres en los cursos con orientación matemática en las escuelas secundarias (Lindberg, Hyde, Petersen, & Linn, 2010; Hyde, 2016; 2010). 10

Hyde (2016) propone que al no existir en las escuelas una materia para entrenar las habilidades espaciales, las diferencias observadas entre hombres y mujeres puede ser el resultado del entrenamiento informal. Es decir, extracurricular. En este sentido, resulta paradójico que actividades que mejoran tales habilidades, como los video-juegos, se encuentran altamente generizadas, asociándose con el estereotipo típicamente masculino.

Por otro lado, de todas las habilidades verbales evaluadas por el equipo de Hyde, la fluidez verbal fue la única que mostró diferencias, aunque sólo pequeñas, entre los sexos (2016, p. 54). Nuevamente, es necesario cuestionar cómo tales diferencias pueden aprehenderse mediante la experiencia informal, indefectiblemente normada por los estereotipos de género.

En contraste con el tipo de investigación realizada por Janet Hyde, orientada a explorar si existen o no diferencias entre hombres y mujeres, hipótesis como las de Ingalhalikar sólo buscan constatar “las ya comprobadas mejores habilidades espaciales y motoras, y la mayor propensión para la agresión física en machos (incluso humanos), y una mejor memoria verbal y cognición social en hembras” cuyo origen puede explicarse por “los roles complementarios en la procreación y la estructura social” (Ingalhalikar, 2014, p. 823). En otras palabras, tales hipótesis parten de naturalizar los roles de género para luego buscar correlatos biológicos que, de encontrarse, son interpretados como agentes causales de dichos roles.

En mi opinión, este hecho pone en evidencia aquello que caracteriza las investigaciones orientadas a la búsqueda de diferencias cerebrales entre los sexos: una inversión sistemática del orden. Es decir, aunque las hipótesis parten de los estereotipos de género, los resultados son interpretados asumiendo que existe un sexo que antecede y explica dichos estereotipos. Esta lógica es especialmente evidente en los estudios que evalúan las habilidades visuo-espaciales, la fluidez verbal, la actividad de juego, la orientación sexual y la identidad de género. Es decir, las habilidades y conductas en las cuales se observan las diferencias más consistentes entre los sexos y que suelen ser, paradójicamente, las más normadas por los estereotipos de género.

Esta falencia epistémica y metodológica, sumada la baja fiabilidad estadística que caracteriza a las neurociencias, y la abundancia de resultados contradictorios en aquellos estudios que buscan correlatos biológicos para explicar las diferencias cognitivas-conductuales observadas entre hombres y mujeres, nos sugiere preguntarnos: ¿Es el sexo realmente quien antecede y predice el género? ¿O existe una forma de sociabilizar estereotipada en el marco de las normativas de género capaz de formatear nuestras capacidades y conductas de manera dicotómica?

Al resaltar Hines (2015) que aproximadamente un tercio de las chicas con ACH muestra una orientación sexual no normativa, intenta reafirmar los argumentos biologicistas respecto de nuestras prácticas sexuales. Sin embargo, dicho porcentaje implica que un 70 % reproduce el dispositivo heterosexual; ¿Cómo se explica que, si la orientación sexual tiene supuestamente un subyacente biológico, ligado a los niveles de testosterona prenatal, sea tan alto el porcentaje de heterosexuales en chicas con ACH?

En contraste, ¿No debería considerarse el input social que reciben las chicas con ACH? ¿Qué se espera de ellas? ¿Cómo opera el régimen heteronormativo y cisexista en niñas que sociabilizan teniendo caracteres secundarios que hoy se identifican con “lo masculino”? En este sentido, la hipótesis opuesta al discurso neuroendocrinológico resulta más razonable: el hecho de que aún con la presión que ejercen los estereotipos de género, un 70 % de chicas con ACH sean heterosexuales demuestra la debilidad de los argumentos que intentan adjudicar subyacentes biológicos a nuestras prácticas sexuales. Más bien, tales porcentajes parecen el resultado de una puja entre las prescripciones respecto de la identidad de género, por un lado, y la orientación sexual, por otro, conviviendo ambas en nuestras formas de pensar y sentir. Tales prescripciones llevan la impronta heteronormativa y cisexista que implica asumir la expresión de la identidad de género como predictiva de la orientación sexual.

Asimismo, cuando García Falgueras y Swaab (2010) argumentan que las preferencias por juguetes no puede deberse a construcciones sociales porque se observan desde los tres meses, no considera los numerosos trabajos en psicología del desarrollo que han demostrado que, entre los dos y cinco meses de vida emergen formas de juego social entre una persona adulta y otra bebé (Español, 2004). En efecto, a los tres meses de vida ya somos capaces de generizar a las personas. Esto supone la necesidad de revisitar la manera en que nuestros estímulos hacia lxs bebés se encuentran sugestionados por el sistema de sexo/género que atraviesa nuestra matriz identitaria.

