DES Descentrada, vol. 9, núm. 1, e259, marzo - agosto 2025. ISSN 2545-7284
Universidad Nacional de La Plata
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación
Centro Interdisciplinario de Investigaciones en Género (CInIG)

Traducciones

Prisiones femeninas: aportes para un análisis histórico no androcéntrico. Los casos de Santa Fe y Buenos Aires (1924-1936)

Sol Calandria

Instituto de Investigaciones en Humanidades y Ciencias Sociales (UNLP-CONICET), Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, Universidad Nacional de La Plata, Argentina
Luis González Alvo

Universidad Nacional de Tucumán / CONICET, Argentina
Cita sugerida: Calandria, S. y González Alvo, L. (2025). Prisiones femeninas: aportes para un análisis histórico no androcéntrico. Los casos de Santa Fe y Buenos Aires (1924-1936). Descentrada, 9(1), e259. https://doi.org/10.24215/25457284e259

Resumen: El presente estudio tiene como objetivo analizar las prisiones femeninas argentinas a la luz de dos casos: el Instituto Correccional de Mujeres (Santa Fe) y la Cárcel de Mujeres de Olmos (La Plata). En ambos casos, la administración de las hermanas del Buen Pastor debió enfrentar la resistencia y las sublevaciones de diversos actores, tanto estatales como no estatales. A partir de una perspectiva feminista y situada en el sur global, este trabajo se propone construir nuevos aportes para el estudio histórico de las cárceles de mujeres y el castigo femenino durante el proceso de consolidación del Estado. De esta manera, pretendemos revisitar el tema a la luz de una perspectiva de género que cuestione la relación entre el castigo femenino, la sociedad civil, el Estado y sus agentes. En este sentido, se busca contribuir a un análisis histórico no androcéntrico de las prisiones femeninas.

Palabras clave: Cárceles de mujeres, Género, Análisis Histórico, Argentina.

Women's Prisons: Contributions for Non-Androcentric Historical Analyses. The Cases of Santa Fe and Buenos Aires (Argentina, 1924-1936)

Abstract: The present study aims to analyze Argentinean women's prisons through the analysis of two cases: the Santa Fe Women's Correctional Institute (Santa Fe Province) and the Women's Prison of Olmos (Buenos Aires Province). In both cases, the administration of the Congregation of the Good Shepherd had to face resistance and uprisings from various state and non-state actors. From a feminist perspective situated in the global south, this work aims to provide new insights for the historical study of women's prisons and female punishment during the consolidation of the State. In this way, we intend to revisit the topic in the light of a gender perspective that questions the relationship between female punishment, civil society, the State, and its agents. In this sense, the aim is to contribute to a non-androcentric historical analysis of women's prisons.

Keywords: Women's prisons, Gender, Historical Analyses, Argentina.

1. Introducción

En 1829, cuando Marie-Euphrasie Pelletier fundó la Orden de Nuestra Señora de la Caridad, nadie podría haber imaginado que, al promediar aquel siglo, aquella orden acabaría administrando buena parte de las cárceles de mujeres sudamericanas. En abril de 1835, mediante decreto pontificio, fue reconocida bajo la denominación de Congregación de Nuestra Señora de la Caridad del Buen Pastor. A la muerte de Pelletier en 1868, el Buen Pastor contaba con 110 casas en diferentes países, entre los cuales se encontraban Chile y Uruguay. La llegada del Buen Pastor a la Argentina se produjo en 1885, luego de la sanción de la “Ley de conventos” uruguaya, que impulsó a las hermanas de la casa montevideana a trasladarse a la ciudad de Buenos Aires

La “Ley de Conventos” de Uruguay declaró que todos los conventos carecían de existencia legal. Entró en vigencia junto con la Ley de matrimonio civil y fue interpretada por la Iglesia Católica como un ataque. Se retiraron crucifijos de los hospitales públicos y, en 1907, se promulgó la ley de divorcio y se eliminaron todas las referencias religiosas de los juramentos de los parlamentarios. La Constitución uruguaya de 1917 terminó de separar la Iglesia del Estado (Da Costa, 2009). A pesar de todo esto, solo unos años más tarde, las hermanas del Buen Pastor regresaron a Uruguay y retomaron la administración de las cárceles de mujeres hasta finales del siglo XX (Fessler, 2017).

Una vez instaladas en Buenos Aires, las Hermanas extendieron su acción a Mendoza (1889), San Luis (1889), San Juan (1889), Tucumán (1889), Córdoba (1892) y Rosario (1892). La relación de las congregaciones religiosas con la administración de las cárceles femeninas tiene –según Claude Langlois, para el caso francés– fecha exacta: a partir del 6 de abril de 1839, con la decisión de que la vigilancia de las mujeres solo podría ejercerse por personas de su mismo sexo. En ese contexto, tras decidir no incluir personal femenino a la administración estatal, se recurrió a las órdenes religiosas. Así fue que, al llegar a Sudamérica, las hermanas del Buen Pastor se presentaron con una expertise poco común: el manejo de los espacios de encierro penales femeninos. Hacia fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX, la Congregación administraba casi todas las cárceles de mujeres de la Argentina y muchas otras más en Sudamérica.

En el contexto de reforma penitenciaria, el encierro femenino –y de menores– se distanció notablemente del masculino. La economía del castigo femenino, a diferencia del masculino, no estuvo ligada necesariamente al delito sino a cualquier falta al orden doméstico o de los “deberes propios de su sexo” que se les adjudicaban a las mujeres. En este sentido, María Soledad Zárate Campos (1996) ha señalado cómo, en el caso del Buen Pastor chileno, las reclusas en lugar de ser “reformadas” debían ser “rescatadas” como buenas esposas y madres. Por su parte, Carlos Aguirre (2003) sostuvo que el Buen Pastor peruano compartió en cárceles dependientes del Estado la misión de rehabilitar a “mujeres caídas” y Daniel Fessler (2017) afirmó que, en el caso uruguayo, a pesar de su marcada impronta anticlerical, el brazo del Estado no alcanzó a reformar el castigo femenino en el siglo XIX. Esta interpretación historiográfica fue compartida por los trabajos realizados para el caso argentino. Los estudios pioneros de Lila Caimari (2007) y Donna Guy (2000) dejaron a la vista que en la Casa Correccional de Mujeres de Buenos Aires fueron las monjas del Buen Pastor, quienes se encargaron de la rehabilitación femenina, tanto de las niñas como las adultas.

El presente estudio1 recoge las contribuciones realizadas hasta el momento sobre las prisiones femeninas y se propone construir nuevos aportes para problematizar el proceso de consolidación del Estado desde su vinculación con el castigo femenino, a partir de una perspectiva situada (Haraway, 1995): feminista y sudamericana. En ese sentido, las perspectivas de género resultan un eje central en el análisis de las relaciones de poder en la sociedad, pero, a su vez, es en sí misma insuficiente para explicar la gran diversidad de experiencias del crimen, la violencia o justicia penal en relación a las mujeres (Carrington, 2015). Por ello, recurrimos a un análisis desde la interseccionalidad que posibilita observar el problema desde un punto de vista relacional (Scott, 1992; 2016), es decir, entendemos el género no como una categoría monocausal sino una categoría de análisis que debe considerarse en relación a otras categorías estructurales de la desigualdad social.

