Descentrada, vol. 4, nº 2, e116, septiembre 2020-febrero 2021. ISSN 2545-7284
Universidad Nacional de La Plata
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación
Centro Interdisciplinario de Investigaciones en Género (CInIG)

Dossier : Literaturas y disidencias sexuales

Un fulgor de estrellas. La configuración de una memoria abyecta en Vivir con virus y Aparecida de Marta Dillon


CONICET – Instituto de Investigaciones en Humanidades y Ciencias Sociales, Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, Universidad Nacional de La Plata, Argentina

Silvina Sánchez

Instituto de Investigaciones en Humanidades y Ciencias Sociales, Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, Universidad Nacional de La Plata, Argentina

Cita recomendada: Rubino, A. R. y Sánchez, S. (2020). Un fulgor de estrellas. La configuración de una memoria abyecta en Vivir con virus y Aparecida de Marta Dillon. Descentrada, 4(2), e116. https://doi.org/10.24215/25457284e116

Resumen: En este artículo abordamos el análisis de dos libros de Marta Dillon, Vivir con virus (publicado en 2004 y que compila las columnas que escribió para Página/12 desde 1995 hasta 2003) y Aparecida (2015). Se propone que la poética de Dillon construye una memoria abyecta, por un lado, porque se narra la experiencia de la enfermedad trazando relaciones entre la memoria de la última dictadura y los sueños de exterminio (Giorgi), es decir, la utilización biopolítica del virus del VIH-SIDA. Y, por otro lado, porque explora los cruces entre memorias del pasado reciente y disidencia de sexo-género, de modo tal que excede los tópicos discursivos de la segunda generación de HIJOS, y configura una memoria anómala que se compone como una política de lo íntimo, una pedagogía de la maternidad y una celebración del contacto de los cuerpos.

Palabras clave: Marta Dillon, Disidencia sexual, Memoria, VIH-SIDA, Literatura de HIJOS e hijos.

A glow of stars. The configuration of an abject memory in Marta Dillon's Vivir con virus and Aparecida

Abstract: In this article, we discuss the analysis of two books by Marta Dillon, Vivir con Virus (published in 2004 and compiling the columns she wrote for Página/12 from 1995 to 2003) and Aparecida (2015). We suggest that Dillon's poetics constructs an abject memory, on the one hand, because it narrates the experience of illness by tracing relations between the memory of the last dictatorship and the dreams of extermination (Giorgi), that is, the bio-political use of the HIV-AIDS virus. And, on the other hand, because it explores the interconnections between memories of the recent past and sex-gender dissidence. This is why it exceeds the discursive clichés of the second generation of HIJOS (children of the disappeared), and configures an anomalous memory that is composed as a politics of the intimate, a pedagogy of motherhood and a celebration of the contact of bodies.

Keywords: Marta Dillon, Sexual Dissidence, Memory, HIV-AIDS, HIJOS literature.

1. Introducción

En este artículo abordamos el análisis de dos libros de Marta Dillon, Vivir con virus (publicado por primera vez en 2004 y que compila las columnas que escribió para Página/12 desde 1995 hasta 2003), y Aparecida (2015). Ambos textos constituyen relatos en primera persona de dos experiencias traumáticas, distintas pero relacionadas: por un lado, la convivencia con el virus del VIH-SIDA; por el otro, la aparición de los restos de su madre, Marta Taboada, desaparecida y asesinada durante la última dictadura militar. En el cruce entre Aparecida y Vivir con virus se recorta una memoria, no sólo de los desaparecidos de la última dictadura sino de la continuidad de lo que Gabriel Giorgi llama sueños de exterminio plasmada en la utilización biopolítica del virus del VIH-SIDA. Para pensar la literatura argentina del siglo XX, Giorgi utiliza el concepto de sueños de exterminio, cuyo ejemplo más extremo está, sin duda, en el plan de exterminio del nazismo en Alemania, pero que no comienza ahí, pues el autor asocia los sueños de exterminio con el inicio de la propia categoría de homosexual en el siglo XIX: “el homosexual y la lesbiana nacen en el siglo XIX, entre la medicina y la criminología, como categorías a corregir, a curar y a perseguir y eventualmente a eliminar […]. Son, en este sentido, identidades llamadas a la existencia para nombrar y encarnar lo que no debería existir” (Giorgi, 2004, p. 18). En Vivir con virus, Dillon realiza en repetidas ocasiones vinculaciones de su situación actual como portadora del virus con la desaparición de personas -y, fundamentalmente, de su madre- durante la dictadura. En Aparecida, la memoria se configura como una política de la intimidad y de los lazos afectivos. Se reconstruye, como un acto de resurrección, la figura de la madre y se reactualiza su herencia: una pedagogía de la maternidad fundada en los gestos de cuidado y el contacto de los cuerpos. La memoria es un ritual compuesto por una congregación de mujeres, que no solo se transmiten el legado de madres a hijas, sino que se reúnen a imaginar las historias que se esconden tras las ropas de los muertos, a adornar la urna donde descansarán los huesos de la madre y a cantar, hermanadas, los versos que mitigan el dolor y lo transforman en fiesta fúnebre. Se trata, en ambas publicaciones, de actos de memoria y de desafío al silencio impuesto no sólo sobre el pasado reciente, sino también sobre la enfermedad y el virus. A su vez, en la deriva de un texto al otro se puede leer una continuidad, como si Aparecida viniera a cerrar un relato biográfico iniciado en Vivir con virus, o como un nuevo comienzo de la biografía a partir de la conjuración del pasado y en la que se da cuenta de la fuga de la heterosexualidad, en palabras de la autora (en el prólogo a la reedición de 2016), de modo de constituir una memoria desde y hacia la disidencia sexual.

2. Un cuerpo intervenido por los males del siglo. Sobre Vivir con virus

Es importante mencionar algunas cuestiones de Vivir con virus. Relatos de la vida cotidiana que resultan clave. Por un lado, se trata de una de las pocas voces femeninas que retratan en primera persona la convivencia con el VIH-SIDA, ocupada generalmente por identidades de gays maricas. A su vez, se narran prácticas heterosexuales y la búsqueda del amor que los lectores actuales leen con la conciencia de que devinieron en la fuga de la heterosexualidad, en términos de la propia autora en el prólogo a la reedición de EDULP (2016). Finalmente, y quizá el elemento más importante, da cuenta de la cronificación de la enfermedad. Si en los ochenta el VIH-SIDA era sinónimo de muerte, ya hacia fines de los noventa comienza a existir la posibilidad de convertirse en una enfermedad crónica. Los relatos de Dillon, al modo de la crónica literaria, van dando cuenta de distintas situaciones y de distintas vidas, incluida la propia, olvidadas y silenciadas, en la encrucijada entre la ecuación SIDA igual a muerte y la incipiente posibilidad de convertirla en enfermedad crónica pero que no resultaba accesible para todos. En este sentido, el período en el que se escriben las crónicas, 1997 a 2003, marca claramente el momento en el que estos cambios se estaban dando. Sin embargo, es importante tener en cuenta que la posibilidad de volverla en una enfermedad crónica se tensiona en los textos de Dillon con otras dos cuestiones fundamentales. Por un lado, con el hecho de que la medicación no resulte fácilmente accesible, que sea necesario cierto poder adquisitivo y que al mismo tiempo el Estado no garantice el acceso. En varias oportunidades Dillon cuenta historias (propias y ajenas) de desabastecimiento de medicación por parte del Estado, del maltrato y destrato de la burocracia médica estatal. Por otro lado, junto a la nueva posibilidad de volver crónica la enfermedad, Vivir con virus se convierte en la convivencia con la medicación y, en este sentido, con la constante intervención subjetivante del aparato médico-farmacológico.

