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La construcción social de las venéreas en la Argentina de los años ‘30
Resumen: El objetivo de este artículo es analizar la construcción social de las venéreas teniendo en cuenta dos actores fundamentales: las instituciones sanitarias y las/os enfermas/os. Para ello se exploran dos procesos que aportaron a la construcción de imaginarios culturales del padecimiento de transmisión sexual. Por un lado, la intervención activa del Estado a través de las campañas de profilaxis venérea que, a partir de 1936, demarcó a aquellos que padecían enfermedades de transmisión sexual como un potencial riesgo para la reproducción saludable de la población e imaginó a un sujeto ideal al cual apelar que implicaba una ciudadanía sexualmente masculina, con preceptos de clase y que debía comprometerse con el futuro de la nación. Por otro lado, la imaginación popular acerca del origen, la prevención, la cura y el estigma de los males que padecían. Si bien sus representaciones fueron atravesadas por los sentidos expresados en las campañas sanitarias, las personas enfermas (en acto o en potencia) delinearon nociones propias emanadas de su subjetividad y de su experiencia que cuestionaron los discursos públicos. Lejos de someterse a las propuestas del Departamento Nacional de Higiene, participaron de forma activa en el proceso de construcción social de las venéreas y de su propia ciudadanía.
Palabras clave: Construcción social, Venéreas, Enfermos, Campañas sanitarias.
The Social Construction of Venereal Diseases in Argentina in the 1930s
Abstract: This article analyzes the social construction of venereal diseases taking into account two key players: health institutions and the sick. Two processes that contributed to the sexually transmitted disease imaginary are explored. On the one hand, the active intervention of the State through venereal prophylaxis campaigns that, starting in 1936, demarcated those who suffered from STDs as a potential risk for the healthy reproduction of the population and invoked an ideal subject, implying a sexually masculine citizenship, with class mandates and committed to the nation’s future. On the other hand, the popular imagination about the origin, prevention, cure and stigma of the illnesses they suffered. Whereas the meanings expressed in health campaigns crisscrossed their representations, sick people (actual or potential) questioned public discourses by outlining their own notions based on their subjectivity and their experience. Far from submitting to the proposals of the National Department of Hygiene, they actively participated in the process of social construction of venereal diseases and of their own citizenship.
Keywords: Social construction, Venereal diseases, Sicks, Health campaigns.
1. Introducción
Hasta las primeras décadas del siglo XX, las patologías de transmisión sexual fueron interpretadas como un problema de orden individual ligado a los excesos de una sexualidad masculina desbordante que precisaba de las prostitutas para ser contenida. Vistas así, se asumían los riesgos del contagio como estigma de su conducta moralmente desviada. En ese período, también, se fue abriendo lugar a su comprensión como enfermedades sociales que requerían de un compromiso colectivo para su solución. En consecuencia, las intervenciones higienistas que se concentraban en la inspección sanitaria de los burdeles y de sus trabajadoras, consideradas las principales propagadoras de las venéreas, fueron dejando paso a acciones públicas dirigidas al conjunto social que se instituyeron a través de la sanción de la ley 12.331 de Profilaxis Venérea del año 1936. La normativa dispuso la educación sexual en las escuelas, las campañas de instrucción profiláctica y de concientización de los peligros sociales de la enfermedad, el certificado médico pre-nupcial obligatorio para los varones, la ejecución y fiscalización de un tratamiento único y estandarizado por parte de la administración sanitaria, la abolición de la prostitución reglamentada, la denuncia por contagio venéreo y la hospitalización forzosa para quienes no aceptaran tratar su dolencia.
Este cambio fue posible por la aparición de una nueva ansiedad social basada en el discurso poblacionista que advertía acerca de los peligros de las venéreas para la reproducción cuantitativa y cualitativa del factor humano, pensado como esencial para consolidar la modernización económica y política del país a través de trabajadores, consumidores, ciudadanos y soldados sanos y compatibles con una supuesta homogeneidad racial (Biernat, 2011). Tales conclusiones coincidieron con el fortalecimiento del discurso de la Eugenesia en los ámbitos académicos, políticos e institucionales locales. Para esta doctrina, la enfermedad era un factor degenerativo de la raza, entendida como sinónimo de población, que se transfería de forma hereditaria. Por ello, resultaba indispensable controlar la reproducción (concepción, gestación y crianza) a través de acciones pedagógicas o de instrumentos selectivos, promovidos por organizaciones civiles u organismos públicos. De este modo, nuevos caracteres se transmitirían de generación en generación, contribuyendo al detenimiento de la declinación racial, al fortalecimiento de la salud de la población y al crecimiento nacional (Stepan, 1991; Miranda y Vallejo, 2005; Reggiani, 2019).
Las premisas del poblacionismo y de la Eugenesia robustecieron la catalogación de los padecimientos venéreos como enfermedades sociales y ubicaron al Estado y a los ciudadanos como responsables de prevenir el contagio. No obstante, en este proceso, también fueron centrales los avances científicos y farmacológicos que permitieron determinar el agente causal, el diagnóstico y la medicación para curar algunas de estas dolencias; la especialización de los profesionales de la medicina que se convirtieron en consultores, divulgadores y gestores; la consolidación de la capacidad de intervención del Estado en la sociedad; el proyecto de construcción de un nuevo significado para la Nación basado no ya en el individuo autónomo, sino en un colectivo social en el que cada integrante era llamado a la responsabilidad de sostener el todo; y el deseo de muchas personas de ser integradas a la ciudadanía a través de su condición saludable.
En este marco de múltiples significados, valores e intereses que asociaron la ciencia, la salud pública y los debates y la identificación con la nación, proponemos indagar en algunos aspectos del proceso de construcción social de las venéreas en la Argentina de los años '30. Nos interesa ahondar en la interacción entre los aspectos biológicos y sociales en la medida que la enfermedad es recortada y moldeada como una entidad particular por una sociedad, en un momento y en un lugar determinado. A su vez, funciona como una fuerza social concreta que orienta el comportamiento y la práctica de los actores en complejas redes de representaciones y negociaciones (Rosenberg, 1992, pp. 305-318). En el período considerado, las patologías de transmisión sexual comenzaron a pensarse como un problema público cuya existencia fue considerada como inaceptable y que requería de la responsabilidad de la sociedad en conjunto para su solución. Para redefinirlas, pensar en las causas de su proliferación y proponer acotados cursos de acción posibles para contrarrestar su incremento, se articularon conocimientos científicos, acciones gubernamentales, intereses y roles profesionales e imaginarios y prácticas sociales (Gusfield, 2014).