El objetivo es analizar estas instituciones durante el proceso de consolidación estatal a la luz de dos casos: el Instituto Correccional de Mujeres de Santa Fe (ICM) y la Cárcel de Mujeres de Olmos, localidad vecina a la ciudad de La Plata, capital de la provincia de Buenos Aires. En ambos casos, la administración de las hermanas del Buen Pastor enfrentó la resistencia de diversos actores, tanto estatales como no estatales. En ese sentido, nos proponemos revisitar un viejo problema a la luz de un nuevo enfoque de género que problematice la relación entre el castigo femenino, la sociedad civil, el Estado y sus agentes. El trabajo está dividido en tres apartados. En el primero de ellos, se presentan los debates y aportes que los estudios de género y la historiografía han realizado al campo de estudio de las prisiones femeninas. En el segundo, se analiza el caso del ICM cuyo traspaso administrativo a la Congregación del Buen Pastor produjo reacciones de la prensa, de las antiguas celadoras y hasta de las mismas reclusas. En tercer y último lugar, se abordan las tensiones generadas luego del traslado de la Cárcel de Mujeres de La Plata a la localidad de Olmos, que se produjo en medio del embate secularizador llevado adelante por las abogadas del Patronato de Liberadas y Recluidas de Capital Federal.

2. Las prisiones femeninas en la historiografía de las prisiones

Desde sus inicios, el estudio de las prisiones ha estado marcado por las influencias de los análisis marxistas (Rusche y Kirchheimer, (1984 [1939]); Melosi y Pavarini (2005 [1977]) y por la obra de Michel Foucault (2008 [1975]). Dichos aportes, provenientes del norte global, influyeron durante décadas sobre las conceptualizaciones teóricas de los casos latinoamericanos. Estas, si bien fueron pioneras en el estudio de las prisiones en nuestra región, centraron su atención en los establecimientos masculinos, dejando de lado las prisiones femeninas en el estudio del castigo. Esta perspectiva no solo produjo una vacancia de investigación con relación a la delincuencia y el castigo femenino, sino que tuvo un efecto doble en las formas de abordaje de la criminalidad femenina que impactó directamente en la comprensión de esta problemática. Primero, hubo una tendencia a invisibilizarla, otorgándole menor importancia en relación con la delincuencia masculina, al mismo tiempo que se construyó una mirada androcéntrica del estudio de la criminalidad que igualó las conclusiones arribadas para la delincuencia y castigo masculinos a la criminalidad en general y, por ende, a las mujeres. En ese sentido, podría afirmarse que el castigo y las instituciones femeninas fueron abordadas de manera negativa, es decir por sus “carencias” y “faltas” en comparación con los establecimientos masculinos. Este tipo de aseveraciones llevó a concluir que las prisiones de mujeres, al ser delegadas a la administración de congregaciones religiosas, quedaron por fuera del alcance e intervención de los agentes estatales.

Esta tendencia comenzó a ser revertida durante los últimos treinta años, cuando un grupo de estudios empezó a preguntarse por la criminalidad femenina en perspectiva histórica (Feeley y Little, 1991). Aunque su marco de estudio no era feminista, estos trabajos realizaron un importante aporte al comparar los delitos cometidos por mujeres y varones, como los abordajes que hizo la criminología al respecto. Posteriormente, puede advertirse un cambio sustancial en las formas de abordaje de la criminalidad cuando investigaciones provenientes del feminismo anglosajón cuestionaron las interpretaciones existentes del derecho penal y el Estado. Con ello, nos referimos a los estudios de Catherine MacKinnon (1995), Frances Olsen (2000) y Carol Smart (2000), que fueron precursores en abrir un diálogo que previamente parecía inviable: la criminología y el derecho penal con los estudios feministas. Los estudios realizados por Frances Olsen y Carol Smart fueron influenciados por la ruptura epistemológica de Judith Butler respecto a la performatividad de género en la justicia (2018).

Así, estos estudios manifestaron que el abordaje de la cuestión criminal debía hacerse desde una perspectiva de género que diera cuenta de las desigualdades y las violencias sociales que sufren las mujeres y las identidades disidentes. Asimismo, las investigaciones de la criminóloga británica Pat Carlen (1983), aportaron nuevas miradas al estudio de las prisiones e instituciones de control femeninas en clave feminista. En América Latina, la crítica a la criminología positivista y su mirada androcéntrica estuvo representada por los estudios pioneros como el de Rosa del Olmo (1981) y más tarde por las investigaciones de Marcela Lagarde (1993) y Marcela Azaola (2005).

Desde una perspectiva histórica, la categoría de género abordada y profundizada por Joan Scott (1992), como clave para entender el ejercicio del poder, obligó a repensar las instituciones de control desde una nueva mirada. A partir de este momento, los estudios acerca del control social femenino fueron proliferando de la mano del renovado interés por la historia social del delito y los estudios de género. Los resultados de esta intersección no solo repusieron la historia de un sector de la población previamente invisibilizado, sino que también analizaron temas antes inexplorados por la historia del crimen, problematizaron los marcos conceptuales utilizados y sugirieron nuevos abordajes metodológicos que impactaron en el campo de estudio (Knepper, 2015). Entre ellas, se encuentran las investigaciones pioneras de Patricia O´Brien (1978), Nicole Rafter (1985) y Lucia Zedner (1991), quienes cuestionaron el abordaje foucaultiano de las prisiones. Estos estudios dejaron a la vista que, lejos de tratarse de personas disciplinadas, la experiencia de las mujeres en prisión y las motivaciones para delinquir demostraban una capacidad de agencia condicionada por las relaciones de género y clase. En esa dirección, Rafter (1985) puso de manifiesto que las prisiones fueron idealizadas, diseñadas y organizadas tempranamente como un aspecto y reflejo de la masculinidad, es decir, diseñadas por varones para albergar varones. Asimismo, Zedner (1991) remarcó la relevancia del género para determinar y responder a la criminalidad, enfatizando que la delincuencia femenina fue un importante tema de debate de los sectores gubernamentales que impactó en la gran cantidad de mujeres encarceladas durante la Inglaterra victoriana.

En América Latina, el estudio de la delincuencia femenina en perspectiva histórica emergió al calor de una renovación historiográfica que se produjo con el retorno democrático. Esto significó, como advirtieron Palacio y Candioti (2007), un giro interdisciplinario que quebró la incomunicación que antes existía con otras disciplinas como la sociología, la ciencia política, la antropología y las ciencias jurídicas. Las investigaciones que abordaron la criminalidad femenina abrieron a nuevas preguntas que resultaron fundamentales para problematizar el castigo y las prácticas delictivas, en general, y de las mujeres, en particular (Ruggiero, 1994; Speckman Guerra, 1997; Caulfield, 2000; Correa Gómez, 2005; Albornoz Vázquez, 2004; Caimari, 2007; Guy, 2000; Ini, 2000). Recientemente, la mayoría de los estudios se desmarcaron del enfoque normativo para volver sobre la problemática de la delincuencia desde un punto de vista que desafió el estereotipo de esposa y madre que, desde el Estado y los sectores dominantes, se intentaba imponer (Cepeda, 2011; Calandria, 2017; Di Corleto, 2018). De esta manera, las mujeres que ejercieron la prostitución, las que cometieron robos, infanticidios u homicidios se desmarcaron de las normas sexo-genéricas imperantes socialmente.