Y es en este sentido, justamente, que se puede pensar en una continuidad de los sueños de exterminio de la dictadura militar convertidos ahora en abandono. Es decir, se trata de lo que desde una perspectiva biopolítica podríamos pensar como el paso de un hacer morir a un dejar morir. El VIH-SIDA se ha asociado en sus inicios con la homosexualidad. Esta enfermedad adquirió connotaciones relacionadas no sólo con la homosexualidad sino también con la vida promiscua, propia de la comunidad gay según la perspectiva conservadora que la convirtió, en sus primeros años, en la peste rosa. Recordemos, por ejemplo, las frases de la Madre Teresa de Calcuta que, en una entrevista con Russ Barber, considera que el VIH-SIDA fue enviado por Dios “para abrir los ojos de la gente, y muy a menudo, con sufrimientos como este, la gente se da cuenta de que no está bien lo que están haciendo y eso les lleva a pedir perdón a Dios y al prójimo” (citado en Saxe, 2014, p. 23). De este modo, si bien las prácticas sexuales representadas por Dillon en Vivir con virus todavía están en la órbita de la heterosexualidad, el VIH-SIDA sigue teniendo una dimensión moral asociada con la promiscuidad. Si las representaciones de la enfermedad solían ser de maricas y se trataba en este sentido de vidas que no importaban, abandonadas o abandonables, la Dillon de Vivir con virus tiene todavía prácticas heterosexuales, pero aparece la promiscuidad como visión moral de la enfermedad. Así, por ejemplo, ante la pregunta de la hija respecto a cómo se contagió, Dillon reflexiona acerca de si sabe con quiénes estuvo o se olvida de alguien:

No contestar para mí fue siempre una cuestión ética, cuando me lo preguntaban intuía del otro lado cierta necesidad de quedarse tranquilos, de encontrar alguna conducta para quedar afuera de las posibilidades. O escuchar el relato de algún accidente quirúrgico para no tener que condenarme al infierno que merecen los promiscuos (Dillon, 2016, p. 162).

Esta es una de las tensiones que recorre todas las crónicas de Vivir con Virus, asociada al silencio y a la carga moral que se vincula con la enfermedad. Asimismo, al ser contemporánea al comienzo de la posibilidad de cronicidad de la enfermedad a partir del cóctel, se produce un desplazamiento de la abyección desde el virus hacia la medicación. El intruso (Nancy, 2006, p. 43), lo abyecto (Kristeva, 1988), el significante de eso que es ajeno en el propio cuerpo comienza a desplazarse desde el virus hacia la medicación. En este sentido, también se da cuenta del aparato médico y el disciplinamiento de las vidas. Según Suquet, a partir de los noventa comienzan a tematizarse en los relatos sobre VIH-SIDA una “ética y estética de la sobrevida” (Suquet Martínez, 2017, p. 265). El concepto de sobrevida propio de los primeros años de la experiencia se intensifica en la tensión entre diferentes modos de vida:

Todavía se me ocurre pensar que no soy más que un conejillo de indias de 50 kilos tragando pastillas y dejando que inscriban los efectos colaterales en mi cuerpo. ¿Podría rebelarme? Mi cuerpo está intervenido por los males del siglo. Es el campo de batalla donde la medicina ejerce su poder. Nada atemoriza tanto como las pequeñas alteraciones químicas que se desatan sin consentimiento (Dillon, 2016, p.84).

Se trata de vidas abandonadas al virus o al control farmacológico. Se desprende así una dimensión cualitativa de la vida asociada a la posibilidad (y el derecho) al placer que se diferencia de la vida en términos cuantitativos (recordemos la idea de sobrevida) y a la intervención médica farmacológica. Podríamos decir, aquí, una vida biológica, natural, o zoé y una cualificada o bios (Agamben, 1998). En esta tensión, el placer y el deseo se convierten en un punto de fuga al imperativo del autocuidado: “Tomar una cerveza con mis amigos es a la vez un buen momento y la culpa inconfesable de que no estoy haciendo todo lo que puedo para conservar mi salud” (Dillon, 2016, p. 50). Las distintas crónicas de Dillon van a oscilar entre el cuidado del cuerpo que significa un cambio de la vida de los portadores y el derecho al placer y, con ello, también a alejarse del imperativo de la salud. Ya en 1988, Néstor Perlongher alertaba sobre el poder disciplinador de la medicina, que aprovecharía la crisis del VIH-SIDA para “estar extrayendo una especie de plusvalía moral” (Perlongher, 1988, p. 75). Según Perlongher,

Sin necesidad de rodearse de acordes bíblicos, la medicina es la gran protagonista de la crisis del SIDA. Con el episodio del SIDA se estaría dando una expansión sin precedentes de la influencia y del poder médicos, gracias a la caja de resonancia de los medios […]. Como parte de un programa global de ‘medicalización’ de la vida -que, en última instancia, sería en sí misma una ‘enfermedad’- la medicina confisca y se apropia de la muerte, proveyendo respuestas tecnocráticas a miedos ancestrales y vendiendo sutilmente cierta ilusión de inmortalidad. La institución médica se coloca, así, en situación de legitimar su jurisdicción moral, ello es, la potestad de establecer, en nombre de la salud, las reglas de la existencia (1988, p. 84).

Entre las “reglas oficiales del sexo seguro” (Dillon, 2016, p. 93) y lo invasivo del tratamiento farmacológico, tomar la medicación constituye para Dillon, “someterse a un rito diario que me recordaba permanentemente que había renunciado, que me estaba sometiendo a las agresiones de la medicina que solo entiende el cuerpo como un campo de batalla” (2016, p. 80). Se trata, en este sentido, de la medicina en términos del mercado (Suquet, 2017) o de la salud como un valor supremo (Giorgi, 2009, p. 20). Pero también de lo que Daniel Link piensa como un cuerpo cyborg (2006, p. 255), intervenido por el aparato médico-farmacológico. Para Link,

la novedad del HIV (mucho más que la del SIDA) es que la Enfermedad conecta indefinidamente, y de manera masiva, al ser humano con la maquinaria médico-farmacológica […]. Y esta conexión, a diferencia de las radioterapias y quimioterapias propias del siglo XX, no es tanto un envenenamiento como una suspensión indefinida del combate. El SIDA es, efectivamente, la Enfermedad del capitalismo tardío (2006, p. 254).

En este sentido, sostiene que “los portadores de HIV son los verdaderos cyborgs de nuestro tiempo” ya que se trata de

una conexión hombre-máquina donde la farmacología establece un agenciamiento molecular, una relación diseminada en cada molécula del cuerpo. Más allá del monstruo clásico del siglo XIX y del cuerpo sin órganos del siglo XX, es ésta la mutación antropológica de la que somos protagonistas (2006, p. 255).

Se trata del ejemplo más claro de lo que Paul B. Preciado (2014) denomina régimen farmacopornográfico. Para Preciado:

el éxito de la tecnociencia contemporánea es transformar nuestra depresión en Prozac, nuestra masculinidad en testosterona, nuestra erección en Viagra, nuestra fertilidad/esterilidad en píldora, nuestro sida en triterapia. Sin que sea posible saber quién viene antes, si la depresión o el Prozac, si el Viagra o la erección, si la testosterona o la masculinidad, si la triterapia o el sida. esta producción en auto-feedback es la propia del poder farmacopornográfico (2014, pp. 36-37).