El objetivo de este artículo es analizar la construcción social de las venéreas teniendo en cuenta dos actores fundamentales: las instituciones sanitarias y las/os enfermas/os. Para ello, se exploran dos procesos que aportaron a la imaginación del padecimiento de transmisión sexual. Por un lado, la intervención activa del Estado, a partir de 1936, a través de las campañas de profilaxis venérea que demarcó a aquellos que padecían enfermedades de transmisión sexual como un potencial riesgo para la reproducción saludable de la población. De esta forma, se imaginó un sujeto ideal al cual apelar que implicaba una ciudadanía sexualmente masculina, con preceptos de clase y que debía comprometerse con el futuro de la nación. Por otro lado, la imaginación popular acerca del origen, la prevención, la cura y el estigma de los males que padecían. Si bien sus representaciones fueron atravesadas por los sentidos expresados en las campañas sanitarias, las personas enfermas (en acto o en potencia) delinearon también nociones propias emanadas de su subjetividad y de su experiencia que cuestionaron los discursos públicos. En ese sentido, lejos de someterse a las propuestas de las especialidades médicas respaldadas por el Departamento Nacional de Higiene, participaron de forma activa en el proceso de construcción social de las venéreas y de su propia ciudadanía.
2. El llamado a la responsabilidad social
Las dolencias llamadas venéreas se consolidaron como un problema público, durante las primeras décadas del siglo XX, motorizado por la acción de actores civiles y agencias estatales. Mientras el Estado ampliaba su injerencia en terrenos generalmente considerados de orden privado, amparado en la demanda de la doctrina eugenésica de creciente influencia, un conjunto de asociaciones llevó adelante iniciativas para instituir a las enfermedades de transmisión sexual como una cuestión social. Así, por ejemplo, la Liga Argentina de Profilaxis Social, fundada por el galeno Alfredo Fernández Verano, movilizó –desde 1921– amplios apoyos de la sociedad y una relativa atención de los poderes públicos a sus demandas centradas en el establecimiento de dispensarios públicos para el tratamiento de las afecciones de trasmisión sexual, la instauración de la obligatoriedad del certificado prenupcial y la divulgación de la prevención del contagio. Por su parte, los higienistas socialistas actuaron promoviendo un programa que, además de incluir las directivas higiénicas para eliminar las dolencias venéreas, llamaba hacia una reflexión más amplia sobre la sexualidad, capaz de construir una nueva fisonomía moral en el medio obrero. Este programa reformista se plasmó, por un lado, en una intensa labor parlamentaria para obtener una legislación apropiada y, por otro, en el trabajo de sus asociaciones para informar a los sectores populares acerca de los conocimientos médicos y profilácticos de las dolencias venéreas, formarlos en una nueva ética de relaciones entre los sexos y construir una opinión pública capaz de torcer el rumbo de las decisiones políticas referidas a la profilaxis de los males considerados secretos (Barrancos, 1996; Guy, 1994; Miranda, 2011 y Múgica, 2016).
De todos modos, hasta la sanción de la ley de Profilaxis Venérea en 1936, las personas enfermas se encontraron frente a una oferta fragmentaria de profilaxis de estas enfermedades, liderada por un Estado incapaz de centralizar todavía la prevención del contagio y su tratamiento y por organizaciones civiles dispersas carentes de una estructura adecuada para resolverla (Biernat, 2007). Una vez reglamentada la normativa, se dispuso la uniformidad del tratamiento de las patologías de transmisión sexual en el país y se obligó a seguir las directivas de orden nacional a las instituciones públicas y privadas. El relativo éxito en la imposición de un tratamiento único se explica por la función exclusiva del Departamento Nacional de Higiene de importar arsenicales que no se producían en el país; procesar los inyectables bismutales y mercuriales a través de los Institutos de Química y Bacteriológico; distribuir, metódicamente y a precios bajos, los medicamentos recomendados a los consejos y direcciones de salubridad e higiene provinciales, hospitales, dispensarios, sociedades de beneficencia y a los institutos penales que los solicitasen; y extender franquicias a los preparados o drogas con aplicación terapéutica que, para 1940, ascendían a 342 y estaban a cargo de laboratorios privados (Puente, 1940, p. 426).
Por otro lado, la repartición sanitaria nacional asumió la prerrogativa de organizar la prevención del contagio a través de la instrucción de la población acerca de las formas de transmisión de las venéreas, los tratamientos para su cura y sus consecuencias individuales y sociales. Uno de los instrumentos previstos para construir un prototipo de persona enferma cuya fuerte responsabilidad social sería un vehículo para lograr su integración a la ciudadanía fue la divulgación de los principios de profilaxis individual. En este apartado, nos centraremos en el análisis de dos dispositivos de esta campaña: los afiches publicitarios y la información contenida en la libreta de tratamiento venéreo.
Las campañas sanitarias pusieron el foco en la detección de los enfermos y en los aspectos curativos y preventivos, produciendo una multiplicidad de figuras con las que se delimitaron los lenguajes posibles del paciente, su relación subjetiva con el cuerpo y su experiencia de enfermar. Los afiches, pegados en los muros de fábricas y los centros sanitarios, en los puertos y en la vía pública, fueron uno de los instrumentos privilegiados de las campañas, avaladas por los sellos del gobierno nacional, del Ministerio del Interior y del Departamento Nacional de Higiene. Esta publicidad utilizaba recursos textuales a diferencia de la impronta privada que hasta la reglamentación de la ley fue mucho más efectiva usando imágenes y fotografías. Cabe recordar que, aunque las tasas de analfabetismo fueron relativamente bajas en la Argentina (entre 1917 y 1947, descendieron de 35,9% al 13,6%), con una desproporción marcada entre mujeres y varones y entre espacios urbanos y rurales, esta elección tendía a dejar de lado a franjas de la población no habituadas a la lectura. Es difícil determinar en qué medida estos recursos resultaban legibles a las salidas de las fábricas, donde en reducidos tiempos de ocio se esperaba que las trabajadoras y los trabajadores focalizaran su atención en la campaña de moralización sanitaria del gobierno. Por otro lado, a pesar de que el Departamento Nacional de Higiene imprimía cerca de 50.000 afiches por año, el silencio de las memorias de la institución sanitaria acerca de cómo se llevaba a cabo su distribución en el territorio nacional, dificulta conocer el alcance de esta acción profiláctica (Boletín Sanitario del Departamento Nacional de Higiene, 1941, p. 44).