Sin embargo, como señaló Caimari, el giro epistémico realizado por la historia de la justicia en los últimos treinta años no impactó tanto en el estudio de la delincuencia femenina, debido a que las mujeres detenidas no eran enviadas a “establecimientos organizados sobre bases científicas o penitenciarias” (2007, p. 2), como ocurrió con los varones. Por ello, las pesquisas sobre esta problemática aportaron nuevas vetas y metodologías para el estudio del delito. Puntualmente, aquellas que abordan las prisiones femeninas latinoamericanas realizaron importantes aportes para la comprensión del funcionamiento de las instituciones carcelarias. La mayoría de estas producciones se preguntaron por qué el Estado le delegó a una orden religiosa su administración, en un momento de avanzada estatal de corte secular. Las investigaciones pioneras de María Gabriela Ini (2000), Guy (2000) y Caimari (2007) realizaron una importantísima contribución para la comprensión de las instituciones de control femeninas en Argentina (prisiones y correccionales). Si bien el primero de los estudios rescató las diversas formas de resistencia femenina dentro de las instituciones correccionales (Ini, 2000), los últimos dos hicieron énfasis en las experiencias institucionalizadas de estas mujeres, el castigo y el rol del Estado. Sus pesquisas coincidieron con la emergencia de otros trabajos sobre las prisiones de mujeres en el Cono Sur. Los estudios de Marcelo Neira Navarro (2004) y María José Correa Gómez (2005) se ocuparon de estudiar la delincuencia y el castigo en Chile durante la primera mitad del siglo XX. Si bien las metodologías de estos trabajos fueron diversas, las conclusiones a las que arribaron resultaron similares. Caimari consideró que el traspaso administrativo fue resultado de que los criminólogos positivistas consideraron que la peligrosidad femenina era menor en relación a la masculina. En las décadas transcurridas entre 1930 y 1950, mujeres universitarias –particularmente abogadas– promovieron una notable oposición a la administración religiosa de las cárceles de mujeres.

Por su parte, el trabajo de Correa Gómez (2005) señaló que la administración religiosa estuvo directamente relacionada con los roles de género atribuidos socialmente. Así, la rehabilitación penitenciaria femenina fue vinculada a la atribución del rol doméstico, y la de los varones, al mercado laboral. De esta manera, Correa Gómez matizó la noción de peligrosidad a la luz de una perspectiva de género que dejó de manifiesto que la peligrosidad femenina estuvo direccionada sobre aquellas que no responden a este rol, principalmente, trabajadoras y prostitutas. Esta última hipótesis fue reforzada por Zárate Campos (1996), quien postuló que las instituciones de control contribuyeron a la construcción de la domesticidad femenina, a través de las tareas domésticas que se llevaban a cabo allí para la rehabilitación (cocina, lavado y costura). Posteriormente, Neira Navarro (2004) demostró que el castigo femenino no sólo se limitó al encierro en instituciones formales de control, como sucedió con el castigo masculino, sino que formó parte de un circuito represivo más amplio que incorporó el trabajo doméstico en casas particulares o el encierro en monasterios.

Recientemente, dos estudios situados en la provincia de Buenos Aires han realizado nuevos aportes a la cuestión de la administración del castigo femenino. Julieta Giacomelli (2018) demostró que, en la localidad de Azul, convivieron dos lógicas de administración del castigo. Por un lado, el correccional femenino administrado por las monjas del Buen Pastor y, por otro, un pabellón destinado a albergar mujeres dentro de la cárcel masculina, dirigido por el mismo Estado. Por su parte, la contribución de Fabiana Rey al libro “Dos siglos de cárceles bonaerenses” (2023) refuerza la idea de que la administración del castigo femenino estuvo estrechamente vinculada con la terapia rehabilitadora que aplicaban las religiosas, que tenía como fin la “vuelta al hogar”.

Las investigaciones históricas hasta aquí mencionadas resultan insoslayables para el estudio de las instituciones de control y las formas de castigo en América Latina. Todas ellas se destacan por visibilizar una problemática antes inexplorada en el campo historiográfico. De esta manera, se allanó un camino hacia la comprensión del castigo femenino desde una perspectiva no androcéntrica, la cual nos proponemos profundizar en el presente artículo. La mayoría de estas pesquisas centraron su mirada en las instituciones ubicadas en ciudades capitales, como Buenos Aires y Santiago de Chile, y sus resultados se han hecho extensibles para el resto del país. Consideramos que resulta necesario aportar a la construcción de una mirada que se disloque de las capitales y se sitúe en el interior del país, para esclarecer sobre otras realidades disímiles a las de la Capital. En este sentido, nuestro trabajo ilumina y complejiza la relación entre el Estado y la sociedad civil, y las tensiones, negociaciones y disputas que se llevaron a cabo en el traspaso de la administración al Buen Pastor.

Estudios como los de Ernesto Bohoslavsky y Germán Soprano (2010), y Eduardo Zimmermann y Mariano Plotkin (2012) cuestionaron las formas de abordaje tradicionales del Estado argentino y propusieron que este debía ser estudiado de una manera menos esquemática y prescriptiva. En palabras de los últimos autores, “ya no se trata de pensar el Estado siguiendo la tradición weberiana como una agencia que monopoliza la coerción legítima sino más bien como un organismo dinámico, polifacético y en constante evolución que estaría lejos de ser lineal y sincrónica en todas sus áreas” (2012, p. 23). Siguiendo esta perspectiva teórica, esta investigación retoma la problemática de las prisiones femeninas latinoamericanas, el Estado y las relaciones de género, a través de dos instituciones de encierro destinadas a mujeres en Argentina. Puntualmente, se centra en dos entidades que estuvieron ubicadas en el interior del país: Santa Fe y La Plata, dos espacios antes inexplorados por la historiografía sobre el tema.

Siguiendo la pregunta rectora que se ha hecho Catharine MacKinnon (1995, p. 288) ¿qué es el Estado desde el punto de vista de las mujeres?, proponemos realizar el esfuerzo epistémico de deshacernos de las lecturas androcéntricas de las prisiones femeninas, para pensarlas desde un lugar despojado del tinte historiográfico patriarcal. Nuestra hipótesis sostiene que las prisiones femeninas no fueron espacios que se desarrollaron al margen de la estatalidad, sino que formaron parte de las lógicas múltiples y hasta contradictorias del propio engranaje estatal. Las prisiones femeninas se constituyeron, así como “zonas grises”, es decir espacios en donde es difícil definir las fronteras entre lo estatal y la sociedad civil (Pita, 2012; Zimmermann y Plotkin, 2012). En ese sentido, consideramos que este tipo de articulación del Estado, a fines del siglo XIX y principios del XX, nos dice más sobre un tipo de funcionamiento estatal eficaz para producir y reproducir desigualdades de género, que sobre una excepción al funcionamiento del Estado o una forma residual de la sociedad colonial.