En ese sentido es que podemos pensar la representación en Vivir con virus no tanto de la convivencia con la enfermedad o el virus, sino con la constante intervención prostética de lo farmacológico. Respecto a Un año sin amor de Pablo Pérez, Link comenta que esta “conexión hombre-máquina” configura al cuerpo como “espacio de combate entre dos líneas de segmentación molecular: el cóctel de deseo contra el cóctel químico-farmacológico” (2006, p. 255). Lo mismo podría decirse de las crónicas de Dillon, ya que el deseo está siempre tensionado el supuesto ‘deber ser’ de la medicación y las vidas vivibles. Hay un sentido de duelo constante en el transcurso de las distintas crónicas pero que no está asociado tanto al virus en sí mismo sino a la intervención médico-farmacológica y la pérdida de la imagen de sí misma y, en algún punto, de la identidad. Así, por ejemplo, Dillon se pregunta “¿Cómo hace una mujer fatal para dejar de fumar? ¿Cómo sobrevivir sin el gesto de la boquilla?” (2016, p. 116). Como afirma Perlongher,

En las políticas de combate al SIDA, el discurso médico parece considerar los órganos y cuerpos como cosas perfectamente regulables. No obstante, enfrenta una respuesta insalvable: el deseo. No le es dado a la medicina lidiar con el deseo, pues éste escapa a las prescripciones siguiendo un impulso que no es racional ni formalizable. En cambio, las normas higiénicas no parten de lo que es placentero y agradable, sino de la frialdad del análisis (1988, p. 87).

La lipodistrofia también aparece como uno de los cambios corporales más importantes, asociado, además, en el caso de Dillon, a los imperativos de belleza de la mujer en el mundo patriarcal. Este tipo de comentarios irónicos da cuenta de la dimensión cualitativa de la vida, aquella que se pierde al someterse al imperativo de la salud que es otro de los dispositivos disciplinadores de la subjetividad. Que no hace más que devolverle al virus la dimensión moral y culpabilizadora. Según Suquet,

cuando Dillon decide poner en riesgo su salud física, aferrándose a algún hábito o práctica que realizara antes de su contagio por VIH (como fumar, trasnochar con amigos o renunciar temporalmente a la medicación), lo que está en juego es la búsqueda de un bienestar integral que se base en el equilibrio de todas las esferas vitales, porque la cronicidad, a diferencia de la condición aguda, impone una recuperación paulatina de la cotidianeidad (2017, p. 269).

Para Suquet, el aparato médico si bien garantiza la vida de los portadores del virus, al mismo tiempo genera una “relación de dependencia significativa con la maquinaria médica que los disciplina” (2017, p. 271). De esta forma, dejar de tomar las pastillas se convierte en una apuesta por el placer. El texto de Dillon evita la retórica de la víctima o de la culpabilización y, por el contrario, éstas aparecen tematizadas para abordar una ética del placer y del disfrute del cuerpo: “Arbitrariamente, sin consultarlo con mi médico, sin más guía que mi propio hastío, un día, hace seis meses dejé de tomar las pastillas” (2016, p. 189). Se trata de un texto de resistencia a la patologización, a la moralización de la enfermedad, pero también “entregarse a la dulce amnesia de la vida sin medicación” (2016, p. 189), significa resistir a la victimización y medicalización.

Alicia Vaggione comenta que “hay un poder de la enfermedad que consiste en volver presente el cuerpo, en devolverle el estatuto de su pura materialidad” (Vaggione, 2013, p. 220). En este sentido, es interesante recuperar un detalle de las crónicas de Dillon que conectan la experiencia del VIH-SIDA con la maternidad:

Le conté que tenía vih, que me estaba cuidando mucho, que había cambiado mi dieta y que por primera vez en mucho tiempo sentía que estaba trabajando por mí. ‘Sabés? -le dije. A veces asocio este estado de gratitud hacia la vida con mi embarazo. Soy consciente de cada cosa que me sucede. Escucho lo que mi cuerpo trata de decirme con la misma atención con que contaba las patadas de mi hija. Estoy gestando algo, una vida distinta, me estoy pariendo aunque sea con dolor (2016, p. 22-23).

A su vez esa experiencia inicial (pertenece a las primeras crónicas de fines de los noventa) del autocuidado dará lugar luego a la necesitad de fugarse del autocontrol: dejar de tomar la medicación por un tiempo, salir y tomar alcohol, fumar. Incluso la sexualidad aparece atravesada por este dispositivo. Es así como la cronicidad instaura al virus en la cotidianeidad (de ahí el subtítulo que elige para la reedición) y también en el ‘entre’, en la comunidad y el relacionamiento con los otros, sobre todo a nivel sexual y afectivo. Si desde ciertas teorizaciones feministas de la literatura (como Cizous, Irigaray y Kristeva) se recupera la maternidad como símbolo de un modo de experimentar el lenguaje y la literatura previo (y opuesto a) la adquisición del lenguaje y la preeminencia del logos, como un modo de deshacer la ideología falogocéntrica (Moi, 1988, p. 118), podríamos aquí reconsiderar este pasaje de Dillon para pensar hasta qué punto es posible un habla del cuerpo, desde el cuerpo, con el cuerpo, sin estar mediada por el lenguaje racional, por la lengua del amo (De Lauretis, 1992, p. 12). Recordemos (como lo hace también Maristany, 2018, p. 47) que Aparecida tiene un epígrafe justamente de Cixous. Pero desde este punto de vista, Dillon genera una torsión respecto a la experiencia pre-discursiva de la maternidad que aquí deviene en el virus. Lo que se engendra y lo que permite una escritura otra es, justamente, la enfermedad abyecta, el intruso, lo ajeno en el propio cuerpo desde una lógica inmunitaria (Giorgi, 2009)1 respecto a la que Dillon, como otrxs escritrxs sobre la cronicidad del VIH, genera una torsión. Eso que convive en el ‘entre’ no es tanto el virus como la medicación. Vivir con virus puede ser pensado, entonces, como un intento de reconfigurar la experiencia femenina. Quizá es preciso aclarar que no entendemos lo femenino en un sentido esencialista o biológico sino, más bien, como feminista. Una écriture féminine que es escritura del cuerpo. La convivencia con el virus se convierte así en un locus enunciativo disidente de un enorme interés.

3. Aparecida: la memoria como poesía material y como roce de los cuerpos

En un viaje por España junto con Albertina y su hijo Furio, Marta Dillon recibe un llamado telefónico que la inquieta por persistente. Tiene miedo de que sea alguna mala noticia de su otra hija, Nana, que ha quedado en Argentina. Pero no, cuando logra atender se entera de que no son noticias de su hija sino de su madre, Marta Taboada, detenida y asesinada durante la última dictadura militar. Han encontrado los huesos. Su madre ha aparecido. En esta escena inicial, podemos ver que son los roles de madre e hija, la familia de su infancia y la familia actual, los vínculos del pasado y los vínculos del presente los que permiten construir una memoria de la última dictadura. Es más, podríamos pensar que esa memoria se configura como una política de la intimidad y de los lazos afectivos. Y, además, esa política de la intimidad está construida fundamentalmente por una congregación de mujeres. Son entre ocho y diez hijas de desaparecidos quienes se reunían a finales de los noventa sobre el tablero ouija, a convocar a los muertos entre escalofríos y risas. Son diez mujeres -las hermanas del alma, las amigas- quienes llevan sus objetos, sus frases, sus pinturas y sus telas para adornar la urna que contiene los huesos de Marta Taboada en esa noche devenida ritual para velar a la madre muerta. Según Miriam Chiani, estas escenas aportan a la literatura de HIJOS una perspectiva de género: “subraya particularmente una Hermandad, una fraternidad entre mujeres, compañeras” (2019, pp. 199-200). En todo el relato, los varones están allí, pero no tienen mayor protagonismo: el hermano que dice no recordar nada de la madre, el padre que la juzga y no la comprende, el amigo que se convierte en el padre de Furio. No están ausentes, participan, pero su participación se configura más bien como un telón de fondo, un decorado de figuras masculinas dispuesto para que las mujeres puedan gritar, llorar, conversar, hacer sus manualidades, dejar sus ofrendas, poner sus cuerpos y sus palabras en la construcción de las memorias.