Una de las advertencias de la propaganda oficial era que las afecciones venéreas ocasionaban más sufrimientos y muertes que la mayoría de las enfermedades (Figura 1). Sin embargo, esta afirmación debe ser matizada dada su difícil comprobación puesto que la asistencia pública contaba solamente con registros estadísticos de quienes se acercaban a las instituciones sanitarias oficiales para tratarse. Muchas personas, dada su vergüenza a la exposición de haberse contagiado de una enfermedad de transmisión sexual, recurrían a los consultorios privados de los médicos quienes, a pesar de estar obligados por la ley 12.331 a denunciar a sus pacientes portadores de una dolencia venérea, solían demorar su cumplimiento o hacer caso omiso de esta disposición (Carrera, 1935, pp. 103-104); o a la medicina popular, en virtud de una práctica cultural arraigada sobre todo en los sectores menos favorecidos económicamente. Por otro lado, a pesar de que el Departamento Nacional de Higiene contaba con la superintendencia sobre los dispensarios y hospitales de las provincias, los municipios y el sector privado muchas instituciones se negaban a entregar datos estadísticos en defensa de su autonomía. Así, por ejemplo, según el director de la repartición sanitaria nacional, mientras las provincias de Buenos Aires, Santa Fe, Entre Ríos, Córdoba, Mendoza, Tucumán, Salta, Jujuy y San Luis, respondieron positivamente a las directivas de la Sección Dermatovenerológica; San Juan, Santiago del Estero y Catamarca, lo hicieron de forma deficiente; y Corrientes desoyó cada una de las propuestas y pedidos provenientes de la repartición de jurisdicción nacional (Puente, 1940, pp. 426-427).
No obstante, la difícil comprobación estadística del impacto en la salud y en la vida de las personas de las venéreas, es probable que el Departamento Nacional de Higiene aludiera a esta trágica afirmación para alarmar acerca de los peligros para quienes las padecían y no iniciaban un tratamiento y para su descendencia. Además de la muerte, se creía que las enfermedades de transmisión sexual podían acarrear disfunciones del sistema nervioso y cardíacas, impactando en la reproducción de la fuerza de trabajo; esterilidad y abortos; perjudicar el crecimiento de la población y, en el caso de la sífilis congénita, ceguera y daños en distintos órganos de las criaturas recién nacidas. En consecuencia, estas dolencias tenían una extensión contingente, en la medida que podían tener cura, pero una temporalidad trascendente porque se asociaban a peligros del linaje familiar. De allí, el llamado a la responsabilidad individual y también con la sociedad en su conjunto de evitarlas o, en caso de infectarse, de acudir para su tratamiento de forma inmediata.
A pesar de que la ley 12.331 dispuso que la denuncia de padecimiento del mal era obligatoria y su tratamiento, gratuito; los afectados no concurrían a los dispensarios. Las campañas intentaron quitar a las dolencias de transmisión sexual su carácter vergonzante –que asociaba el acto sexual al placer personal y la enfermedad al costo que había que pagar por esa decisión– y redefinirlas como de trascendencia social, apelando a la responsabilidad del individuo respecto de la reproducción saludable de la población presente y futura. La leyenda “Ataca a cualquier edad - No respeta ni sexo ni clase social” (Figura 2) procuraba destituir prejuicios que asociaban la enfermedad venérea como síntoma de un desorden moral de las clases populares y convertirla en un problema de todo el cuerpo social.
Es posible que el conocimiento por parte de las autoridades sanitarias de la resistencia a los tratamientos, llevara a resaltar en los afiches su carácter gratuito. De todos modos, las discusiones en torno al precio de los productos atravesaron los debates sobre la unificación del tratamiento, el cual se enfrentaba a la falta de regulación de importes que eran objeto de especulación por parte de las farmacias que los vendían. Sobre este último punto, Pedro Baliña (1930), uno de los médicos especialistas en venerología más importantes de la época, recordaba que, dentro de los arsenobenzoles, el más usado era el 914, cuyo precio era módico. Además, como el número de inyecciones no era ilimitado, cualquier trabajador podía costearlo. El mayor desafío de la administración pública era impedir que las farmacias no le recargaran el precio. Por otro lado, el sulfarsenol, utilizado en niños con sífilis hereditaria, era oneroso y se imponía su abaratamiento con fines de utilidad pública. Por último, a los arsenicales pentavalentes los consideraba injustificadamente caros. A partir de este diagnóstico de situación proponía el expendio de medicamentos antisifilíticos a bajo precio. Esta recomendación se alineaba, además, con la de los congresos médicos y sanitarios del continente tales como el Congreso Sudamericano de Dermatología y Sifilología (1926) y la IX Conferencia Sanitaria Panamericana (1934).
Así pues, la gratuidad se asentaba en un orden más general y remitía a la inscripción de la profilaxis venérea en políticas sociales más amplias con las que se buscó extender las facultades de intervención de las agencias sanitarias estatales e incorporar a un mayor número de personas a la ciudadanía sanitaria (Almirón y Biernat, 2015). A su vez, esta repetición, en la que la gratuidad reforzaría el deber de un cuerpo corrompido por el mal venéreo, se referencia con la particularidad del discurso de la ley de exponer el miedo ante la pérdida de alguna barrera sustancial sobre la que se asentaba una ciudadanía imaginaria (Sabsay, 2011, pp. 11-21). La pregunta por los obstáculos que podrían franquear estas enfermedades estaba asociada a la comprensión de una sexualidad como entidad natural de un cuerpo que, afectado por estas dolencias, podría acabar con sus facultades reproductivas. En ese sentido, se entendía la salud como un modo de garantizar la reproducción de una “raza” que trabajase, poblase y protegiese un territorio nacional simbolizado como un vacío.