3. Entre disputas y motines: cambios en la administración del Instituto Correccional de Mujeres en Santa Fe

En 1881 se comenzó a construir en la provincia de Santa Fe una nueva “Casa de Corrección y Protección de la Maternidad” en un terreno vecino al Hospital de la Caridad (en el actual cruce de San Jerónimo y Uruguay), con una inversión de 19.800 pesos moneda nacional. La denominación de la institución como “casa” no era fortuita, pues conllevaba una evidente carga doméstica y tradicional del espacio. Esto se correspondía con el orden social decimonónico que adscribe a las mujeres al espacio doméstico, al ser comprendidas como las encargadas de cuidar y educar a los futuros ciudadanos de la nación (Lobato, 2004). La nueva casa quedó bajo la administración de la Sociedad de Beneficencia, la cual debía someter a la aprobación del gobierno el reglamento que habían dispuesto. La administración de cárceles femeninas por las damas de la alta sociedad –auxiliadas por monjas– fue un rasgo común en la Argentina. Desde comienzos del siglo XIX hasta mediados del XX, la Sociedad de Beneficencia administró diversas instituciones públicas destinadas a la corrección y tutela sobre mujeres, niñas y niños, pobres y enfermos, lo que le permitió construir un poder legitimado tanto desde la elite como desde los agentes estatales (Guy, 1994, 2000; Moreno, 2000; De Paz Trueba, 2007; Pita, 2012). Sin embargo, a medida que se fueron inaugurando nuevos espacios para la corrección y el castigo femenino, sus administraciones dejaron de estar en manos de la Sociedad de Beneficencia y fueron entregadas a órdenes religiosas.

La Casa de Corrección resultó severamente dañada durante la revolución radical de 1893 y, ya entrado el siglo XX, acabó siendo demolida (Novello, 2011). Para entonces, el Buen Pastor manejaba las cárceles de mujeres de casi todo el país, con las contadas excepciones de Santa Fe y Tucumán. No obstante, entre 1928 y 1929, con diferencia de meses, ambas cárceles pasaron a ser administradas por dicha congregación religiosa (González Alvo, 2022). Los espacios bajo el mando de la Sociedad de Beneficencia comenzaron a ser disputados por otros actores. Entre ellos, podemos señalar a las hermanas del Buen Pastor, quienes tenían una reputación internacional en la administración de espacios de encierro, de la que se valieron para obtener la gestión de las instituciones correccionales femeninas (Pita, 2012). Sin embargo, advertimos que las modalidades en que se dio ese traspaso no pueden ser comprendidas de manera unívoca, ni lineal, sino que fueron heterogéneas. En la mayoría de los casos, el traspaso fue impulsado desde la propia administración de la cárcel –las damas de la Sociedad de Beneficencia–, como ocurrió en Tucumán; mientras que, en otros, como Santa Fe, la administración se opuso y se abrió un debate público al respecto. Pero esa no fue su única singularidad, porque la cárcel de mujeres santafesina, además, contaba con personal civil dependiente del Estado. Estas peculiaridades la transforman en un caso particular para observar las disputas entre el Estado, la sociedad de Beneficencia y las hermanas del Buen Pastor por algunos espacios de corrección y castigo femenino. Al mismo tiempo, demuestra que la administración de las cárceles femeninas no fue unívoca y fácilmente delegada a las monjas, sino que se trató de un proceso heterogéneo que suscitó tensiones, negociaciones y enfrentamientos.

En 1924, Santa Fe había comenzado, a través de un enorme empréstito que incluía numerosas obras penitenciarias, la construcción de una pionera cárcel de mujeres: el Instituto Correccional de Mujeres (en adelante, ICM), bajo la dirección de empleados estatales. El ICM fue fundado en 1924, simultáneamente con la construcción de su futuro edificio. Hasta la finalización de la obra funcionó en la antigua “Casa de Corrección”. El cargo directivo se estipulaba en el presupuesto como “Director del Asilo de alienados y mujeres procesadas” y cobraba 120 pesos mensuales. En comparación, el director del Reformatorio de Menores cobraba 400 pesos y los directores de las penitenciarías 550, según el presupuesto provincial de 1923.

Una vez finalizado el edificio, se convertiría en el primero del país diseñado para albergar una cárcel de mujeres “moderna”. Ello se lograría alcanzando los parámetros exigidos por la “ciencia penal”: espacios diseñados para el trabajo, la educación, la reclusión celular, etc. El edificio del ICM fue construido en la esquina de las calles San Jerónimo y Uruguay. Actualmente ocupa esa edificación la Unidad n°4 “Instituto de Recuperación de Mujeres” y la Dirección General del Servicio Penitenciario de la Provincia de Santa Fe.

El debate público por la transición administrativa comenzó pocos años después, cuando se acercaba la inauguración oficial del nuevo edificio. En 1927, uno de los principales diarios de la ciudad, el Santa Fe, manifestó que, desde su creación en 1924, el ICM había mejorado enormemente la condición de las mujeres privadas de libertad. Su principal inconveniente seguía siendo edilicio, ya que la vieja casa donde funcionaba, además de pequeña, se encontraba ruinosa. A pesar de tener una directora –Inés Fernández de Bruno– caracterizada como una “dama respetable, capaz y laboriosa que tomó con singular empeño la tarea de reorganizar el establecimiento”, la institución sufría por sus problemas materiales. Al cumplirse un año de su gestión, organizó una exposición de las labores de las reclusas para mostrar el avance de la institución, lo que obtuvo el visto bueno de la prensa santafesina. Sin embargo, pocos meses después, se desató una crisis que culminó con la detención de Fernández de Bruno (Santa Fe, 22 de enero de 1927). El problema comenzó cuando el defensor de menores le ordenó a la directora que le entregase o condujera al Registro Civil a una menor que se encontraba recluida en la institución que ella dirigía luego de haber sido secuestrada por su pareja. Según lo acordado por las partes en la causa por secuestro, los jóvenes debían casarse y el defensor había ordenado la liberación de la joven. Ante esta situación, la directora decidió no acatar la orden y adujo que la menor no estaba a disposición del defensor de menores sino del juez de instrucción (Santa Fe, 22 de octubre de 1927). Finalmente entregó a la menor, pero, por orden del juez de instrucción, Fernández de Bruno quedó detenida, se dispuso una investigación y asumió la dirección del establecimiento un funcionario del Ministerio de Gobierno.

Según Guy (2000), a fines del siglo XIX, al no existir instituciones de control específicas para menores, los destinos de los menores acusados de delinquir podían ser muchos, desde la reclusión en penitenciarías, institutos correccionales (como el ICM), asilos de huérfanos administrados por la Sociedad de Beneficencia, hasta la colocación en casas de familia. Cualquiera fuese el destino de ellos, era el defensor de menores quien seleccionaba el lugar y se encargaba de la colocación (De Paz Trueba, 2007; Zapiola, 2013). Sin embargo, la directora Fernández Bruno desafió al defensor al cuestionar su tarea y con ello su autoridad, remitiendo al juez de instrucción para que tome una decisión sobre lo que el defensor había establecido previamente.