El legado se transmite también entre mujeres, de madres a hijas, en una línea de continuidad que, más que fijar una identidad cristalizada, permite configurar una zona de des-sujeción. La identidad se desata de los mandatos establecidos, de la norma de sexo-género, del modelo de la familia patriarcal, y se fuga hacia otros modos de la subjetividad, de la corporalidad, de las afecciones y del deseo. La configuración como HIJA de desaparecida, la búsqueda de los rastros de su madre y la militancia por los derechos humanos se traman con otras dimensiones de su subjetividad: la experiencia de la enfermedad de VIH-SIDA, la militancia por los derechos de sexo-género, la lucha por el matrimonio igualitario, la identidad lesbiana y la construcción de una familia disidente. La subjetividad, nómade, en incesante devenir, se reconfigura y transforma a partir del pliegue de estas identidades múltiples (Braidotti, 2005). El lazo con la madre y la aparición de sus huesos no son una fuente de verdad que permite explicarse, no significan encontrar certezas, sino, más bien, todo lo contrario, implican reconocer que los interrogantes no cesan, que la memoria también puede conformarse con hallazgos imprevistos, con datos vacilantes como refucilos.

En este sentido, queríamos proponer la idea de Aparecida como una memoria abyecta (Kristeva, 1988; Butler, 2018), no solo porque trabaja los cruces entre memorias del pasado reciente y disidencias de sexo-género, sino también porque se coloca en los bordes de los tópicos y los relatos de la segunda generación de “hijos” e HIJOS, afirmándose como un exceso respecto a ese universo discursivo. En muchas novelas, como por ejemplo La casa de los conejos, puede leerse un trabajo de desacralización de la figura de los padres, mirados por los hijos con un distanciamiento crítico que muchas veces incluye el reclamo por cierta desprotección (Chiani y Sánchez, 2020, pp. 362-364). En cambio, lejos de la retórica del reclamo, la escritura de Dillon construye la veneración de la figura de la madre a partir de cierto énfasis en los momentos de intimidad, el contacto amoroso de los cuerpos, los pequeños gestos de protección y cuidado. La narrativa de Dillon se distancia explícitamente del discurso de demanda hacia los padres y las madres. Por ejemplo, menciona que en el film Los Rubios de Albertina Carri puede verse un aullido que reclama por qué los padres eligieron su vida, por qué abandonaron a sus hijos. Y agrega, frente a esto, cierto deslizamiento: “yo no puedo enojarme con mi mamá por haber vivido en sus cortos treinta y cinco al menos intensamente dos vidas. Una no deja de ser quién es porque tiene hijos. Y eso es algo que todavía creo les debemos a ellos” (Dillon, 2015, p. 29). Si hay algún reproche hacia su madre es no haberle enseñado a vivir a la distancia, a separarse, no haberla empujado un poco fuera de su lado, preparado para un después, para la vida sobre los escombros (2015, p. 115).

Por otra parte, muchos de los relatos más conocidos configuran la infancia signada por un deseo de “normalidad” y de familia nuclear: el deseo de tener una casa con tejas rojas y un jardín, una hamaca y un perro (Alcoba, 2014), de ser educados con juguetes didácticos, música y libros infantiles (Robles, 2013), de que la navidad sea una celebración prolija: arbolito con borlas y guirnaldas, juntarse a comer pollo y abrir regalos (López, 2013); en fin, de que su vida sea como la de los otros niños, los “tan normales, tan diferentes” (Robles, 2013, p. 83), expectativas que la mayoría de las veces se ven defraudadas por aquello que disponen y realizan sus padres (Chiani y Sánchez, 2020, p. 362-364). En cambio, Aparecida se desplaza hacia otros modos posibles de habitar el mundo: ruptura de la matriz heterosexual, los afectos lesbianos, el sexo como afirmación gozosa, formas de crianza disidentes, que exploran alternativas al mandato patriarcal dominante. Porque, si el punto de partida es la aparición de los restos de su madre, el trasfondo en el que esta historia sucede se compone de las relaciones de Dillon con su pareja Albertina Carri y con su hijo Furio. Así se vuelve central la enunciación lesbiana y la configuración de una familia que, como comenta Maristany, “desafía […] los pilares del modelo familiar hegemónicamente construido: la familia nuclear, heterosexual y biparental” (Maristany, 2018, p. 49).

El pasado pervive en el presente como un conjunto de hilachas, de restos esparcidos, desgastados, difusos, pero también como legado necesario para construir su propia historia: la herencia de su madre es fundamentalmente una pedagogía de la maternidad y una confirmación de las militancias, entendidas en plural. De este modo, se entrecruzan dos militancias que, como postula Maristany, a menudo se han distanciado o enfrentado abiertamente:

la experiencia militante y cotidiana de una mujer en los años 60 y 70 del siglo XX, recuperada a través de los retazos biográficos de esa madre ausente, por un lado, y la militancia de la propia autora en los movimientos de mujeres y en los colectivos LGTTIB, el recorrido intrincado de una vida ‘lesbiana’ y la experiencia de una familia de ‘nuevo tipo’, por el otro (2018, p. 44).

Si nos detenemos en los modos en que la novela configura la maternidad, también podemos notar un exceso, o un matiz diferencial, respecto a ciertas constantes que caracterizan a los relatos de HIJOS e hijos. Nora Domínguez (2007) habla de un lugar marginal de las madres en la literatura argentina del siglo XX. Afirma que es escaso el número de textos que privilegian una fábula materna y que esta literatura no ha hecho de las madres un objeto privilegiado de representación. Quizás podríamos pensar que el olvido o la desatención de las madres es una tendencia que se revierte en la producción de hijos e HIJOS de desaparecidas y detenidas por la última dictadura militar. En esta narrativa, la figura de la madre se va volviendo visible, se corre del lugar de marginación para volverse cada vez más central, para convertirse en objeto de búsquedas obsesivas y de memorias insistentes. La desatención de la madre en la literatura argentina cambia de signo, se transforma en una presencia intensa en los relatos sobre la maternidad de principios del siglo XXI donde los narradores son la generación de los HIJOS e hijos. Sin embargo, en la mayoría de estas producciones pervive una característica señalada por Nora Domínguez: “el relato en su modalidad hegemónica se construye siempre desde la posición del hijo. Los hijos representan; las madres son representadas” (2007, p. 16). Según Nora Domínguez, estos lugares fijos son núcleos duros, “resistentes a la variación y al cambio” (2007, p. 16). Los relatos de hijos e HIJOS de detenidas y desaparecidas suelen mantener estos lugares fijos dentro de la estructura de la representación: los hijos son los que hurgan en su memoria los restos de las escenas vividas con sus madres, buscan anécdotas, fotografías, testimonios, y van reconstruyendo una figura perdida, escamoteada por el horror del terrorismo de Estado. Muchas veces esas búsquedas, más que atender al ámbito público, a la participación cívica, política o militante, se desplazan hacia el universo de lo íntimo, lo privado, lo personal, los gustos, las señas, las marcas particulares que permiten conocer a la madre. Tal como señala Teresa Basile:

para esta generación ya no se trata únicamente de articular una demanda pública de verdad y justicia, sino de capturar la historia particular de los padres en tanto padres, militantes y parejas, con sus gustos, costumbres, con sus cuerpos vestidos y sexuados, con sus deseos, sueños, apuestas y temores, en la vida cotidiana, en el interior de la casa, así como en el mitin político (2017, pp. 30-31).