El despliegue de lo universal se restringió al particular enunciado de enfermo. A pesar de remitir a un grupo plural de géneros, su utilización se cargó de un sentido masculino. En el centro de la ley residía una comprensión androcéntrica de la salud para la que debía cuidarse de los varones como centro reproductor de la familia y, por lo tanto, de la nación. A la administración del cuerpo femenino como depositario de la libido desbordante masculina, debían otorgársele categorías y formas limitadas de su usufructo. Por ejemplo, era habitual el señalamiento de las prostitutas como factor casi exclusivo de contagio venéreo. En esta perspectiva, eran ellas quienes debían controlarse y curarse para evitar la llegada de las “pestes” a las familias (Múgica, 2001). Finalmente, puede consignarse que había restricciones al certificado médico prenupcial ya que pretendía realizarse solo sobre el cuerpo masculino en virtud de una noción de un deber pudoroso de las mujeres.
La campaña de prevención del contagio y de persuasión de acercarse a los dispensarios antivenéreos para el diagnóstico y la cura de las enfermedades de transmisión sexual, se reforzaba con un conjunto de consejos generales para aquellas personas que efectivamente aceptaban un tratamiento. En el caso de la sífilis, recibían una Libreta Sanitaria expedida por la Sección Dermatovenerológica del Departamento Nacional de Higiene que estaba precedida por una serie de instrucciones y recomendaciones y en la que se dejaba constancia del nombre del paciente, el diagnóstico, el dispensario donde se atendía, el tratamiento al que era sometido y sus resultados (Ministerio del Interior, Archivo General de la Nación, Caja 9, Doc. 316 -en adelante, MI, AGN-C9-C316). El acento en esta enfermedad tenía que ver tanto con sus consecuencias sobre la salud individual y colectiva, presente y futura, como con los descubrimientos científicos que contribuyeron a determinar su agente causal (la bacteria treponema pallidum), diagnosticarla (prueba de Wassermann) y tratar sus síntomas o negativizar la bacteria que la producía a través de una medicación (salvarsán).
En consecuencia, el primer mensaje para los enfermos era que la sífilis era contagiosa. Según la información contenida en la Libreta Sanitaria, “la más pequeña llaguita de la boca o de los órganos genitales puede transmitir la enfermedad a otra persona” ya sea por “contacto directo” (beso, relación sexual) o “indirectamente por la saliva, las manos u otros objetos infectados por contacto (cigarrillo, boquilla y pipa, copas, bombilla de mate)”. De ahí la recomendación de lavarse las manos con agua y jabón después de haberse tocado cualquier parte del cuerpo contagiada, de seguir una correcta higiene bucal, de evitar el consumo de tabaco porque “favorece la aparición de lesiones contagiosas en la boca” y de restringir la ingesta de aperitivos y licores porque “el alcohol agrava la evolución de la sífilis”.
De todos modos, la advertencia más importante era que el contagio podía producirse aun cuando no hubiere síntomas aparentes de la enfermedad porque “el sifilítico insuficientemente tratado, suele transmitir a la mujer su infección en el acto sexual, por intermedio del esperma” (MI, AGN-C9-C316, p. I) Lo que estaba presente en estas advertencias era el conocimiento acerca de las tres etapas en las que se manifiesta esta enfermedad producida por la bacteria treponema pallidum y sus formas de transmisión. En la primera, se presenta en las zonas genitales una pápula no dolorosa que rápidamente se ulcera, llamada chancro, y cuyas secreciones son altamente contagiosas. Al mes, el chancro desaparece y se ingresa en la segunda etapa, que puede extenderse por décadas, en la que ocurre la incubación de la bacteria, manifestada por la aparición de manchas, tumores e inflamación de ganglios, y puede producirse el contagio por vía sanguínea. Durante la tercera etapa, la sífilis se vuelve a despertar y ataca directamente al sistema nervioso o a algún órgano. Además, la sífilis congénita transmitida por la mujer embarazada al feto a través de la placenta, puede causar aborto, mortalidad infantil o malformaciones en el bebé que logra sobrevivir.
El segundo mensaje para el enfermo era que la sífilis tenía cura. Tras esta aseveración, parece subyacer la convicción de las autoridades sanitarias de que los tratamientos recomendados, puestos en cuestión dos décadas más tarde con la aparición de la penicilina, y los mecanismos administrativos para que llegaran a toda la población, eran efectivos. En la información general contenida en la Libreta Sanitaria, el Departamento Nacional de Higiene advertía que la sífilis era más curable “cuanto más temprano y más vigorosamente se haya empezado su tratamiento”. Por ello, la única garantía de curación del paciente dependía de “la energía y constancia en el tratamiento durante los primeros años de infección”. Se trataba de un proceso intenso y prolongado para “prevenir las recaídas y evitar así su transmisión a otras personas y a la descendencia” (MI, AGN-C9-C316, p. II). En ese sentido, las autoridades sanitarias se proponían persuadir a los enfermos de asumir responsablemente un tratamiento que, aunque extenso, resultaba eficiente (MI, AGN-C9-C316, p. II). A pesar de los resultados, el método farmacológico empleado, basado en inyecciones de arsenobenzoles, producía malestares entre los pacientes a los que se les recomendaba no fatigarse, descansar y tomar una dieta liviana en la víspera y el día de la aplicación del medicamento. Si aparecían molestias después del tratamiento, se advertía que los pacientes no debían alarmarse sino “acostarse en la cama y estar a dieta, tomando líquido solamente” o, en caso de fiebre, “tomar purgante salino y poner el termómetro al día siguiente” (MI, AGN-C9-C316, pp. IV y V).
Probablemente, estos malestares junto con la desaparición relativamente rápida de los síntomas visibles en la piel, lo prolongado del tratamiento y la exposición social que ello significaba, sin descartar razones personales como la movilidad residencial o la falta de tiempo, fueran las causas por las que los pacientes solían abandonar las curaciones. Este abandono se consideraba sumamente peligroso en el caso de la sífilis porque, según los especialistas de la época, si el tratamiento resultaba insuficiente solían aparecer “lesiones aparentemente insignificantes, pero muy contagiosas” con consecuencias muy graves en la salud de quien la padecía y de su descendencia (MI, AGN-C9-C316, p. II). De allí que no se recomendaba volver a tener relaciones sexuales hasta después de 4 años de tratamiento, aun mediando resultados negativos de la prueba de Wasserman (MI, AGN-C9-C316, p. III).