Finalmente, subrayo que no hay trabajos cuyas críticas hayan invalidado los estudios y conclusiones a las que ha arribado Joel junto con su equipo (Joel, Hänggid, Poole, 2016; Joel, Persico, Hänggid, Poole & Bermanb, 2016). La sustancial credibilidad de tales investigaciones pareciera ser congruente con aquello que nos caracteriza como especie: nuestra alta plasticidad cerebral. Es decir, la facilidad con que incorporamos experiencia a nuestro cableado neuronal. Este hecho, explica por qué el sexo es un factor más, y no necesariamente el central, en nuestra constitución cerebral. En este sentido, no me refiero al sexo sólo en sentido dicotómico, sino incluso caracterizándolo en términos individuales. Es decir, de acuerdo a la constitución biológica de cada unx de nosotrxs. Trataré este tema en la próxima sección. Retomaré la idea de plasticidad cerebral a lo largo de la segunda parte del presente trabajo.

2. 3. ¿Qué Implicancias tiene para la investigación biomédica y la práctica clínica, la ausencia de un dimorfismo cerebral?

De acuerdo con la hipótesis del cerebro mosaico, estudiar los cerebros agrupándolos según una división sexo-genital dicotómica equivaldría a una comparación de dos muestras al azar. Por lo tanto, agrupar los cerebros según el criterio hombre- mujer es una arbitrariedad que podría dar falsos positivos: la existencia o no de diferencias significativas en las arquitecturas cerebrales y/o patrones de activación evaluados, dependería de los cerebros que compongan la muestra en ese estudio, al igual que si los agrupáramos según el color de ojos, por ejemplo.

Este hecho sugiere la necesidad de nuevos criterios de agrupación cerebral. En este sentido, Joel junto con Anne Fausto-Sterling (2016) proponen evitar incorporar el sexo como variable analítica en el estudio de las estructuras y funciones cerebrales (2016, p. 4). Sin embargo, recomiendan la inclusión de ambos sexos en el diseño de cualquier experimento orientado a explorar cómo funciona nuestro cerebro, debido a que “dicha inclusión es crucial para asegurar un mayor entendimiento de las viabilidades de la especie que la alcanzada si fueran estudiados sólo hombres o sólo mujeres” (Joel y Fausto-Sterling 2016, p. 4.). Es necesario subrayar que tal inclusión no implica que un sexo, en el sentido dicotómico hombre-mujer, pueda predecir un tipo de cerebro. Más aún, tampoco si se considera el sexo en tanto nuestra constitución biológica en términos individuales dado que, como describí anteriormente, nuestro cerebro es la confluencia tanto de elementos biológicos como no biológicos. En consecuencia, no es posible trazar un límite claro entre lo innato y lo adquirido.

Sin embargo, en relación con el aspecto biológico, se ha documentado la existencia de factores externos que podrían impactar a nivel neuronal de manera sexo-específica. Es decir, según tales datos, dicho impacto se debería a ciertas especificidades genéticas y/u hormonales de acuerdo con las categorías hombre-mujer. Por tal razón, ante la mayor incidencia que ciertos desórdenes y patologías neuronales presentan en uno u otro sexo, el sexo sí debería incluirse como variable, a fin de dar indicios de su contribución, o de una variable que puede correlacionarse con él, tal como el género (Joel & Sterling, 2016). En este sentido, resalto que, para adjudicar posibles efectos debidos exclusivamente a nuestra constitución biológica, se requiere descartar otros factores susceptibles de correlacionarse con dicha constitución. En la sección 2.4 describiré el género como un factor que se correlaciona fuertemente con el sexo. Asimismo, propondré una forma de interpretar tal correlación, sin implicar causalidad.

Por otro lado, es interesante notar que, de acuerdo con la hipótesis del cerebro mosaico, la mayor propensión a un desorden bajo ciertas condiciones no legitima la existencia de un cerebro de mujer y un cerebro de hombre. Más bien, dicha propensión refleja la composición de un mosaico único con mayor tendencia a padecer determinado desorden. En este sentido, Joel y Fausto-Sterling (2016) explican que las prevalencias en uno u otro sexo son resultado de las diferencias entre los sexos en la frecuencia de aparición de un mosaico cerebral raro: “aunque la aparición de un cerebro con sólo características masculinas es rara, es más frecuente en hombres que en mujeres” (2016, p. 4). 11

Si bien la línea argumentativa de las autoras cuestiona la existencia de un dimorfismo sexual cerebral, continúa dando legitimidad a una lectura dual de los sexos. Es decir, la hipótesis del cerebro mosaico se encuentra enmarcada en la actual clasificación dicotómica: los cerebros, y los géneros, se interpretan como “intersex” (Joel, 2011; Joel et al., 2015).