En estas narrativas, los roles se mantienen como en la modalidad hegemónica descripta por Domínguez: los hijos representan, y las madres son representadas, o, para evadir todo lo problemático que puede tener la idea de representación, podríamos decir: los hijos narran y re-presentan a sus madres, vuelven a hacer presencia a una figura ausente. Y, en muchos casos, lo hacen además eligiendo el punto de vista de un niño o una niña, ahora devenido adulto y escritor, para contar, a partir de las posibilidades y limitaciones de esa percepción infantil, la vida cotidiana junto a sus madres militantes (Chiani, 2017). Sin embargo, aquí también Aparecida se convierte en un exceso que deconstruye esta distribución de los roles y de los lugares fijados: la narradora re-presenta a su madre, pero a la vez es madre, entonces puede comprender a su madre a través del tamiz de su propia experiencia en la maternidad, rescatando gestos mínimos que se vuelven significativos porque permiten delinear semejanzas, reapariciones, reconocimientos. Es decir, no solo la enunciación no puede reconocerse en el clamor de reclamo de muchos relatos de HIJOS, sino que, a la vez, construye una mirada empática, comprensiva sobre la figura de su madre, que desborda hacia la identificación.

Los recuerdos de la infancia resaltan un estrecho vínculo entre la madre y la niña, basado en el compañerismo y las confidencias. Tal como señala Miriam Chiani, la niña de Aparecida se singulariza en la figura de “compañera”: “a los nueve años ya conocía técnicas para escabullirse de los grupos de tareas, tenía charlas políticas con las amigas revolucionarias de su madre, y hacía con ella viajes furtivos hasta Puerto Iguazú para sacar por la frontera a algún compañero” (Chiani, 2015, 2017). La niña se recorta entre los hijos varones, es la elegida por la madre para transmitir sus saberes y sus luchas: “Ella tenía ansiedad por decírmelo todo, quería que entendiera del amor, de la muerte y de la revolución; y yo creía que entendía” (Dillon, 2015, p. 62). La niña deviene adulta no solo por ser interlocutora del magisterio de su madre sobre el amor y la revolución, sino también porque su madre le consulta algunas decisiones -qué tal le parece su nueva pareja, qué opina de alojar a algunos compañeros militantes en su casa-, y, en algunas ocasiones, la niña asume algunos gestos de protección, como no contarle a su madre la reprensión que sufrió en el patio de la escuela, frente a toda la primaria, por no llevar el uniforme y llegar tarde todos los días. Luego de la desaparición de Marta Taboada, la niña reproduce estos gestos de cuidado con sus hermanos, en lugar de ser sincera con ellos, de compartir su angustia y su temor, los calma con palabras esperanzadoras sobre su madre: “Les mentí. Les dije que estaba segura de que iba a volver” (Dillon, 2015, p. 55). De este modo, los roles de madre e hija, lejos de estas fijados, se vuelven intercambiables, y es ese deslizamiento continuo -de re-presentar a la madre a reconocerse como madre, de la maternidad propia a la ajena, de ser niña a devenir adulta y ensayar gestos maternales- lo que convierte a la memoria de la última dictadura en una memoria cosida por las mujeres y en una pedagogía de la maternidad.

Tamara Kamenszain habla de la madre como aquella que imprime al hogar el espacio artesanal, obsesivo y vacío de sus tareas diarias: “Coser, bordar, cocinar, limpiar, cuántas maneras metafóricas de decir escribir.” (2000). Aparecida construye una memoria cosida por mujeres porque es un texto armado de retazos, donde se van juntando fragmentos de entrevistas, informes, legajos, artículos de diarios, junto con otros archivos como fotografías o proyecciones de súper ocho. Pero, además, es una memoria cosida por mujeres porque son ellas las que ponen manos a la obra y convierten a la reconstrucción del pasado en una mezcla de cuchicheo y susurro, modos de circulación de la palabra entre las mujeres, según Kamenszain, “para desandar el microfónico mundo de las verdades altisonantes” (2000). La palabra muchas veces se censura, se demora, se pospone, se evade. Por ejemplo, cuando era niña, el padre le tenía prohibido hablar con los hermanos sobre su madre: “no tenía que decir una palabra, podría hacerles mal” (Dillon, 2015, p. 54). Y cada vez que ella interrogaba a su padre sobre cuándo iban a poder ver a su madre, obtenía la misma respuesta: “En quince días, dame quince días y te digo.” (2015, p. 39), frase que vuelve a aparecer cuando ya adulta le pide conversar sobre esos años: “Habían pasado 485 veces quince días desde la primera vez en que le había preguntado por mamá.” (2015, p. 146). Su hermano Andrés asegura que no guarda recuerdos de su madre, y ante la insistencia de Dillon, que no le cree, se repite la misma respuesta: “Te juro que no. De mamá no me acuerdo nada, nada, nada” (2015, p. 101).

Las palabras significativas son las que parecen no tener importancia, los dichos que podrían pensarse como tangenciales o aleatorios. Cuando se encontró con Cristina, compañera de cautiverio de su madre, la narradora la interrogó aceleradamente con preguntas incómodas -si la torturaron mucho, cómo era un día en el campo-, y solo obtuvo distancia, recogimiento, silencio. Sin embargo, durante ese encuentro, como al pasar, con una voz débil y retraída, Cristina contó que, cuando empezó a hacer calor, Marta Taboada le cortó las mangas a su polera, dato que luego se va a resignificar en la escena de reconstrucción de la ropa en Antropólogos Forenses. Es decir que los datos son mínimos, y a veces ambiguos, difíciles de precisar, como cuando su tía Graciela le contó sobre su encuentro con otra testigo, Elena Corbin de Capisano: “¿Qué mamá hablaba de sus hijos para evitar el sufrimiento en el cautiverio o que mamá no hablaba de sus hijos para evitar el sufrimiento en el cautiverio? La confusión se instaló en el primer momento en que escuché la frase.” (Dillon, 2015, p. 17). Porque, además, esta memoria no es una memoria discursiva, es más bien una memoria de los cuerpos, de lo material y lo tangible, de los momentos de verdadero contacto. Miriam Chiani (2015, 2017) resalta esta presencia de lo corporal en Aparecida como un matiz respecto a la producción de HIJOS e hijos. Si en algunos textos de esa producción -como por ejemplo en Una muchacha muy bella de Julián López, también analizada por Chiani-, aparece con fuerza la potencia de la imagen, lo fotográfico y lo visual, en Aparecida “el pasado está más que en la retina grabado en el cuerpo. La memoria aquí es menos visual que táctil, corporal. Destaca aquellos aspectos no traducidos fácilmente a imagen: voz, abrazo, aroma” (Chiani, 2017). Teresa Basile también señala la importancia de lo corporal, valorizando otra dimensión del texto. Comenta que uno de los aspectos que más le interesa del relato de Dillon es “el acto de devolverle vida a los huesos encontrados, una suerte de resurrección carnal de la madre que atañe no sólo a su alma, a su historia, a si identidad sino a su cuerpo recordado desde la ‘memoria corporal’ guardada por la hija” (2017, pp. 35-36).