Ante la amenaza de las consecuencias sociales de estos padecimientos, el enfermo era subalterno al médico. La yuxtaposición de responsabilidades presentes en el artículo 18 de la ley 12.331 en las que el paciente era obligado a denunciar su dolencia, el presunto foco de infección y a cooperar con su cura, constituía un dispositivo de control que dependía del galeno quien, en caso de identificar a una persona contagiada, tenía la obligación de denunciarla y someterla a tratamiento (MI, AGN-C9-C316, p. II). Así, en el corazón de la identidad asignada al afectado, estaba el deber moral de someterse a las intenciones médicas y a las instituciones estatales. Igualmente, aunque el sujeto estaba subordinado al médico, tenía un rol activo en la lucha individual frente a un problema de trascendencia social.
La subalternidad del paciente contenía otra afirmación: la legitimidad de los especialistas y sus tratamientos por sobre los considerados “no aptos” y subsumidos en el término charlatanería. En las indicaciones de la Libreta Sanitaria se advertía que no existían tratamientos breves y con plazos determinados, que curaran segura y definitivamente la infección. Por ello, el enfermo no debía tomar en consideración a personas, folletos o anuncios que pudieran afirmar lo contrario. De allí que se le sugería: “evite conversaciones con personas que se creen entendidas y puedan inducirlo a un error” (MI, AGN-C9-C316, p. II). En esta disputa puede visualizarse la confluencia de dos procesos de más larga data. En primer lugar, el afianzamiento de los médicos, desde las últimas décadas del siglo XIX, como un grupo pequeño pero influyente dentro de la elite local que apelaba al Estado para alcanzar el monopolio de la profesión. Para lograrlo, intentaron afirmarse como los únicos proveedores de los servicios de salud, aumentando en número, creando y fortaleciendo sus instituciones de representación académica y de agremiación, para oponerse a competidores como la medicina casera o los curanderos, ganando la conciencia de la gente utilizando los modernos métodos de la publicidad y ocupando un lugar importante en el aparato burocrático–administrativo (González Leandri, 2006).
En segundo lugar, la especialización de las disciplinas que terminaron ocupándose de los males venéreos. En un principio, su atención era un terreno disputado por los clínicos generalistas, sobre todo en zonas extra céntricas que no tenían infraestructura hospitalaria, o por especialistas tales como los urólogos, en el caso de la blenorragia, o los dermatólogos, en el caso de la sífilis. Hacia fines de la década del veinte, la sifilografía y la venerología se consolidaron en el campo académico, en el profesional y en el sistema sanitario, a través de la creación de cátedras en las universidades nacionales, de publicaciones específicas, de su incorporación en la asistencia de la salud de los distintos niveles de gobierno y en las nacientes reparticiones encargadas de la gestión de la profilaxis y el tratamiento de las enfermedades venéreas (Biernat, 2007). Es en el proceso de legitimación de la medicina y de sus especialidades, de la colonización de las estructuras estatales de atención y administración sanitaria por parte de muchos de sus representantes y del crecimiento de la industria de medicamentos y de la imposición de un único tratamiento estandarizado, que puede leerse la condena y denuncia oficial en contra del uso de tratamientos no alopáticos para los males de transmisión sexual. No obstante, esto no confirma nada acerca de las prácticas de los enfermos que, probablemente, continuaban asociadas a la medicina popular.
En suma, la campaña antivenérea estatal se focalizó en mediatizar los lenguajes posibles del paciente, su relación subjetiva con el cuerpo y su experiencia de enfermar. Su inscripción en una agenda estatal, anclada en la calidad y cantidad de la población como un factor estratégico, tendió a responsabilizar al enfermo y a situar a los profesionales como garantía de una cura que evitara los efectos adversos al conjunto social. La observación de estos documentos torna tangible el “nosotros” articulado desde las campañas sanitarias con las que se delimitó el horizonte de sentido (procreativo) como canon ideal de realización. En este sentido, el despliegue de un concepto de salud pública androcéntrico actuó como un núcleo legitimador de los sentidos políticos de la ley. No obstante, la apelación a un destinatario universal de las campañas, revelaba la intención de incluir a través de la posibilidad de acceder a la salud a quienes todavía se encontraban por afuera del pacto de ciudadanía. La única condición parecía ser la responsabilidad individual como compromiso con el conjunto social y como mecanismo de integración.
3. La persistencia del estigma
Las personas contagiadas no fueron atravesadas pasivamente por las representaciones emanadas de la propaganda oficial, sino que tuvieron sus propias elaboraciones simbólicas de su padecimiento. Es decir, intervinieron de forma activa en el proceso de construcción de los imaginarios de la enfermedad. En este movimiento optaron, también, por participar, o no, de una ciudadanía sanitaria que aparecía como impuesta desde el discurso estatal. En otras palabras, quienes padecían una dolencia venérea tomaron sus propias decisiones acerca de si integrarse y de qué forma al colectivo considerado saludable.
Por ello, en este apartado, nos proponemos mostrar cómo, a pesar de las campañas sanitarias que propusieron desde la segunda mitad de la década de 1930 un mensaje acerca de las enfermedades venéreas ligadas a la responsabilidad social y a la posibilidad de su cura, en la imaginación popular siguieron prevaleciendo la idea del estigma y los prejuicios acerca de las dolencias consideradas secretas. Esta producción de subjetividades propias por parte de las personas enfermas, fundamentalmente pertenecientes a los sectores trabajadores, puede ser rastreada –de forma mediada por los editores– a través de la lectura de las cartas de lectores de revistas de circulación en el mundo obrero.
Una de las publicaciones que destinó buena parte de sus artículos y cartas de lectores al tema de las enfermedades venéreas fue la revista Cultura Sexual y Física (CSyF). CSyF estaba inscripta en el arco de la cultura de izquierda del período, dado que formaba parte del proyecto editorial de Claridad liderado por el socialista Antonio Zamora (1896-1976) y que muchos de sus colaboradores provenían del anarquismo, del sindicalismo revolucionario y otros se identificaban con el anticlericalismo y el antifascismo (Fernández Cordero, 2021). CSyF difundió una sexología popular que vinculó a la medicina, a la eugenesia y al psicoanálisis. Con el fin de lograr una transformación de las conciencias y el progreso educativo y moral de sus lectores, el conocimiento científico fue el medio para legitimar el contenido y sentar bases de autoridad al discurso difundido a través de los 48 números publicados entre 1937 y 1941. No obstante, su valor pedagógico y su alcance a los sectores populares residió en que su prosa y su precio eran accesibles (Ledesma Prietto y Scharagrodsky, 2020; Múgica, 2021). Además, con un formato mediano y atractivo (64 páginas de 28 x 20 centímetros en los números regulares) y sus audaces tapas coloridas, sobresalió en los escaparates de los puntos de venta de estaciones de ferrocarriles y subterráneos y fue objeto de consumo de muchos trabajadores que se desplazaban diariamente con el transporte público (Fernández Cordero, 2015).