En contraste, quiero proponer que cada cerebro equivale a la producción de un sexo singular, trascendiendo una lectura “intersex” que supondría estar ya sea entre los sexos o por fuera de ellos. En este sentido, el sexo interpretado en términos de singularidad diluye los límites impuestos por las categorías normativas hombre-mujer. Por tal razón, considero que el cerebro debería ser descripto de acuerdo con su morfología, arquitectura, densidad de espinas dendríticas, interconexiones, etc., sin sexualizar, ni generizar, tales características. Es decir, describiéndolo de acuerdo a su singularidad, siendo esta, en mi opinión, la forma de describirnos también en términos genéticos-hormonales-genitales.

Sin embargo, siguiendo la sugerencia de Joel y Fausto-Sterling, actualmente sí es necesario partir de una agrupación de cerebros de acuerdo a las categorías hombre-mujer para estudiar el origen de aquellas patologías neurodegenerativas que hoy presentan mayor prevalencia en uno u otro sexo, a fin de desentrañar si existen factores biológicos que puedan contribuir a tal prevalencia. En este sentido, podrían existir sintomatologías específicas como es el caso de la expresión fenotípica del infarto de miocardio, donde se vio que un diagnóstico centrado en el hombre invisibilizaba el cuadro clínico de las mujeres (Valls-Llobet, 2016). Aun así, subrayo que el criterio de “exclusividad biológica” en relación con cualquier patología siempre debe ser interpretado como un potencial, imposible de asegurar, debido al límite difuso entre lo innato y lo adquirido. El sexo nunca debe ser considerado la causa explicativa. Volveré a ello en la sección 3.1.

3. Revisitando conceptos: el cerebro como punto de partida

3. 1. ¿A qué debe remitirnos la idea de sexo?

Sostuve en el apartado anterior que sólo ante ciertas prevalencias debe considerarse incorporar el sexo como variable en los estudios cerebrales. Sin embargo, aún en tales casos no es factible acceder a los efectos del sexo de manera directa. Es decir, tal incorporación debe interpretarse como una aproximaciónrespecto de la contribución que nuestra constitución genética-hormonal hace al desorden o patología estudiada. Dicha noción se hace extensible al resto de órganos y sistemas fisiológicos.

En otras palabras, una clasificación de los sexos dual, hoy descripta en términos de hombre-mujer, debe ser conceptualizada como un recurso metodológico sólo válido en el ámbito biomédico. Asimismo, dicho recurso no implica asumir la existencia de desvíos. Esto es porque al caracterizar el sistema sexual dual como una aproximación, pretendo explicitar que se trata de dos sexos ideales definidos en términos de salud, sin equivaler a la realidad biológica de ninguna persona. Se trata de generalizar según dos constituciones genéticas-hormonales modelos, sabiendo que ningunx de nosotrxs cumple necesariamente con dicho modelo, sino que sólo nos aproximamos a él.

En definitiva, una noción dual de los sexos es sólo válida como un sistema ideal al servicio de nuestras constituciones fisiológicas reales, en términos de salud y no como un sistema normativo al cual debemos “ajustar” nuestras constituciones biológicas singulares. En este sentido, también es necesario revisitar la propia noción de sexo en tanto una constitución biológica rígida, fija e inmutable. Más bien, dicha constitución no se trata de un sistema cerrado, sino que dialoga con nuestra experiencia, resultando en una expresión biológica singular para cada persona.

Además, carece de relevancia clínica indagar si existen o no diferencias entre los sexos en términos absolutos, siendo más informativo investigar en qué medida o cuánto el sexo contribuye a una variación, ya sea respecto de los cerebros como en relación con el resto de órganos y sistemas fisiológicos. De esta manera, el sexo puede ser un predictor, pero nunca una causa explicativa (Maney, 2016), debiendo tomarse como punto de partida, pero nunca como suficiente, a veces incluso tampoco necesario, para comprender las diferentes prevalencias, vulnerabilidad y desarrollo de enfermedades.

Tal como describí anteriormente, este hecho se debe a la imposibilidad de acceder a los efectos biológicos de manera pura, existiendo otros factores que covarían con el sexo. Es decir que las diferencias que hoy se observan entre hombres y mujeres podrían deberse también a tales factores. Incluso, podría tratarse específicamente de factores no biológicos, siendo enmascarados por una lectura determinista que interpreta que nuestra expresión biológica se debe principalmente, o más aun exclusivamente, a nuestra constitución biológica. 12

Desde esta perspectiva, el factor género es de especial relevancia, teniendo la fuerza para enmascarar de sexo-específicas diferencias que pueden ser en realidad de género-específicas. En tales casos, no habría elementos biológicos que contribuyan a dichas diferencias, sino factores normativos congruentes con los estereotipos de género (trataré en detalle el impacto del género en nuestra expresión biológica en la sección 2.2). Finalmente, sugiero que, debido a su alta plasticidad, el cerebro es el órgano que más expresa la influencia de factores no biológicos en general, y el de género en particular.