Aquí se cruzan la construcción de las memorias y la pedagogía de la maternidad, porque tanto el saber que lega su madre como el recuerdo que se sostiene de ella se vinculan con la maternidad como una política del cuidado y como contacto corporal/material. Aquello que se recuerda de la madre, y luego se reconoce como propio, se relaciona con la memoria del cuerpo: las fricciones, los roces, las caricias, los abrazos. Cuando se reúne con sus hermanos, aparece el recuerdo de la madre: “la inconmensurable nostalgia de su cuerpo abrazando los nuestros. Esa nostalgia no se ahoga en alcohol, aunque lo intentamos. Se sana apenas en abrazos y yo soy la que más me aprovecho” (Dillon, 2015, p. 82). El espectro de su madre se aparece como pura materialidad, porque es la nostalgia de su cuerpo, la medida de su abrazo, lo que se añora. Y la angustia no se mitiga con palabras, sino con gestos que remedan el contacto: tirarse unos encima de los otros, tomarse de la mano, tocarse. Cuando su hermano Juan le cuenta que siempre se le aparece como un flash una escena con su madre, en la que se están bañando juntos y ella está con ropa interior negra, la narradora reconoce que le hubiera gustado aseverar la veracidad de ese recuerdo, afirmar que seguro se bañaban juntos y que ella tenía ropa interior negra, pero no le sale, porque la memoria de su madre se escamotea de las palabras:

me siento pobre de palabras. Y aunque tuviera muchas, lo que él sabe está en su cuerpo. Su cuerpo sabe cómo encajaba con el de ella cuando lo cargaba sobre la cadera, sabe seguro de su olor cuando ella manejaba y él iba paradito en el asiento de atrás tan cerca de su cabeza que apoyaban mejilla contra mejilla, sabe de cuando dormían abrazados (Dillon, 2015, p. 89).

Las palabras son pobres, o no alcanzan, o se vuelven inútiles, la memoria de la madre se compone del encastre o el roce de los cuerpos, los olores y sobre todo los abrazos. La memoria es corporal porque aloja en el cuerpo las dimensiones y las sensaciones de esos contactos. Por eso la angustia y el dolor solo se consuelan con el amparo de las caricias. El cuerpo sabe y la narradora prefiere resguardar ese saber de las muchas palabras. La diferenciación entre comunicación por medio de las palabras y contacto a través de los cuerpos se traslada a su propio ejercicio de la maternidad, bajo el lema “el lenguaje del amor no se habla, se inscribe” (p. 49). Cuando la narradora le reprocha a su hija mayor que le está contando que va a casarse sólo un día antes, y a muchos kilómetros de distancia, Nana le responde: “—Bueno, mamá, es difícil hablar con vos” (p. 15). En cambio, afirma “mi maternidad es cuerpo a cuerpo”: “El aliento de las mañanas, el sudor de las noches, sus babas en los bocados que no engullen, la sangre en las rodillas, las migas entre las sábanas, las lagañas, los mocos, la sal de sus ojos; las cosquillas y las luchas” (p. 49).

Por otra parte, la memoria de la madre se detiene en los detalles: ciertas prendas de vestir, los colores, las texturas, los gestos de la mano, el volumen o el movimiento del pelo, el andar de unas piernas demasiado largas. El cuerpo que se viste, se maquilla, se peina, se engalana, construye una identidad con esos mínimos adornos, elecciones, rasgos. Por eso, cuando va a Antropólogos Forenses a recibir los huesos, quiere, antes que nada, ver las prendas de vestir que rescataron de la primera exhumación de los cadáveres: “Era mi mamá […] Su ropa era ella. Sus polleras largas, las túnicas, sus jardineros, los collares de cuentas, los aros dorados, la campera de rayas verticales de colores que fue una obsesión para mí cuando me di cuenta de que la ropa de mamá no tenía por qué haber desaparecido junto con ella” (Dillon, 2015, p. 110). El cuerpo de la niña se mide, se trasviste, se proyecta hacia adelante con las ropas de la madre, como cuando se ponía en secreto las plataformas para saber cómo sería verse más alta, o se probaba más de una vez frente al espejo un vestido de su madre, contemplando con pena lo que aún le quedaba grande. Entonces, eso es lo que se quiere reencontrar de su madre, porque eso es su madre: las plataformas, el collar, la campera de rayas de colores.

En este sentido, la memoria se configura fundamentalmente como un saber-hacer, un saber y un hacer del tejido, el bordado y la costura, de la decoración y del ornamento, de las artesanías manuales, de la manipulación de los objetos. Este saber-hacer es el legado que se transmiten las mujeres. La memoria cosida por mujeres es, entonces, una memoria artesanal que se funda en una epistemología del detalle. Dice Kamenszain de las madres: “Ellas ven el polvo escondido detrás de los objetos y se detienen en él y así, en esa práctica obsesiva de ir descubriendo lo que otros no ven, perfeccionan su oficio” (2000). De este modo, la verdad no está en lo evidente, sino en los detalles mínimos, en lo innecesario, en lo intrascendente, el polvo escondido detrás que solo las mujeres pueden ver. La construcción de esta memoria cosida, artesanal puede observarse a lo largo de toda la novela, pero se hace aún más tangible sobre todo en dos momentos, que deben leerse en vinculación: la escena donde abren la bolsa con los restos de ropa de su madre y de sus compañeros militantes fusilados junto con ella, y la escena donde arman la urna para la sepultura de su madre.

Cuando Marta va a Antropólogos Forenses a recibir los restos de su madre, pide, tal como adelantamos, ver la ropa que se embolsó cuando los cuerpos fueron exhumados por primera vez. Escoltada por Celeste, arqueóloga que trabaja allí, y, llevada por su hija del brazo, Marta se dirige al laboratorio, bajo el deseo de que “la ropa hablara” (Dillon, 2015, p. 116). En la mesa se desparraman los pedazos de tela descoloridos y descuartizados, las costuras se habían perdido, entonces las partes están separadas, deshilvanadas como pedazos informes. Las tres mujeres comienzan su labor: “Empezamos a separar y reagrupar como si fuéramos modistas pasando del patrón del papel a la tela, una operación que yo le había visto hacer a ella en esos intrincados moldes de la revista Burda” (p. 117). Se dedican a ordenar y componer los retazos, realizando una tarea de reconstrucción que remeda los gestos de modista aprendidos de su madre. Así van devolviendo la identidad y la historia a cada trozo de tela: un pedazo de algodón naranja con cuello redondo se imagina como una remera de hombre, un trozo de género azul con florcitas rosadas y blancas se aparece como una camisa posiblemente de Leonor Abinet, un pantalón de tela clara, como de lino, puede haber sido usado por un religioso como Bacchini. Marta no logra recordar qué tenía puesto su madre la noche que se la llevaron, quizás una campera de rayas de colores, pero no puede terminar de precisarlo. Sin embargo, este rapto de olvido no debilita la intensidad del momento: “yo no estaba tan atada a la verdad, toda esa ropa mezclada, informe, el polvo que la cubría, los agujeros por donde metía los dedos, todo me producía el mismo, inmediato, amor” (Dillon, 2015, p. 119).