El conflicto entre la directora y las autoridades judiciales no terminó allí. Pocos días después, en un artículo publicado por el diario Santa Fe se acusó a la directora de complicidad con una red de prostitución de las recluidas (Santa Fe, 28 de octubre de 1927). Si bien no se sabe sobre el asidero de esta fuerte acusación, esta pudo haber sido una incriminación falsa, o más bien, el descubrimiento de una práctica ilegal conocida por los agentes de justicia, pero denunciada públicamente producto del conflicto generado por este enfrentamiento. No mucho tiempo después, el diario volvió a visibilizar este conflicto, pero su postura había cambiado radicalmente, asumiendo la defensa de la ex directora y atacando al defensor de menores, a quien acusó de entorpecer la práctica de ella, quien trabajaba para “hacer de cada menor una mujer educada, laboriosa, una mujer de bien” y luchaba “contra la tendencia de hacer de la Correccional un depósito de mucamas”. Puntualmente, el reglamento de la cárcel establecía que ninguna menor podía ser “colocada” en servicios domésticos, “en tanto no se haya acreditado por su buena conducta y por su contracción a las labores femeninas” y con orden de un juez.

La acusación de la prensa santafesina hacia el defensor de menores radicaba no solo en obstruir el trabajo de la directora, sino en transformar a la colocación doméstica en el destino de aquellas menores y hacer de ello una especie de “negocio” privado. En ese sentido, denunciaba el periódico, el defensor promovía una sistemática extracción de las menores, disponía “de la suerte y del destino de las desgraciadas y ora las distribuye en colocaciones familiares como si fuera un agente de este negocio, o hace conducir por grupos al Hospital de la Caridad o bien se le pierden de vista tantas o cuantas como ha ocurrido con las doce extraviadas, como doce ninfas a quienes le hubiera puesto asedio un grupo de faunos” (Santa Fe, 4 de diciembre de 1927). El Hospital de Caridad –argumentaba el periódico– carecía de una directora como Fernández de Bruno que frenara los excesos del defensor. Así, la investigación respondía a las trabas que la directora ponía a la “corruptela” del traslado de menores y su “reparto como mucamas” (Santa Fe, 4 de diciembre de 1927). Aparentemente, Fernández de Bruno permaneció casi un año detenida. Los días 14 y 15 de agosto de 1928, El Orden, informó que, pese a la apelación de su defensor, Melitón Rivera, el Superior Tribunal dispuso que continuara detenida.

Las disputas reflejadas en la prensa demuestran las tensiones entre agentes estatales encargados de la corrección de menores y las tramas que subyacen al ejercicio de su función. Las competencias del defensor y de la directora no sólo parecen superponerse y confundirse, sino que fueron el resultado de diversas disputas que se dirimieron en la práctica cotidiana y, muchas veces, adquirieron visibilidad pública. Al desautorizar el pedido del defensor, la directora puso en cuestión su función y marcó el límite de su autoridad, remitiendo a la potestad del juez de instrucción quien, finalmente, legitimó al defensor, es decir a otro agente de justicia. Como demostró Valeria Pita, estas tramas y conflictos que se generaron son expresión del “complejo proceso de construcción de la estatalidad y la puesta en marcha de diversos ensayos de exclusión social; y, simultáneamente, fue un espacio de encuentros y desencuentros entre distintos actores sociales, cuyos conflictos pusieron en evidencia los diferentes significados sociales y usos políticos que la institución portó” (2012, p. 211). En ese sentido, no es casual que esta crisis haya estallado cuando faltaban pocos meses para la habilitación del nuevo edificio del ICM y, probablemente, influyó en la decisión del gobierno de entregar la administración de la cárcel al Buen Pastor, que ya administraba la cárcel de mujeres de Rosario, sin mayores conflictos, o estos, al menos, no eran del dominio público. De esta manera, la entrega de la administración de la cárcel correccional al Buen Pastor no solo se debía la experiencia de las monjas, sino que servía para dirimir un conflicto previo de intereses entre la administración del antiguo establecimiento y la justicia. Sin embargo, esa decisión no fue aceptada sin objeciones por las damas de beneficencia, ni tampoco fue bien recibida por la opinión pública, inaugurando una etapa de conflictos que fueron, nuevamente, recogidos por la prensa.

En marzo de 1928, El Orden informó que, una vez terminado el nuevo edificio, el ICM sería entregado a las hermanas del Buen Pastor y se pronunció enérgicamente en contra, porque el gobierno no había dado una justificación pertinente para el traspaso de la administración. Como argumentos, se habían esgrimido la mayor moralidad de la administración monástica, la incapacidad oficial para “regir casas de esa naturaleza” y el beneficio económico de no administrarlas directamente. De esa manera, señaló El Orden, el Estado se declaró incapaz para administrar el castigo femenino y en su incapacidad recurrió a “monjas cuya superintendencia real y efectiva escapa al contralor de todo poder civil” (El Orden, Santa Fe, 7 de marzo de 1928). En esta cita subyace que, como ha señalado Caimari, la delegación de la administración a congregaciones religiosas respondió a un conjunto de lógicas superpuestas entre las que destacó la fuerte influencia de discursos moralistas y la continuidad de nociones católicas de culpa y castigo. Sin embargo, del caso analizado emergen otros elementos que consideramos insoslayables para pensar el castigo femenino y aportar nuevas aristas para explicar por qué estas cárceles fueron administradas por el Buen Pastor: por un lado, las lógicas patriarcales ejercidas por el Estado durante su proceso de consolidación y, por otro, elementos pragmáticos que tuvieron un peso específico en las decisiones estatales.

En cuanto a los aspectos más pragmáticos, debemos considerar que aquellas instituciones administradas por las monjas resultaron más económicas y fueron empleadas como “semilleros de empleadas domésticas”, exactamente como había denunciado el diario Santa Fe. De esta manera, la institución no solo funcionaba como un espacio en donde se aprendían las tareas domésticas (cocinar, lavar y planchar), sino que servía para generar una mano de obra gratuita dentro y fuera de la institución. Con esto nos referimos a la reubicación como empleadas domésticas de aquellas niñas y mujeres que mostraban buena conducta en las casas de familias acomodadas. No es casual que esta labor se haya realizado en el marco del cumplimiento de un castigo impartido por la propia justicia y, por ende, se transformaba en un trabajo no remunerado.

Otro de los aspectos en ese sentido, y que se vincula con los motivos pragmáticos, fue de carácter administrativo. La escasez de cuadros técnicos, que también aquejaba a otras instituciones estatales, fue resuelta a través de la administración religiosa. En el castigo masculino, aquellos cuadros habían comenzado a formarse a través de la práctica desde las décadas de 1880 y 1890, sin embargo, para la reclusión femenina, los Estados provinciales no se habían abocado a la formación de mujeres en este rubro y acudieron al asociacionismo benéfico y las congregaciones religiosas.

La formación de personal especializado para administrar las prisiones y correccionales femeninos no fue una cuestión menor, sino que impactó en el debate público santafesino. Por algún tiempo, mientras se debatía el traspaso del ICM al Buen Pastor, El Orden mantuvo su defensa de la capacidad estatal en la materia y sostuvo que, por más errores que cometiera la administración laica –se referían específicamente a Fernández de Bruno–, no había razón para declararla fracasada y delegarla a una corporación, ya que ninguna institución estatal debía ser administrada por particulares por más económico que resultara. Si seguía el principio del menor costo, podría entregarse la Penitenciaría “a algunos buenos padres o frailes de alguna orden dispuesta a regentearla”.2 El diario aclaró que estaba lejos de su ánimo todo propósito hostil contra la Iglesia pero que resultaba imprescindible denunciar el yerro del gobierno. En la dirección del ICM debían designarse, concluían, “personas con la doble capacidad administrativa y tutelar que el caso exige, sometidas a todas las responsabilidades comunes al empleado público” ya que allí irían “mujeres católicas o mahometanas, más todas ellas igualmente entregadas a la tutela del gobierno que solo debe tener un criterio y una función: la de reeducar a la mujer caída, cueste lo que cueste” (El Orden, 7 de marzo de 1928).