3.2. ¿Por qué es relevante para la investigación biomédica caracterizarnos como un sistema de sexo-género?

En la sección 2.3., describí que los posibles falsos positivos en los estudios cerebrales que parten de las categorías hombre-mujer, ponen de manifiesto la urgencia de evaluar cómo deben agruparse los cerebros y bajo qué criterios. Comenzar a desarrollar estrategias en tal dirección, implica reinterpretar qué vemos al explorar el cerebro. En este sentido, consideré que su alta plasticidad lo convierte en el máximo exponente de la confluencia de factores biológicos, ambientales, y sociales, siendo su expresión biológica, es decir su arquitectura y patrones de activación, singular, a la vez que altamente variable entre cada persona

Asimismo, no es factible una división nítida entre cuánto hay de innato y cuánto de adquiridoen nuestro cableado neuronal, debido aque no existen cerebros que se encuentren exentos de cultura. Además, lo innato dialoga con lo adquirido en una interacción que resulta específica para cada individuo. En este sentido, es erróneo suponer que lo adquirido se “adiciona” a lo innato, preestablecido, fijo e inmutable. Más bien, desde el estadio prenatal, lo biológico se entreteje con el ambiente. Un ambiente particular, que iniciará el camino hacia la singularidad cerebral que nos caracterizará, y continuaremos construyendo, a través de nuestra experiencia individual

Ahora bien, a pesar de nuestra singularidad, los estereotipos normativos de género dicotomizan nuestra experiencia individual. En otras palabras, solemos aprender un conjunto de hábitos y conductas fuertemente generizado, capaz de incorporarse en nuestro cableado neuronal. Análogo al entrenamiento de habilidades motoras, que se reflejan en el aumento de volumen de ciertas estructuras cerebrales, el entrenamiento de género (es decir, nuestro aprendizaje respecto de cómo debemos actuar según el género con el cual se nos –y nos-identifica) podría suponer igualmente transformaciones cerebrales anatómicas y/o funcionales.

Por esta razón, comenzar a conceptualizar el género como una práctica es un hecho de relevancia clínica, debiendo caracterizarse nuestra expresión biológica como el resultado, en parte y no exclusivamente, del sistema de “sexo-género”. 13 Dicho concepto fue introducido por la antropóloga Gayle Rubin (1986) para describir:

(…) el conjunto de disposiciones por el que una sociedad transforma la sexualidad biológica en producto de la actividad humana, y en el cual se satisfacen esas necesidades humanas transformadas (Rubin, 1986, p. 97).

En este contexto, introducir el concepto de un sistema de sexo-género supone disponer de un lenguaje que vuelva inteligible que al ver un cerebro estamos ante la confluencia de lo biológico y lo social, debiendo ser contemplados ambos factores como categorías analíticas diferentes, y potenciales variables en los estudios cerebrales. Si bien describí que uno de los trabajos realizados por Joel indagó superficialmente la impronta de género en nuestras arquitecturas cerebrales, su objetivo principal fue explorar si el cerebro era susceptible de ser categorizado de manera dimórfica, no profundizando cómo y en qué medida la práctica de género puede impactar en nuestros cerebros. Nuevas líneas de investigación son necesarias en esta dirección. En mi opinión, de existir correlaciones biológicas entre los patrones de activación cerebral y ciertas capacidades, conductas, o incluso ante las prevalencias que se observan en determinadas enfermedades entre hombres y mujeres, debe considerarse que tales correlaciones pueden ser el resultado de los estereotipos adquiridos a través de nuestras prácticas generizadas, sin que exista un vínculo causal entre sexo y género. Volveré a este punto en la sección 3.3.

Por otro lado, si bien debido a su alta plasticidad, el cerebro representa el caso paradigmático, la práctica de género se expresa en la totalidad de nuestro cuerpo. En otras palabras, es necesario interpretar la totalidad de nuestro organismo como un sistema de sexo-género, donde el género no sólo podría potenciar, sino hasta incluso ocasionar, sintomatologías específicas. Un caso ilustrativo que demuestra este último punto, fue una investigación realizada para estudiar la taza de recurrencia del síndrome coronario agudo (ACS) prematuro y eventos cardíacos adversos importantes (MACE). A fin de evaluar la incidencia del género en tal recurrencia, se desarrolló un cuestionario auto administrado que incluía medidas de género, donde altas puntuaciones significaban conductas más femeninas. Los resultados fueron polémicos: el equipo de investigación no encontró diferencias entre los sexos, pero sí entre los géneros. Es decir, dentro de un período que abarcó doce meses, los roles femeninos se asociaron a una mayor taza de recurrencia de ACS y MACE en comparación con los roles masculinos, independientemente del sexo de lxs pacientes (Pelletier et al, 2016). 14

Con este ejemplo, quedan expuestos los sesgos implicados si conceptualizáramos el modelo sexual dual como suficiente. En contraste, debemos interpretar nuestro organismo como un sistema abierto, en constante diálogo con nuestras prácticas.