Además, aun sin evidencia segura, hay retazos que se convierten en hilos de la historia de su madre, que se conectan con relatos previos, que permiten armar una constelación entre ciertos refucilos de la memoria y las cosas. Encuentran un corpiño y una bombacha negros, con puntillas en los bordes, un conjunto elegante que la narradora atribuye a su madre, porque ella tenía una cita de amor la noche que la secuestraron y porque puede enlazarse, además, con el recuerdo de su hermano en la bañadera con su madre con ropa interior negra. Aparece una polera azul sin mangas que se asocia rápidamente con el relato de Cristina Comandé cuando le contó que su madre había cortado esa prenda cuando empezó a hacer calor y se acercaba el verano. Los retazos de tela permiten reconstruir la historia del cautiverio: la ropa que se va transformando para resistir el paso de las estaciones, como la polera o una medibacha sin piernas que deben haber cortado para usar de bombacha. Y también encuentran un trocito de corcho, resto de un zapato femenino, que Marta pide como obsequio y conserva como un talismán, aún sin saber con certeza si ha pertenecido a su madre. Un rapto de emoción, las prendas separadas de sus cuerpos significan un alumbramiento de la memoria, las palabras susurradas como testimonios se vuelven materia tangible: “Un fulgor de estrellas era lo que me traía el revoltijo de fibras y materiales que ahora volvían a su entierro, un pasado vivo y presente sobre una mesa de laboratorio” (2015, p. 125). La figuración de la vida de su madre como estrella fugaz, un resplandor que se difuminó demasiado pronto, y de la memoria como instante de iluminación cual polvo de estrellas reaparecen en varios momentos del relato. Al inicio, cuando recibe la llamada con la noticia del hallazgo de los restos, dice que, a partir de ese momento, comenzó a enterrar a su madre: “A la fugaz estrella de su vida y a la omnipresente estela de su ausencia” (p. 32).

Son diez mujeres las que se reúnen una noche para componer la urna que iba a alojar los huesos de su madre. La idea surge abruptamente: “Tenemos que transformar la una de mi mami en un alhajero” (p. 189), pero en realidad está inspirada por la misma figura de la madre, por el recuerdo de una de sus amigas diciendo que Marta era una artista, con sus manos siempre dispuestas a transformarlo todo, “convirtiendo tuercas en collares, caracoles en botones, cualquier trapo en un vestido” (p. 189). Cada amiga aporta pequeños objetos que condensan parte de sus historias: brillantina, piedritas de ojo de tigre, botoncitos de perla, unos diminutos muñecos coya tejidos, calcomanías, azulejos de colores para hacer un mosaico de palabras, y ponen manos a obra como si fuera una coreografía ensayada de antemano: “cada una había tomado con su arte un fragmento de la urna y mientas la luna subía la cuesta de la noche la superficie blanca se fue poblando de imágenes y deseos, de mensajes, de clamores, de consignas” (p. 193). Entre los adornos de la urna se van agregando una escarapela de mostacillas, una “Evita Montonera” con piedritas amarillas en el pelo, unos fusiles rellenos de cuentas rojas, un marco filigranado sostenido por dos angelitos con la foto de Marta Taboada. Aparece también la opción de “hacer un útero por acá” (p. 194) y las imágenes de la maternidad se resignifican. Se trata de una maternidad monstruosa, no la madre cuando estaba viva, sino las formas inéditas de la maternidad que generan sus restos: “Cuando el día disputaba con la oscuridad las primeras luces, su cofre era más que un alhajero, era una nave madre preñada de signos, historias, rastros y fantasías” (p. 195). Mujeres que se convierten en brujas, para adornar con sus manos la urna de la madre, para enhebrar, pegar, pintar, coser; un aquelarre queer que desborda brillantina y canutillos, que engalana a la muerte mientras se ríe a carcajadas. Las mujeres que acompañan a Dillon son sus hermanas, familia nacida de la preñez de esa urna-nave madre monstruosa y barroca.

Tanto Teresa Basile (2017, 2019) como Miriam Chiani (2017, 2019) reconocen la presencia del barroco (neobarroco, neobarroso) latinoamericano en el relato y sobre todo en la escena final del entierro de la madre. Basile considera que “aquella iluminación aurática y epifánica de la madre si bien se vuelca en el marco realista, termina por inscribirse en la matriz del neobarroco latinoamericano, en sus versiones más pop, en los trazos de Néstor Perlonguer y Pedro Lemebel” (2017, p. 41). Basile analiza la construcción de escenas que se vinculan con esa matriz estética, porque trabajan el cruce entre experiencias radicales y opuestas, porque exaltan la vida y registran la muerte, explorando los contrastes de luces y sombras que caracterizan a las estéticas barrocas (p. 41-43). Chiani observa las relaciones de la figura de la urna como “joya” con nociones como lujo, exceso, derroche, o con detalles como el engranaje y las piedras de las ofrendas, todas cuestiones que remiten a la vertiente neobarroca latinoamericana (2019, p. 202). Y además agrega otra dimensión de este linaje neobarroco:

Toda esta escena sáfica, el carácter carnavalesco/festivo del rito fúnebre con las consignas políticas, reanima la conexión de los ´70 entre lo político y lo sexual que representó el Frente de Liberación Homosexual, el colectivo que intentaba ligar el horizonte de una revolución social con el de una sexual a través del trabajo de sujetos con identidades disidentes en relación a la norma heterosexual, y que constituyó un legado para las generaciones LGTTBQI (2019, p. 201).

Por otra parte, el funeral se convierte una ceremonia colectiva y pública, una caravana con la urna llevada por un carro de cartonero, escoltada por cientos de personas con banderas y flores, y luego, en el cementerio, se re-vive la figura de la madre con el espesor de las palabras: la reconstrucción que hicieron los compañeros de los años de esperanza, el rezo de un cura villero, el clamor que grita “presente” de los HIJOS. Y, en efecto, más que despedir a un muerto, se trata de conjurar la ausencia, volverla una presencia. En este sentido, según Basile, más que de un duelo, se trata de un “ritual de resurrección” (2017, p. 40).

Tanto la reconstrucción de las prendas de vestir como el armado de la urna y su cortejo son momentos donde las mujeres se reúnen para enmendar lo roto y darle celebración. Momentos donde los objetos cobran cuerpo, se animizan y se vuelven motivo de la Historia, una historia material no exenta de imaginación. Una historia de nuestros muertos que puede celebrarse porque aún estamos vivas, las madres y las hijas, contándonos el devenir del tiempo. Una historia contada entre mujeres que descalabra las frases que se dice el patriarcado para perpetuarse. Según Kamenszain, es en el contacto con la madre donde se “desarma la frase”: “Su pomposidad muere con la plática, su pesadez con el cuchicheo, su amplitud con el silencio” (2000). La pomposidad, la pesadez y la amplitud de los relatos altisonantes quedan fuera de estos encuentros entre mujeres, donde la solemnidad de los discursos sobre el pasado deja paso a una memoria de los abrazos, de los pequeños gestos, de los actos de arrojo, como cuando Marta regresa a la casa para buscar el uniforme de Martita poniendo todo en peligro. Contactos de los cuerpos, palabras susurradas, impulsos imprevistos para salvar la eternidad de un lazo amoroso entre madres e hijas.