A casi medio año de iniciado el debate, el diario Santa Fe se sumó al rechazo de El Orden hacia la administración religiosa, a causa de la cesantía de las celadoras del ICM. Preocupado por el despido de las guardianas, el periódico denunció que los años de servicio prestados al Estado no habían servido para nada. Simplemente fueron despedidas sin considerar “su competencia, su buena conducta, su dedicación maternal hacia las asiladas”, cuando no habían hecho más que dar pruebas de “vocación caritativa”. De manera fulminante, los redactores del Santa Fe calificaron al Estado santafesino como un mero “ensayo perenne” (Santa Fe, 30 de agosto de 1928). Este debate que se abrió pone en evidencia y refuerza la idea de que el traspaso de la administración de los espacios de encierro hacia el Buen Pastor, no se realizó fácilmente y sin disputas, sino que hubo actores que se opusieron y se manifestaron en contra.

Los alegatos por la profesionalización y la estabilidad laboral no tuvieron éxito y el convenio con la congregación fue firmado en enero de 1929 y, por decreto, se reglamentó el funcionamiento del ICM y su delegación a la congregación del Buen Pastor. La cesión efectiva, a pesar de la resistencia de algunos actores que defendieron la administración laica de estos espacios, pone en evidencia tanto el peso de los elementos pragmáticos en esta decisión, así como las lógicas patriarcales inherentes al castigo femenino. En primer lugar, la desigualdad de género fue constitutiva de la penalidad moderna, es decir que “en las pretensiones de modernizar el castigo, subyacieron antiguas nociones de género vinculadas a la sexualidad pecaminosa, la moralidad y el recato femenino propias de la sociedad colonial que asentaron y reforzaron la subordinación femenina al orden patriarcal moderno” (Calandria, 2019, p. 81). En palabras de Carol Pateman (1995), lo “moderno” se monta sobre un contrato sexual inescrutable previo al momento de emergencia del Estado. Con esto no queremos decir que fueron formas residuales de la sociedad colonial, sino al contrario, que estas lógicas formaron parte del ejercicio del poder patriarcal en la sociedad moderna.

Esto nos conduce directamente a pensar un segundo elemento vinculado al castigo femenino y su relación con el propio funcionamiento del Estado, la subordinación de las mujeres. Como señaló MacKinnon (1995, p. 294), la sociedad civil ha significado para las mujeres el espacio de dominación y subordinación por excelencia, porque, justamente, este espacio ha quedado por fuera del alcance de las garantías legales y de los actos estatales expresos. En ese sentido, consideramos que el traspaso de la administración de las instituciones de encierro femeninas al Buen Pastor debe ser pensado en esta clave. Al situar el castigo femenino bajo la gestión de una orden religiosa, el Estado no solo se desligaba de un problema, sino que reforzaba la subordinación femenina a un espacio por fuera del alcance de sus derechos y garantías. Sin embargo, al hacerlo, fue configurando “zonas grises” que combinaron la administración religiosa con la intervención estatal. Por eso, en la administración del castigo femenino conviven dos lógicas una estatal y otra de carácter civil y religiosa que, sin estar exentas de tensiones y disputas, compartieron una mirada sobre las mujeres que respondió al modelo social patriarcal que se quería imponer.

Estas zonas grises fueron parte del propio engranaje estatal a fines del siglo XIX y principios del XX (Pita, 2012). En el caso de los espacios de reclusión femenina, el Estado se encargaba de financiar el funcionamiento de estas instituciones o constituía pabellones para albergar contraventoras dentro de las cárceles bajo su administración. Sin embargo, este no fue un fenómeno que se limitó únicamente a la localidad de Azul (Giacomelli, 2018), sino que otras cárceles departamentales de la provincia de Buenos Aires poseyeron pabellones destinados a albergar mujeres (AHyMSPB, 2014). Asimismo, la intervención estatal no se limitó únicamente a ello, sino que el Estado abogaba en caso de considerarlo necesario, como lo demuestra el caso santafesino, donde las fuerzas intervinieron para desactivar un levantamiento de las internas.

En ese sentido, consideramos que los vínculos y las tensiones entre la sociedad civil y el Estado en cuanto a la reclusión femenina no solo se expresaron en acciones puntuales como la creación de pabellones femeninos en las cárceles de varones o en el financiamiento de las instituciones administradas por el Buen Pastor. Más bien, esas relaciones fueron parte del mismo engranaje estatal que condujo a la conformación de espacios porosos dentro de las instituciones de reclusión femeninas donde las disputas de poder se hicieron evidentes. Inmediatamente después del traspaso administrativo, se produjo un alzamiento generalizado de las internas contra la nueva directora –denunciaron su arbitrariedad e incapacidad–, por causa de la mala alimentación, las vestimentas ruinosas, la falta de piso y de colchones y en contra del traslado al nuevo edificio. De la oposición y de las quejas se pasó finalmente a un motín contra las autoridades del que participaron alrededor de 35 mujeres armadas con “palos, trozos de vidrio y otras armas improvisadas”. La protesta, incontrolable para el personal civil, fue reprimida por una veintena de soldados de la Guardia de Cárceles “y diversos particulares” que, según el diario, se aprestaron espontáneamente a colaborar con las fuerzas de seguridad (El Orden; Santa Fe, 8 de enero de 1929). Esta situación evidencia que, a pesar de ser un espacio de administración religiosa, existieron intervenciones estatales explícitas. En estas “zonas grises”, se generó un doble movimiento: por un lado, las mujeres siguieron estando en un espacio por fuera del alcance del Estado en materia de derechos, pero, por otro, el Estado se materializó solo cuando fue necesario su brazo represivo.

Finalmente, y una vez reprimida la protesta, la directora fue suspendida y se encargó la administración a un auxiliar de la Jefatura de Policía. Algunas menores identificadas como “revoltosas” fueron trasladadas al Hospital de Caridad, donde funcionaba el Asilo de Menores. Las “revoltosas” mayores fueron trasladadas al Depósito de Contraventores y a distintas comisarías de la ciudad.3 El motín de las presas demostraría entonces que, lejos de ser sujetos pasivos, las mujeres se resistieron no solo a aceptar las pésimas condiciones de vida a las cuales se las sometía dentro de las prisiones, sino a la mudanza de establecimiento. La interpretación de las cárceles como instituciones totalizadoras y las mujeres como sujetos pasivos responde a una construcción patriarcal del accionar femenino. Sin embargo, investigaciones como las de Mary Bosworth (1999) y, más recientemente, Mary Bosworth y Jeanne Flavin (2007) han debatido estas interpretaciones y dejaron a la vista que la mayoría de los estudios penitenciarios han propagado una comprensión del encarcelamiento basado en una noción implícita, aunque inexplorada, de la masculinidad hegemónica (Connell, 1997). Esto, involuntariamente valorizó una noción universalizadora de agencia y subjetividad que margina, o excluye, a las mujeres. En este sentido, nuestra investigación demuestra que las mujeres presas no tuvieron un comportamiento pasivo, como el que se alentaba desde la institución, sino que sus prácticas y subjetividades fueron activas y transgresoras, como se puede observar en el motín realizado por las mujeres de la cárcel de Santa Fe.