3. 3. Reinterpretando correlatos biológicos: el vínculo causal desplazado por un vínculo estadístico

Anteriormente, propuse reinterpretar el concepto de sexo en términos duales, entendiéndolo como un modelo ideal al servicio de nuestras constituciones biológicas reales. Asimismo, caractericé que nuestro sexo real es el resultado de tales constituciones y nuestras prácticas, volviendo inteligible este hecho tras la noción de expresión biológica. En este sentido, caractericé el género como una práctica que se incorpora en nuestro organismo y, por tanto, se vuelve parte constitutiva de nuestra expresión biológica. Por esta razón, el género debe incorporarse como variable en los estudios biomédicos (no sólo los concernientes al cerebro), habilitando el acceso a una mejor comprensión respecto del desarrollo, prevalencias, vulnerabilidad y tratamientos de enfermedades.

Los conceptos y las nociones recién descriptas suponen otra forma de interpretar la relación existente entre sexo y género. De acuerdo con el discurso biomédico, la identificación con un sexo, en términos dicotómicos, se asocia con un género congruente, suponiendo la idea de un vínculo causal entre ambos. En otras palabras, anteriormente señalé que no sólo las prevalencias, sino también nuestras capacidades y conductas suelen entenderse como una consecuencia inherente a nuestra constitución biológica. En efecto, en la investigación biomédica los términos sexo y género suelen emplearse como sinónimos. 15 Desde esta perspectiva, aun introduciendo la noción de epigenética, esto es cómo la expresión de nuestros genes se ve afectada por el ambiente, incluyendo nuestras prácticas, se sigue respaldando dicho vínculo; en primer lugar, porque tal introducción continúa legitimando la existencia de subyacentes biológicos, bajo el lema de predisposiciones genéticas, para explicar nuestras capacidades cognitivas-conductuales. Y, en segundo lugar, porque la interpretación que suele hacerse en la literatura científica respecto de cuánto y cómo podría influir el ambiente en tales predisposiciones, termina recayendo en un determinismo epigenético que convierte en innatas las diferencias que hoy se observarían entre hombres y mujeres.

Sin embargo, podrían ser nuestras prácticas de género capaces de moldear nuestros cuerpos y cerebros de acuerdo al régimen sexual dicotómico ideal, normativo de nuestras capacidades y conductas. En otras palabras, y en línea con la teoría queer emergida en los ’90, sostengo que son los estereotipos normativos de género los que anteceden, y sobre los que se justifica, dicho régimen.

Es decir, en oposición a la idea de un vínculo causal, propio de un discurso científico esencialista y biologicista que interpreta el sexo como antecesor y agente causal del género, es necesario comenzar a reinterpretar dicho vínculo como estadístico: una correlación creada a través del dispositivo normativo del sistema de sexo-género.

La diferencia sustancial entre un vínculo causal y uno estadístico, es que el primero supone la idea de características inherentes a cierta constitución biológica, mientras que el segundo describe las correlaciones cómo el resultado del aprendizaje de un conjunto de normas, susceptible por tanto de desaprenderse, sin adherir a una idea determinista de las capacidades y conductas humanas. En efecto, aplicando la noción de vínculo estadístico puede explicarse el estudio de Hyde (2016) descripto en la sección 1.2.; en los test matemáticos donde los hombres solían mostrar un mejor desempeño que las mujeres, actualmente no se observan diferencias, siendo los cambios en las prácticas sociales la principal hipótesis para explicar este hecho.

También, abandonar la idea de vínculo causal entre sexo y género resultaría en una forma menos sesgada de caracterizar la vulnerabilidad y las mayores, o menores, propensiones a diversas enfermedades. Es decir, habilitaría pensar el género como parte de nuestra matriz identitaria socialmente construida, y no biológicamente determinada, sobre la que se ciñen tales enfermedades (como también habilidades y conductas), enmascaradas de diferencias sexo-específicas por la fiabilidad del vínculo estadístico. Esta fiabilidad demuestra la eficiencia con que operan en nuestra subjetividad las normativas sociales.

Subrayo nuevamente que, si bien nuestra alta plasticidad cerebral convierte las patologías neuronales y nuestras capacidades cognitivas-conductuales en los casos emblemáticos hacia los cuales dirigir este tipo de hipótesis, las mismas son válidas de aplicación para cualquier patología, tal como mostró el estudio que evaluó ACS y MACE, incluyendo la prueba de drogas en los ensayos farmacológicos. Incorporar la idea de un vínculo estadístico en el ámbito biomédico implica comenzar a sistematizar metodologías para medir el impacto del género en los estudios, interpretando su relevancia, y no tratándolo como periférico ante el presupuesto de un origen biológico, central por defecto.