La memoria de la madre desaparecida se entrelazada con otras memorias, diversas experiencias que se van hilvanando como si fuera un tejido de finísimas telas superpuestas, que se unen con puntadas, o se tensan. La búsqueda de rastros de la madre desaparecida se mide con las temporalidades de la propia maternidad: “tenía mi hija en tercer grado cuando pude hacer el siguiente movimiento” (p. 19), y otras marcaciones de este tipo pueblan el relato. La búsqueda se entreteje con la experiencia del diagnóstico de VIH positivo y el proceso de la enfermedad se ve interceptado por la experiencia de la militancia en HIJOS. Al contar el ingreso a la agrupación aparece el relato de la enfermedad, tal como vimos en el análisis de Vivir con virus, el primer periodo es de abstinencia y extremo cuidado de sí: una rigurosa dieta naturista, no tomar bebidas alcohólicas, no tener relaciones sexuales. Conocer a sus “hermanas”, comenzar a militar en HIJOS significa un quiebre en su subjetividad, no solo arrasa con el estado de alarma y miedo, sino que cambian sus hábitos, se pasa de la abstinencia al desborde de la experiencia, del higienismo a lo procaz y lo sucio, del repliegue a la sociabilidad: “Antes de que pudiera pensarlo estaba emborrachándome, cogiendo y cantando consignas y canciones, los pies bien enchastrados con el barro de la vida, durmiendo poco, hablando mucho, descontando años de silencio” (Dillon, 2015, p. 47-48).

La muerte de la madre se teje con otras muertes, como la etapa final de Liliana Maresca, artista plástica, enferma de VIH-SIDA. Es también un círculo de mujeres el encargado de cuidar a Liliana en los largos meses de su agonía, tiempo de dolor y pasión arrebatada, donde se fusionan la inminencia de la muerte y el comienzo del amor: “La primera vez que me enamoré de una mujer fue durante su agonía” (Dillon, 2015, p. 159). Esa lenta y larga despedida de la amiga-amada significa no sólo la iniciación en el amor sexo-disidente sino también una señal para la experiencia de su propia enfermedad, como si un cuerpo entregado a la muerte fuera la ofrenda suficiente para que Dillon, en lugar de estar a la espera de la muerte, pudiera arrojarse a la vida: “El cuerpo ya lo puse yo, Dillon, ya está”, le dice Liliana (Dillon, 2015, p. 160).

El encuentro de los restos de su madre se cruza con su boda con Carri, y muchas veces esa tristeza oscura, solemne, silenciosa, ese “bailar sobre la muerte” empaña la víspera de la boda. La escapada a un tiempo propio, paralelo, en torno a los huesos de la madre, tensiona con el presente cotidiano, con el clima festivo que demanda la organización de la ceremonia, con la expresión de “un poco de alegría” que reclama Albertina cuando la increpa: “¿Podés cambiar esa cara’” (Dillon, 2015, p. 93). La boda debe realizarse el mismo año en que se sancionó la Ley del matrimonio igualitario para potenciar el efecto político de ese acontecimiento: “yo era la que más había insistido maquillando con militancia igualitaria eso inconfesable que yo pretendía: que Albertina me jure amor eterno” (Dillon, 2015, p. 94). El casamiento se cruza con la muerte de Néstor Kirchner, el líder que “había reivindicado parte de la generación masacrada”, como si fiesta y duelo no pudieran dejar de reunirse: “íbamos al Registro Civil bajo una lluvia torrencial por la avenida más ancha de Buenos Aires mientras de frente avanzaba el cortejo del ex presidente, su viuda a la cabeza, sola bajo un paraguas arreando el cuerpo de su compañero muerto y detrás los granaderos, los funcionarios, la gente que lloraba a su paso” (Dillon, 2015, p. 97). Intimidad y política, acontecimientos públicos y privados, el cuerpo acosado por la enfermedad y el cuerpo sustraído por las afecciones y el goce, actos de amor y gestos de militancia, el dolor y la fiesta, nada puede separarse o escindirse del todo. Más bien los hilos del relato, los retazos de las historias, se enhebran y se hilvanan, se adornan con brillantina y canutillos, se tejen con palabras poéticas, tal como se zurcen los pedazos de tela para componer un vestido que nos haga lucir hermosas, o una manta que nos abrigue a todas.

4. A modo de conclusión

La narrativa de Dillonrealiza un gesto de resurrección no solo de la figura de la madre sino de los cuerpos y de las subjetividades negadas por la hegemonía neoliberal y la cultura patriarcal: los cuerpos enfermos de VIH-SIDA, los cuerpos que desafían la heteronorma y se afirman en amores sexo-disidentes, los cuerpos de las madres invisibilizadas en su incansable labor y recluidas en la esfera doméstica.

Según Alicia Vaggione, en Vivir con Virus se configura una “línea de filiación femenina: madre desaparecida, hija enferma, hija sola” (Vaggione, 2013, p. 219). De esta manera se construye un imaginario de continuidad del plan de exterminio de la dictadura en el abandono de lo abyecto, lo promiscuo, lo monstruoso. Esta memoria de la cronicidad de la enfermedad también se vincula estrechamente con la memoria de otras vidas y, fundamentalmente, con la de su madre desaparecida. La frase “algo habrán hecho” que significó la complicidad civil, la justificación y hasta enceguecimiento respecto a los crímenes de la dictadura aparece aquí resignificada para dar cuenta de esa carga moral de la enfermedad:

A pesar de que muchas cosas han cambiado, una huella profunda nos marca. El “algo habrán hecho”, aquella famosa frase que intentó explicar el horror en la complicidad de las víctimas, sigue cobijando algunos miedos. No puedo evitar cierta sensación de culpa cada vez que la curiosidad de alguien empuja la pregunta sobre el origen del vih. Muchos de los que se fueron de la mano de esta enfermedad llegaron hasta el final creyendo que la vida les estaba pasando la cuenta. Hoy todavía son muchos los que obedecen el mandato de la culpa y siguen callando (Dillon, 2016, p. 27).

En varios momentos, Dillon menciona a su madre y la desaparición de personas de la dictadura en vinculación con la situación actual, inscribiéndose no sólo en una historia de lucha y militancia (Maristany, 2018, p. 44) sino también en parte de un plan de exterminio: “Se acerca el aniversario del golpe (…). Hace unos años, para esta misma época, me enteré de que tenía vih. Lo primero que vino a mi mente fue mi mamá y la confirmación de que la historia podría repetirse” (2016, p. 54). Las palabras y los crímenes de odio se actualizan, aunque los contextos histórico-políticos son diferentes. El uso biopolítico del VIH-SIDA puede ser leído de otro modo, a la luz de la experiencia histórica de la última dictadura militar, y la construcción de la memoria reciente se resignifica al ser explorada desde una perspectiva sexo-disidente. La palabra poética de Dillon vuelve a contar la historia del exterminio, transmigra y re-vive la materialidad de los cuerpos rebeldes, insumisos, abyectos.

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Notas

1 En “Después de la salud: la escritura del virus” Gabriel Giorgi analiza la novela Vivir afuera de Fogwill a partir del “imaginario inmunitario que tenemos sobre la salud […] que se funda sobre la posibilidad de una distinción nítida, reconocible, originaria (y, por tanto, restituible) entre ‘el propio cuerpo’ identificado con una salud primigenia, y esas criaturas visitantes, parásitas, extranjeras, esos huéspedes que ocupan un espacio al que no pertenecen y al que amenazan y pueden, potencialmente, destruir” (Giorgi, 2009: 13). Retomando a Espósito (2005), denomina “lógica inmunitaria” a aquella según la cual “el individuo se preserva auto-inmunizándose de aquello que amenaza la estabilidad de su constitución y su identidad” (Giorgi, 2009: 14)

Recepción: 02 marzo 2020

Aprobación: 01 junio 2020

Publicación: 04 septiembre 2020

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