Uno de los objetivos de la revista fue darle lugar a la participación del público lector. Para ello, se incorporó desde el segundo número la sección Contestando a los Lectores, especializada en temas sexuales y físicos, que era respondida por la propia Dirección, hasta que en el número 21 se explicitó el nombre del médico anarquista Manuel Martín Fernández como el consultor (Ledesma Prietto, 2017). A medida que la cantidad de cartas crecía, hasta ocupar más de dos páginas, se exigieron claridad y datos mínimos como lugar de residencia, nombre o seudónimo de los remitentes. A partir del número 24, no se publicaron más las preguntas de los lectores. Sin embargo, las respuestas reformulaban la consulta y, en algunos casos, eran tan crípticas que solo parecían ser comprensibles por quien había preguntado, lo que sugiere que eran verdaderas preguntas. En suma, esta sección permite analizar las revistas como espacios de construcción colaborativa de saberes y de producción de subjetividad más que como simples vehículos de información sobre lo sexual (Fernández Cordero, 2021).
Con la intención de avanzar en la comprensión de la experiencia de las personas enfermas es que analizamos estas cartas de lectores de la revista. En su mayoría, las consultas provenían de diferentes lugares del país y de la región sudamericana y quienes las escribían eran varones entre 20 y 60 años. Las preocupaciones principales rondaban en torno de los diferentes síntomas de las enfermedades. Por ejemplo, desde La Paz, Bolivia, un lector consultaba “si un grano de color rojo en los genitales” podía ser indicio de sífilis (Martín Fernández, 1939a, p. 124); Manucho, de Santa Fe, describía signos en su cuerpo y preguntaba si eran compatibles con la blenorragia (Martín Fernández, 1940a, p. 380); un joven de Manizales, Colombia, interrogaba si la caída del cabello podía ser un síntoma de una venérea (Martín Fernández, 1940b, 762); un seguidor de La Plata presentaba su duda acerca de si el color amarillo intenso de su orina era vestigio de una enfermedad sexual (Martín Fernández, 1941a, pp. 567-68) o una pareja de Capital pedía confirmación acerca de si sus marcas en la piel eran sospechosas (Martín Fernández, 1940b, p. 762). El denominador común de estos lectores era la aflicción por las marcas visibles que las patologías de transmisión sexual podían dejar en su cuerpo. De allí que su salud no era entendida como de carácter social, universal y de injerencia pública –como pretendían mostrar las campañas sanitarias– sino como un problema individual que requería de una acción discreta y autónoma en la medida que ponía de manifiesto un estigma producido por una conducta aparentemente desviada. La persistencia de un tipo de imaginación reforzada por los laboratorios en las décadas precedentes, encontraba en las cartas de lectores un nuevo espacio en el que establecer consultas anónimas de síntomas que se experimentaban como singulares. Se trataba de una suerte de mediación a partir de la cual la consulta a un médico dependería de una decisión personal.
En esa línea, un lector adulto aseguraba que había padecido gonorrea en su juventud y que la dolencia había sido tratada adecuadamente. Sin embargo, desde hacía un año atrás había aparecido en su órgano sexual una “manchita roja” y, al cabo de 5 días, se había producido “una ampollita acuosa, que en el término de más o menos 3 semanas se curó por completo, dejando por un tiempo una escarita roja. Consulté con un médico y me dijo que había sido una infección ya sanada. Pero se repite la misma cuestión cada dos meses, sin producir ningún dolor ni lastimadura” (Martín Fernández, 1939b, p. 718). La utilización de diminutivos para referirse a los síntomas y la referencia a la inexistencia de lastimaduras o dolor podrían remitir a la necesidad de minimizar los signos de su posible enfermedad en base a su experiencia previa de haberla padecido. Por otro lado, la mención a la consulta con un especialista sugiere la apelación a la autoridad científica. No obstante, el enfermo dudó de ella y lejos de presentarse en un consultorio venerológico, tal cual lo recomendaba la propaganda oficial, escribió a la revista. La vergüenza a la exposición pública que significaba concurrir a un dispensario podría estar, también, en el origen de esta decisión. Mantener en secreto los síntomas epidérmicos de las partes del cuerpo que se encontraban cubiertas, garantizaba la discreción de ciertas actividades de los varones, como la frecuentación de los denominados prostíbulos. Los varones se consideraban poseedores de una libido incontrolable y natural que no podía ser saciada en el marco de una relación conyugal. Este padecimiento era más vergonzoso aún para las mujeres, ya que, una vez instalado en sus cuerpos, las despojaba de los recursos simbólicos que las afirmaban como decentes.
La revista se hizo eco de estas ansiedades de los lectores e intentó disuadirlos del carácter vergonzante que le adjudicaban a las enfermedades de transmisión sexual. Así, por ejemplo, procuró convencer a Cholo de Capital Federal: “deseche sus temores y toda falsa vergüenza, piense que usted no es el único hombre que padece de enfermedades sexuales y que los médicos tratan estas cosas, como cualquier otra enfermedad” (Martín Fernández, 1939c, p. 779). En el mismo sentido, ante la preocupación de un joven de Coronel Suárez, provincia de Buenos Aires, por haber sido exceptuado del servicio militar obligatorio y con ello faltar a su deber patriótico y poner en cuestión su virilidad, el responsable de la sección le garantizó “no todas las enfermedades de la piel son males venéreos” (Bossio, 1938, p. 318). No obstante, en este último caso, la vergüenza no estaba vinculada solamente a los signos visibles que acarreaba su dolencia sino, también, a la imposibilidad de formar parte de una ciudadanía saludable y de cumplir con los deberes que ella conllevaba y a que cuestionaba su estatus de masculinidad. El cuerpo era experimentado en su dimensión biológica y, a su vez, como sede de los atributos para formar parte del colectivo nacional y de la identidad de género.