Si bien no se pueden explicar los motivos que condujeron a las presas a oponerse a este hecho, podemos suponer que el rechazo tenía que ver con el cambio de administración pero que, fundamentalmente, el motín fue impulsado por las condiciones materiales de vida en las que se encontraban estas mujeres. De esta manera, como señalan Mary Bosworth (1999) y Lisset Coba Mejía (2004, p. 22) dentro del sometimiento que implica estar privado de la libertad existen archipiélagos de resistencia donde la organización y la construcción de lazos irrumpen las rutinas diarias y cotidianidad de la prisión, poniendo en cuestión las construcciones sociales que de ella se han hecho como un espacio donde residen los cuerpos disciplinados. El motín del ICM de Santa Fe pone en cuestión aquellas interpretaciones patriarcales de las cárceles femeninas imperantes hasta el presente que comprenden a las mujeres como sujetos pasivos y obedientes, y a las prisiones femeninas como espacios inertes y exentos de conflictos. Luego del motín, el mismo periódico que el 7 de marzo había denunciado la entrega de la cárcel al Buen Pastor la defendió enfáticamente días después ya que, según argumentaba, la experiencia enseñaba que “bajo un régimen de bondad y de influencia espiritual persuasiva” era posible corregir y reeducar. No era casual que “en las cinco partes del mundo” –agregaba– el Buen Pastor mantuviera “perfectamente dirigidos y organizados la mayor parte de los establecimientos” carcelarios (El Orden, 20 de marzo de 1929).

El jueves 2 de mayo se inauguró el nuevo edificio del ICM en la esquina de San Jerónimo y Uruguay. Estuvieron presentes el obispo de Santa Fe, Monseñor Boneo, el gobernador Gómez Cello, y el intendente municipal, entre otros personajes de la política local. Dieron discursos el ministro de gobierno y el presbítero Rodríguez, pero no la superiora. La única mujer presente en el acto permaneció en silencio y así se cerró, por décadas, el telón de la discusión acerca de la administración laica de las cárceles femeninas en Santa Fe. El nuevo edificio, concebido para una “técnica moderna”, sería administrado por la congregación durante buena parte del siglo XX, poniendo de manifiesto una serie de elementos pragmáticos y teóricos, cuya combinación podría explicar el traspaso administrativo de las prisiones femeninas a las hermanas del Buen Pastor (El Orden, 3 de mayo de 1929). Pocos años después, cuando el problema de la administración de las cárceles femeninas parecía “resuelto” en Santa Fe, el debate por la secularización de los espacios de encierro femeninos fue reabierto en la provincia de Buenos Aires, en el contexto del traslado de la Cárcel de Mujeres de La Plata a la localidad de Lisandro Olmos en 1935.

4. El traslado de la Cárcel de Mujeres de La Plata: ¿otra deriva de la “domesticidad”?

En la década de 1930 el debate sobre la administración penitenciaria femenina se reavivó tanto en la ciudad de Buenos Aires como en la provincia homónima. Paralelamente, en Chile, Felisa Vergara calificó la administración religiosa como ineficaz y recomendó “equiparar las cárceles de mujeres a los estándares penitenciarios modernos” (Correa Gómez, 2005, p. 19). Entre 1940 y 1950, aumentó el embate de algunas mujeres universitarias –como Felicitas Klimpel, Carlota Ríos Ruy-Pérez, Loreley Friedman Volosky, Paula Hurtado e Inés Acuña Miño entre otras– en contra de la administración religiosa de las cárceles (Correa Gómez, 2005).

Desde la Capital Federal, el Patronato de Recluidas y Liberadas, creado en 1933, se erigió como el principal adalid de la renovación de las cárceles de mujeres bajo los principios reformistas que –en teoría– habían guiado los proyectos modernizadores del castigo masculino hasta ese momento. En noviembre de 1932, el renombrado penalista rosarino Eusebio Gómez condujo un grupo femenino de estudiantes de derecho a visitar la Casa Correccional de Mujeres. Según Caimari (2007), el abandono en el que encontraron a las internas llevó a aquel grupo de futuras abogadas a crear el Patronato de Recluidas y Liberadas al año siguiente. Este, estuvo conformado principalmente por abogadas de la Universidad de Buenos Aires. Algunas de ellas desarrollaron reconocidas trayectorias en derecho penal, publicaron en revistas científicas, participaron en Congresos Internacionales y lucharon por los derechos de las mujeres (Di Corleto, 2016).

El enfrentamiento que se produjo entre el Patronato y la Congregación del Buen Pastor por la secularización de la reclusión penal femenina no hizo más que probar la solidez de la administración religiosa. Las Hermanas impidieron sistemáticamente la entrada de las abogadas en la cárcel, rechazaron el material de trabajo manual para las internas y los concursos de lectura impulsados por el Patronato. Todo esto contribuyó a profundizar el antagonismo entre ambas instituciones ya enconado por el fuerte discurso anticlerical del Patronato. Para las abogadas, las instituciones de reclusión femeninas debían ser administradas por personal civil o, al menos, ser dirigidas por autoridades civiles. En ese caso, las religiosas podrían concurrir con su trabajo siempre que no opusieran resistencia a las iniciativas de los especialistas en la materia, condición que parecía, por la experiencia acumulada hasta entonces, una ambición desmedida. Para las dirigentes del Patronato, la administración del Buen Pastor representaba la violación de los principios penales más esenciales, ya que ignoraban la individualización de la pena, a la vez que sometían a las internas a inútiles discursos religiosos en términos de pecado y perdón disociados del contexto de la criminalidad (Caimari, 2007). La educación intelectual y laboral provista por las hermanas les resultaba monótona y precaria, lo que se veía agravado por la falta de espacios especialmente diseñados para esos fines.

En gran parte del país –al menos en las grandes ciudades– la “modernización” del encierro penal masculino, se había basado en una importante renovación edilicia, razón por la cual, si se deseaba mejorar las cárceles de mujeres, también debían construirse edificios proyectados para cumplir con ese objetivo. Sin embargo, los sueños de modernización edilicia se desmoronaron en 1935, cuando el gobierno de la provincia de Buenos Aires concretó el traslado de la cárcel de mujeres –que funcionaba en la calle 46 de la ciudad de La Plata– al edificio del Hospital de Tuberculosos del Correo Nacional (ubicado en la localidad de Olmos), no utilizado como tal por la humedad característica de la zona, desfavorable para el tratamiento de la enfermedad (Revista Penal y Penitenciaria, 1936, p. 344).