Asimismo, tal incorporación visibilizaría todas las combinaciones posibles entre el sexo y el género, contemplandolas orientaciones sexuales e identidades de género no normativas. En otras palabras, habilitaría indagar qué efectos tiene el régimen heteronormativo y cisexista en las personas cuya orientación sexual y/o identidad de género no se ajustan a él. En este sentido, son necesarias nuevas líneas de investigación orientadas a explorar cómo impactan las prácticas de género, que desafían el vínculo estadístico normativo, en nuestra expresión biológica respecto del desarrollo y vulnerabilidad a las enfermedades.

A pesar de que el objetivo central de mi trabajo es disolver los estereotipos de género, sostengo que visibilizarlos en el marco de una relación no determinista con el sexo es hoy necesario para lograr comprender la contribución que hacennuestros constructos de género a la diversidad de enfermedades existentes. Asimismo, tal visibilización debilita la fuerza de dichos constructos, al comenzar a caracterizarlos en el ámbito biomédico como contingentes.

Por otro lado, deslegitimar la existencia de vínculos causales implica dejar de estigmatizar y patologizar las identidades de género y orientaciones sexuales no normativas, dejando de ser catalogadas como desvíos biológicos. Es decir, supone dejar de enmarcar nuestras prácticas en un plano esencialista y biologicista, entendiendo que si existe un vínculo, es una creación que resulta de categorías universalistas normativas, siendo las personas que se identifican como heterosexuales y cisla consecuencia de tales categorías, y no de substratos neuroendocrinos.

Finalmente, subrayo que, aun siendo nuestra experiencia individual dicotomizada por los estereotipos de género, es inválido categorizar los cerebros de acuerdo al criterio femenino-masculino. Esto significa que la fuerza normativa de dichos estereotipos resulta trascendida por nuestra singularidad.

4. Conclusiones: hacia nuevos recursos epistémicos y metodológicos

A lo largo del presente trabajo, me propuse mostrar que la clasificación dicotómica de los sexos implementada como guía sobre la cual interpretar las diferencias, de existir, entre hombres y mujeres evidencia sus limitaciones en el ámbito médico. En particular, propuse que los cerebros representan el paroxismo de dichas limitaciones, pero también se vuelve extensible al resto de los órganos y sistemas fisiológicos. En definitiva, encontrar diferencias entre hombres y mujeres, para cualquier parámetro, no equivale a acceder a la contribución que nuestra constitución genética-hormonal “hace” al parámetro evaluado

Sobre la base de estos hechos, resalté la necesidad de generar nuevos recursos epistémicos y metodológicos en la investigación biomédica. Propuse reconceptualizar la categorización actual de los sexos como un modelo dual ideal con fines metodológicos, para aproximarnos a los efectos que nuestra constitución biológica podría tener en el desarrollo, vulnerabilidad, prevalencia y tratamiento de enfermedades. Asimismo, consideré que debe interpretarse como necesario, pero nunca suficiente: es un punto de partida para luego indagar otros posibles factores que covaríen con tal modelo, siendo el género de especial relevancia. En este sentido, resalté que nuestra constitución biológica no debe entender como algo fijo e inmutable. En cambio, dialoga con nuestras prácticas, confluyendo en una expresión biológica singular para cada persona

Por otro lado, sostuve que, desde una perspectiva cerebral, partir de las categorías universalistas, incluso en términos de salud, es una falencia metodológicaque puede resultar en falsos positivos. La aplicación de un modelo sexual dual en los estudios cerebrales sólo es válida ante las prevalencias que ciertas patologías neuronales presentan en uno u otro sexo. Por tal razón, comenzar a reinterpretar la práctica científica desde una perspectiva cerebral –donde la clasificación dual de los sexos como criterio de agrupación es por regla general inválida (siendo las prevalencias excepciones que confirman la regla)— se vuelve estratégico para dimensionar nuevas formas de producción de conocimiento.

En este sentido, en línea con la epistemóloga Donna Haraway: “[…] solamente la perspectiva parcial promete una visión objetiva (…) La objetividad feminista trata de la localización limitada y del conocimiento situado, no de la trascendencia y el desdoblamiento del sujeto y el objeto” (Haraway, 1995, p. 327).

De esta manera, es fundamental una epistemología que contemple la singularidad en la propia investigación biomédica y la práctica clínica. Con esto no me refiero a hacer una ciencia exclusiva para cada persona, sería irrisorio. Más bien, se trata de interpretar las arquitecturas cerebrales como la conjunción de una multiplicidad de factores, siendo el biológico uno más, pero indisociable del resto. En otras palabras, es conceptualizar que los estudios del cerebro requieren de perspectivas parciales, localizadas y situadas. En este sentido, se vuelve inválida cualquier agrupación cerebral que quiera preestablecerse, como regla general, de acuerdo a una, o más de una, categoría. En cambio, lxs participantes en un estudio deben ser contextualizadxs y humanizadxs, teniendo presente que en cada cerebro se encuentra encarnada la trayectoria vital de cada unx de ellxs.