La resistencia de los enfermos a la consulta médica no parece explicarse solamente por una cuestión de pudor sino, también, por la desconfianza hacia las pruebas de laboratorio y hacia los profesionales sanitarios. Un lector preguntaba si ante el resultado positivo de Wassermann tenía que someterse a tratamiento médico (Martín Fernández, 1940b, p. 764), mientras otro desde Puerto Belgrano consultaba si el examen de laboratorio podía ser “falso positivo” (Martín Fernández, 1940c, p. 250) y un tercero pedía información acerca de si el tratamiento para la blenorragia suministrado por el médico de un hospital era el correcto (Martín Fernández, 1940d, p. 636). Estas interlocuciones sugieren que, a pesar del mensaje de las campañas públicas de que las enfermedades de transmisión sexual podían ser diagnosticadas y curadas gracias a la moderna profilaxis dispuesta por el sistema sanitario, muchos enfermos se negaban a someterse a los protocolos a seguir que incluían la denuncia de la dolencia y el presunto foco de infección y la cooperación con el tratamiento.
En el centro de esta resistencia y de la búsqueda de la intermediación del espacio abierto a consultas por la revista, se encontraba la negativa a subordinarse al poder médico, a las instituciones de higiene pública y a los desarrollos científicos. Dudar de la eficacia y de la obligatoriedad de los dispositivos previstos, nos advierte acerca de la persistencia de la interpretación de la enfermedad como un problema individual y del rol activo para su cura de quienes la padecían. De todos modos, es posible también que la falta de confianza en la medicina alopática estuviese asociada, como hemos visto, a la extendida práctica de consulta a personas que ejercían la medicina popular o a los mismos farmacéuticos que solían diagnosticar dolencias y recomendar medicación para su cura. Sea por la resistencia a someterse al proceso de medicalización o por considerar a las patologías dentro del orden de la experiencia individual, estas cartas de lectores nos advierten acerca de la agencia de los sujetos de la ciudadanía sanitaria.
Como ha señalado Diego Armus (2001), en algunos casos, los enfermos de las primeras décadas del siglo XX se convirtieron en constructores de demandas y eligieron o impugnaron tratamientos, adquiriendo así un papel protagónico en la cura de sus propias dolencias. Frente a estas iniciativas, la prensa, fundamentalmente la obrera, alentó muchas veces la capacidad de presión de los afectados y la visibilización de su legítimo derecho a la salud, pero, en los casos en los que pusieron en cuestión a la ciencia médica, ignoró sus pedidos. Cultura Sexual y Física parece haber transitado entre estos dos andariveles, alentando a sus lectores a que expresaran sus dudas y resistencias y contestando, desde el saber médico, con un lenguaje comprensible y sin impugnar las representaciones de sus lectores.
En las consultas a la revista sobre las causas del contagio venéreo pueden rastrearse las distintas nociones presentes en su público. Preocupado de Avellaneda preguntaba “¿por qué el gonococo se contagia al tener sexo con prostitutas y no en las maritales?” (Martín Fernández, 1940e, p. 314). Tras el interrogante, se hallaba la convicción de que las mujeres que intercambiaban sexo por dinero eran el factor de contagio venéreo por excelencia y aquellas que podían aspirar al matrimonio quedaban revestidas de toda protección frente a la enfermedad, en virtud de su supuesta decencia. Por su parte, los varones, cuando depositaban su libido desbordante en una prostituta, podían recibir el castigo de un mal venéreo; mientras que cuando cumplían con su rol reproductor a través de relaciones sexuales dentro del matrimonio, quedaban inmunes al contagio. En ese sentido, un nuevo lector de Montevideo se preguntaba si era posible que las características purulentas del flujo sexual de su novia pudieran remitir a una enfermedad venérea, a pesar de ser ella virgen (Martín Fernández, 1940a, p. 380). Según su interpretación, la virginidad de una mujer, signo de su decencia, la resguardaba de toda probabilidad de contraer un padecimiento de trasmisión sexual. No obstante, a las potenciales madres había que protegerlas de un posible contagio con el fin de garantizar una familia saludable en el futuro. Es por ello que un joven de Bahía Blanca escribía preocupado porque había tenido dos veces blenorragia y, aunque se encontraba curado, tenía miedo de contagiar a su novia (Martín Fernández, 1940b, p. 764).
Respecto a las formas de prevenir la transmisión de la dolencia, un lector boliviano preguntaba si era posible saber antes del contacto sexual si una mujer padecía una enfermedad venérea (Martín Fernández, 1941b, p. 378). Contar con esta información de antemano les permitiría a los varones descartar ese cuerpo para satisfacer su deseo considerado irrefrenable o, en el extremo, utilizar algún antiséptico o un método de barrera. Las pomadas de higiene para ser empleadas antes del coito no solo eran de venta libre en las farmacias y de uso extendido, sino que el mismo Departamento Nacional de Higiene las recomendaba y por la ley de Profilaxis Venérea (1936) había dispuesto que se ofrecieran gratuitamente en lugares públicos. Además, el empleo de preservativos era una práctica habitual en las décadas de 1920 y 1930 en Argentina (Barrancos, 1996), incluso entre los sectores de menos recursos y claramente entre las mujeres que ejercían la prostitución. No obstante, y a pesar de contar con este conocimiento, muchos varones prescindían de su uso. Algunos porque compartían la representación de que esa práctica reforzaba su virilidad en el momento del acto sexual, en la medida que los acercaba a una conducta casi animal. Otros, como el caso de un lector de la revista, porque sospechaban que el preservativo de látex era nocivo para la salud de las mujeres (Martín Fernández, 1940c, p. 250).
Por su parte, la consulta de un joven de Puerto Belgrano acerca de si las mujeres contagiaban en su período menstrual (Martín Fernández, 1940c, p. 250), remitía a una idea bastante extendida en la época acerca de que la sangre diluía a los agentes de la infección y, por su condición móvil, eliminaba los residuos nocivos generados en el interior del cuerpo. Así como las sangrías provocadas por algunas prácticas de la medicina popular tenían por finalidad restablecer el equilibrio del organismo para mantener su salud, el sangrado menstrual lo hacía naturalmente. De allí que se creía que había que aprovechar estos períodos para mantener contacto sexual sin el riesgo de contraer una enfermedad venérea.