En definitiva, los diseños experimentales deberían reflejar este hecho considerando que los criterios de agrupación varíen según qué se quiere estudiar, cómo, y en qué contexto, asumiendo que la mejor forma para una investigación determinada, no lo es para otra. Si bien este tipo de metodología llega a su paroxismo en aquellas investigaciones que impliquen estudios cerebrales, la idea de perspectivas parciales y situadas debe hacerse extensible al resto del organismo. El modelo dual, en términos sexo-genéricos, debe interpretarse como una herramienta más, necesaria en el contexto actual, pero no como la única categorización a partir de la cual producir conocimiento en el ámbito biomédico.

Sobre la base de estos hechos, el cerebro puede ser la guía para pensar nuevas metodologías que optimicen la producción de conocimiento, considerando como potenciales variables, y por tanto fuente de nuevos modelos metodológicos posibles, toda práctica que implique el aprendizaje de hábitos y conductas, dado que se vuelven parte constitutiva de nuestra expresión biológica. En este sentido, si bien me focalicé en la práctica de género, se puede, de la misma manera, interpretar las prácticas relacionadas con, por ejemplo, los procesos de etnias y religiones.

Respecto del género, describí la necesidad de crear herramientas y sistematizar metodologías que nos permitan desentrañar su contribución en las enfermedades en general, y en desórdenes y trastornos cerebrales en particular, dado que la capacidad plástica de nuestro cerebro lo vuelve el órgano más permeable a dicha práctica. Este hecho supone abordajes interdisciplinares que no sean conceptualizados como; explorar factores biológicos desde las ciencias naturales, por un lado, y factores sociales desde las humanidades y ciencias sociales por otro. Más bien, deberían surgir diálogos que posibiliten revisitar conceptos e hipótesis, dimensionando otras maneras de interpretar resultados. Este el verdadero desafío de futuros trabajos interdisciplinares.

Finalmente, evidencié que los discursos esencialistas y biologicistas que pretenden reducir nuestras capacidades y conductas a las redes neuronales deben ser desplazados por un discurso que enfatice que la singularidad es lo que nos caracteriza como especie. Que no exista un cerebro igual a otro demuestra que él sólo nos aporta la materia prima para que, sobre ella, desarrollemos nuestras singularidades, resistiendo al aplastamiento de subjetividades implicado en el actual régimen sexo-genérico dicotómico.

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Notas

1 Debido a que utilizaré las nociones de hombre y mujer en el marco del discurso científico, las asumiré como conceptos biológicos (xy y xx, respectivamente). En otras palabras, me referiré a ellas desde una perspectiva cis, prefijo usado para remitir a aquellas personas que no son trans. Enfatizo que las considero categorías normativas y no, naturales. En el mismo sentido, remitiré a expresiones tales como “entre los sexos” o “en uno u otro sexo” en sentido binario, pero no porque considere que se trata de categorías legítimas, sino porque son las únicas inteligibles en el régimen sexual actual. Caracterizo tal régimen como jerárquico y dicotómico, heteronormativo y cisexista. Es decir, construye la idea de dos sexos hombre- “mujer, imponiendo el primero como superior al segundo (en este sentido uso el término sexismo), y la heterosexualidad y la cisexualidad como equivalentes de sanidad psíquica y física. No usaré el término varón en lugar de hombre, algo que suele hacerse en los estudios feministas para evitar la ambigüedad de este último término, en tanto plural/particular. En contraste, en vez de anular tal ambigüedad por omisión, considero que debe lograrse por resignificación: el término hombre, palabra poderosa que no debe ceder la producción académica feminista, debe perder el peso de universalidad: el uso sistemático del par hombre-mujer persigue dicho fin, visibilizando que ambos son términos particulares. Por “sexo”, me referiré a nuestra constitución biológica (genética-hormonal-genital); mientras que por “género” remitiré a los estereotipos normativos construidos socialmente sobre la base de los sexos.
2 Tal como describiré posteriormente, las nociones de sexo y género suelen utilizarse de manera intercambiable en la investigación biomédica. En efecto, el propio diccionario de Word señala “género” como un sinónimo de “sexo”.
3 Como sostiene Diana Maffía (2008), la dicotomía presenta dos características fundamentales. La primera, es que es excluyente (se es “hombre” o “mujer/ “masculino” o “femenino”). Y la segunda, es que es exhaustiva. Es decir, no existe nada más que esas dos categorías (lo que se encuentra por fuera de ellas se trata de “desvío” o “excepción”).
4 El idioma original de los artículos científicos aquí mencionados es el inglés. Todas las traducciones fueron realizadas por la autora.
5 Las tareas cognitivas de alto nivel implican la toma de decisiones y la resolución de problemas.
6 Esto es, como nuestro cerebro procesa la información proveniente del entorno para moverse a través del espacio.
7 El primero ocurre en el estadio prenatal, entre las semanas 8 y 24, con un pico máximo entre la 8 y la 16. El segundo período es post natal, y ocurre entre las semanas 4 y 24, siendo máximo entre la 4 y la 12. Este último período se conoce como “mini pubertad” (Hines et al, 2016, p. 69).
8 Un claro ejemplo que refleja este hecho es que entre los años 1997 al 2000, 8 de las 10 drogas que fueron retiradas del mercado de los Estados Unidos representaban un mayor riesgo para la salud de las mujeres (Klein et al, 2015, p. 5258).
9 Se denomina metaanálisis a un recurso cuantitativo que consiste en integrar varios estudios existentes acerca de un mismo tema, con el fin de obtener resultados más fiables (Hyde, 2016).
10 También se observó que las ventajas en ciertos test matemáticos eran eliminadas si de antemano se les decía a las “mujeres” que lo hacían tan bien como los “hombres”, mientras que las diferencias se acentuaban si se les decía lo contrario (De Vries & Södersten, 2009, p. 7).
11 Dado que los términos “male” y “female” se refieren tanto a macho- hombre y hembra- mujer, como al género, masculino-femenino, la distinción suele inferirse de acuerdo con el contexto. En este caso, al decir con “características masculinas”, las autoras remiten al concepto de sexo/género que describí en la sección 1.2.
12 Considero que este hecho no sólo concierne al sexo: al evaluar grupos en los que se suponga que existe una variable biológica, de encontrarse diferencias, las mismas nunca deben interpretarse como los efectos de dicha variable sobre aquello que se esté evaluando. En cambio, debe barajarse la posibilidad de otros factores susceptibles de covariar con el factor biológico analizado (nutrición, religión, etnia, etc.).
13 Tal como sugerí en la nota 12, resalto que es “en parte” porque existen otros valores normativos que influyen en nuestra expresión biológica. Es decir, si bien a lo largo del trabajo me focalizo en las relaciones sexo-genéricas, porque las caracterizo como un eje central en la construcción de nuestras subjetividades, nuestros cuerpos y cerebros son sistemas donde confluyen una multiplicidad de factores que implican también el aprendizaje de hábitos y conductas normativas. Es decir, en nuestros cuerpos se intersectan distintos factores de opresión(sexo-género-raza-clase, etc.) que deben ser considerados de relevancia en la práctica clínica.
14 Trabajos como el de recién descripto reflejan el impacto que los “estilos de vida” acordes al “género” tienen en nuestra expresión biológica. En este sentido, el género masculino suele asociarse a una mayor taza de tabaquismo y consumo de alcohol, más actividad física, y menor consumo de frutas y vegetales (Schiebinger, 2016, p. 137). Considero que los hábitos y conductas generizadas deberían ser especialmente relevantes en los estudios farmacológicos. Este hecho se debe a que la taza de metabolización y aclareamiento (eliminación) de un fármaco no sólo se debe a la constitución fisiológica del organismo. Paradójicamente, también tienen una gran influencia factores altamente generizados, como la actividad física, la alimentación, y la ingesta de componentes bioactivos, tales como el tabaco. A modo de ejemplo, la teofilina es un antiasmático cuya farmacocinética (ADME: absorción, distribución, metabolización, y excreción del fármaco) se ve afectada por el consumo de tabaco. Dado que parte del humo “induce” una de las rutas metabólicas hepáticas usadas para numerosos fármacos, las personas fumadoras suelen tener una menor concentración en sangre de las drogas en cuestión. En efecto, actualmente, en fumadorxs, las dosis de teofilina son entre un 30 y 50% mayor respecto de lxs no fumadorxs. Asimismo, también el alcohol y la cafeína tienen efectos en la farmacocinética. La información procede del posgrado que realicé en “Interacción entre medicamentos y alimentos”, dictado por la Universidad de Barcelona (IL3). Específicamente, estos datos corresponden a uno de los ejes temáticos: la “Interacción de los medicamentos con tabaco, alcohol y otros componentes bioactivos”.
15 Existe un curso on-line dado por el NIH que subraya la relevancia clínica de distinguir los conceptos de “sexo” y “género”. Dicha relevancia se debe a que un acoplamiento de tales conceptos implica omitir el impacto que nuestras prácticas sociales pueden tener en la mayor prevalencia que ciertas enfermedades presentan “en uno u otro sexo”. El NIH explicita que el género no es equivalente al sexo, y ambos deben ser considerado posibles variables en los estudios clínicos.

Recepción: 31 Octubre 2017

Aprobación: 16 Marzo 2018

Publicado: 7 septiembre 2018

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