Una última práctica preventiva era la frecuencia con la que se exponían los varones al contacto con mujeres presumiblemente contagiadas. Según el morocho de Temperley, no tenía relaciones sexuales con prostitutas con más frecuencia que cada mes y medio o dos porque le temía al contagio (Martín Fernández, 1940a, p. 379). Espaciar el contacto carnal parecía ser un método suficiente para evitar el contagio. El límite no estaba en la distancia física entre los cuerpos sino en la capacidad de contención del deseo irrefrenable del varón.
Una última preocupación que aparecía en las consultas a la revista era por las secuelas que podía producir un padecimiento venéreo. Así, por ejemplo, un lector de 40 años asociaba su debilidad, mareos e impotencia a la posibilidad de haber tenido en el pasado una enfermedad de transmisión sexual (Martín Fernández, 1938, p. 187). Por su parte, FRC, de Capital Federal, preguntaba si la blenorragia era causante de esterilidad en el hombre (Martín Fernández, 1939c, p. 779). Impotencia y esterilidad eran vinculadas, en la imaginación de los enfermos, con la pérdida de virilidad. Esta consecuencia resultaba contradictoria en la medida que estaba originada en una condición considerada natural por los varones de la época, la inevitabilidad de refrenar sus impulsos sexuales. Finalmente, un joven de Ciudadela consultaba si el padecimiento de blenorragia podía traer secuelas para sus futuros hijos (Martín Fernández, 1940d, p. 636) y Chingolo, de la provincia de Salta, quería saber si se trataba de una enfermedad hereditaria (Martín Fernández, 1940b, p. 7622). En estas dudas pueden rastrearse, tal vez, los cambios en las nociones acerca de las dolencias de transmisión sexual que la propaganda pública intentaba transmitir. El padecimiento venéreo no solo se constituía en un problema de orden individual, sino que derramaba en el conjunto social. La salud masculina, como centro reproductor de la familia y por lo tanto de la nación, debía ser preservada para asegurar el crecimiento de la población y la reproducción de la fuerza de trabajo.
En suma, si a partir de la segunda mitad de la década de 1930, podemos especular que los afiches del Departamento Nacional de Higiene compartían espacios con los puntos de venta de la revista Cultura Sexual y Física en estaciones de subterráneo o de tren o en la vía pública, las consultas de los lectores de la publicación muestran que sus representaciones sobre las enfermedades venéreas distaban mucho del concepto que se proponían transmitir las reparticiones sanitarias. Las preguntas acerca de los síntomas, las causas, las formas de prevención del contagio y del tratamiento de las dolencias de transmisión sexual dan cuenta de la persistencia de una imaginación popular basada en su carácter vergonzante y en la necesidad de una acción discreta y autónoma por parte de los enfermos para su cura. El acercamiento de los lectores a la revista como un espacio de interlocución alternativo a los consultorios venerológicos, da cuenta no solo de la búsqueda de reducción de la exposición pública de los enfermos sino, también, del cuestionamiento de la ciencia médica del momento para dar respuesta a sus dolencias. La configuración de esta imaginación pone en evidencia la agencia propia de los actores provenientes de los sectores populares que corrió en paralelo a las intenciones de los organismos públicos encargados de garantizar la salud de la población. No obstante, son las propias representaciones sobre las dolencias, las resistencias a la medicalización, la búsqueda de explicaciones y de tratamientos alternativos y las demandas de los enfermos, las que los constituyeron como sujetos de la ciudadanía sanitaria.
4. Consideraciones finales
La agenda canalizada por el Estado en la década de 1930 expresó la fortaleza de un imaginario de progreso estratégico anclado en el cuerpo. Los resultados de un contexto internacional incierto y la emergencia de una plataforma social reformista actuaron como vía de respuesta y empujaron demandas que institucionalizaron el interés por garantizar cuerpos sanos, vigorosos y laborables como condiciones de posibilidad para el desarrollo nacional. La proyección de un modelo ideal y activo del enfermo con responsabilidad social se construyó en la interpretación de un concepto androcéntrico de la salud en el que la capacidad activa de la sexualidad masculina debía ser educada, como así también, la posibilidad reproductiva de los cuerpos femeninos. Las intenciones de llegar a las capas populares, con campañas textuales y poco prácticas en las calles, colocaron el foco en persuadir a los sujetos de la peligrosidad de las venéreas y su responsabilidad en la batalla asumida desde las instituciones sanitarias.
El despliegue de un universo de jerarquías, en los que la legitimación cientificista de la medicina interactuó con registros clasistas, racializados y genéricos, fue un caldo propenso para la trama de sentidos que circundaron a los enfermos. La elección de un lenguaje específico y de metáforas fundacionales, delimitaron el universo posible del paciente, su relación subjetiva con el cuerpo y su experiencia de enfermar. No obstante, la imaginación popular no se redujo a una recepción pasiva de las campañas públicas. En su configuración, estuvieron presentes contenidos de más larga data como el carácter vergonzante de las dolencias de transmisión sexual y la necesidad de una acción discreta y autónoma para su cura, información proveniente de lo que era considerada una moderna profilaxis –basada en la concepción de enfermedades de responsabilidad social en la medida que ponían en peligro la reproducción saludable de la población presente y futura y a instituciones sociales nodales como la familia–, también, nociones propias acerca de los síntomas, de los modos de prevención del contagio y de la eficacia de la ciencia médica para diagnosticar y curar las enfermedades.
En suma, las enfermedades venéreas, lejos de ser un tema reducido a estrechos círculos médicos o académicos, fueron una preocupación extendida en la sociedad que derivó en una imaginación con múltiples aristas. Sea como una demanda construida desde las agencias estatales que tendía a responsabilizar a las personas que las padecían, sea como una identidad forjada en la culpa, la autonomía de decisiones y la desconfianza en el sistema sanitario público, sus distintas representaciones se yuxtapusieron para integrar un proceso que derivó en una forma particular de representar y experimentar una ciudadanía que se consideraba enferma.
Fuentes documentales
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Recepción: 30 septiembre 2024
Aprobación: 12 octubre 2024
Publicación: 01 marzo 2025