El edificio –ubicado dentro de un terreno de 31 hectáreas– fue adquirido por el gobierno provincial en 1932 por 186.000 pesos. Según el diario El Argentino, la provincia pagó 203.000 pesos por el terreno y las 31 hectáreas. Luego 357.000 en reparaciones y ampliaciones, resultando en un total de 560.000 pesos moneda nacional. Luego, se invirtieron 12.000 pesos en muebles y 327.452 pesos para remodelarlo y ampliarlo para su nueva función como institución de reclusión (El Día, 4 de junio de 1935). La construcción tenía tres pisos y fue presentada como un espacio apropiado para albergar a la población penal femenina bonaerense “por los próximos 50 años” (El Día, 4 de junio de 1935). El proyecto edilicio constituía, a los ojos de la administración provincial, un enorme avance frente al “edificio viejo, en malas condiciones e inadecuado, en todo sentido, para su destino” que constituía la cárcel de la calle 46 que, además, se hallaba en pleno centro de la capital provincial (RPyP, 1936, p. 344). La nueva Cárcel de Mujeres –llamada en ocasiones por la prensa como “cárcel modelo”– dispondría de más de 4.600 metros cuadrados, distribuidos en tres niveles. Una vez construida, en la planta baja se ubicó un amplio comedor grupal –espacio inexistente en casi todas las cárceles masculinas–, un salón para talleres y otros dos para la escuela. Los talleres mencionados en las memorias del Ministerio de Gobierno eran: “bordado a máquina, encaje al filet, fabricación de medias, encaje al bolillo, macramé, bordado a mano, confección, planchado y colchonería”. También se realizaban tareas de agricultura, floricultura, avicultura y “pequeñas construcciones rurales” como corrales (Ministerio de Gobierno, 1938, p. 204).

Los “dormitorios”, como les llamaban las hermanas a las celdas colectivas, se hallaban en el primer y segundo piso y tenían unas 40 camas. Asimismo, había una celda individual para “incomunicadas” y un “dormitorio” para “asiladas con hijos menores de un año” (Ministerio de Gobierno, 1938, p. 204). Ambos pisos tenían instalaciones sanitarias, enfermería y consultorio odontológico. Al momento de realizarse el traslado, la administración penitenciaria bonaerense ponderó la obra del Buen Pastor en los siguientes términos: “es loable el esfuerzo que realiza la congregación que está a cargo del mismo [la cárcel] y que a su sola consagración y esfuerzo se debe que el establecimiento llene, dentro de lo relativo y precario de sus medios, las finalidades de su creación” (RPyP, 1936, p. 344). La prensa también valoró positivamente la acción de las religiosas y del gobierno para la mejora de la situación de las mujeres penadas y procesadas. No se discutió, siquiera, la posibilidad de dotar a la cárcel de una administración o una dirección civil.

Las dirigentes del Patronato, que ya habían manifestado su desacuerdo con el mantenimiento de la administración religiosa, le solicitaron a la prestigiosa jurista Telma Reca, una reorganización de las cárceles de mujeres de la provincia que contemplase, ante todo, el reemplazo de la Congregación por una dirección laica. Para Reca, quien presentó su informe en 1936, los objetivos de cualquier institución de reclusión penal eran impracticables para las religiosas, aunque tuviesen la mejor voluntad. Los propósitos pretendidos eran la clasificación de las internas, la individualización del tratamiento, la aplicación del sistema progresivo y la reforma y readaptación de las recluidas. Todo el personal debería ser femenino, con excepción de algunos cargos como portero, guardia o jardinero (Reca, 1936). El proyecto de Reca no se llevó a la práctica ni tampoco se construyó un edificio destinado a cárcel de mujeres. Por el contrario, ese mismo año, mediante la Ley de Obras Públicas, el gobierno provincial destinó seis millones de pesos para construir cuatro nuevos establecimientos masculinos (RPyP, 1937, p. 407).

El año anterior al traslado, el gobernador bonaerense Federico Martínez de Hoz había realizado un breve, pero enfático alegato para no denominar cárcel a la institución, ya que, sostenía: “la nomenclatura de los establecimientos, no cambia sin duda alguna y por sí sola el carácter de aquéllos, pero sirve en parte importante para el antecedente del recluido, pues no es lo mismo para un menor, salir de un reformatorio o una casa -de trabajo, que ser dado de alta de una cárcel o penitenciaría”. El gobernador fue enfático en solicitar a la administración de la cárcel que “en la Casa de Olmos” se clasificara por edad y situación legal y se creasen “diversas secciones” con “los nombres que correspondan”. Según su relato, resultaba inaceptable que “una menor amparada por la inimputabilidad, a causa de tener menos de 14 años cuando consuma la infracción, tenga la misma denominación jurídica que una mayor de esa edad condenada a una pena cualquiera” (Gobierno de la Provincia, 1935, p. 128).

En 1935, al acercarse el traslado al nuevo edificio, el anhelo de no llamarle cárcel al espacio de reclusión femenina fue más allá de las menores. A pocos días de la habilitación del nuevo edificio, el ministro de Gobierno y Justicia, Vicente Solano Lima, sugirió a Rodolfo Moreno y Eusebio Gómez, prestigiosos penalistas y encargados de redactar el Código de Procedimientos Penales y Régimen Carcelario de la provincia, “a título de mera sugestión” que el nombre de cárcel fuera eliminado “porque no comprendería la situación de las menores asiladas”. Solano Lima solicitó que denominara al futuro establecimiento con el nombre de “doña María Antonia de la Paz, distinguida dama criolla que vivió entre los años 1730 y 1799 y que ha perpetuado su acción al servicio de la forma más elevada de la caridad cristiana, la redención de las mujeres delincuentes y pervertidas, por la persuasión y el amor”. Nativa de Santiago del Estero, la patricia dama había recorrido “a pie las provincias del interior y la de Buenos Aires hasta llegar a la Capital a fin de moralizar al pueblo para lo cual construyó edificios para ejercicios espirituales destinados a dar albergue a mujeres perdidas enviadas por las autoridades civiles para su corrección y para perfeccionamiento moral de otras” (El Día, 2 de junio de 1935).

En junio de 1935, a pocos días de la habilitación del nuevo edificio, la prensa volvió a ponderar la acción religiosa y aseguró que, si hasta entonces no había tenido grandes resultados en la cárcel de La Plata, se había debido al “hacinamiento y la incomodidad”. Las malas condiciones edilicias habrían desvirtuado “los esfuerzos abnegados de las hermanas del Buen Pastor” ya que, sin espacio para “talleres y escuelas, y campos para quintas y jardines” resultaba “imposible toda tentativa de mejoramiento, por medio del trabajo y de la enseñanza” (El Día, 4 de junio de 1935). Asimismo, la prensa resaltó como meritorio el hecho de que el Poder Ejecutivo tuviera “el propósito de quitar al establecimiento el nombre actual de cárcel para asignarle el de 'Casa María Antonia de la Paz'”. La decisión sería finalmente tomada por la comisión integrada por Moreno y Gómez, cuya labor “se complementará con la de las hermanas del Buen Pastor” (El Día, 4 de junio de 1935). Antes de ser inaugurada, la nueva Casa fue inspeccionada por las autoridades del Poder Ejecutivo y Judicial y por la Superiora y las hermanas del Buen Pastor. Ese mismo día, en la ciudad de La Plata, las alumnas de la Facultad de Derecho se reunieron para presentar públicamente los “Fundamentos y Bases del Patronato de Recluidas y Liberadas” de la Provincia de Buenos Aires. Las redactoras del proyecto fueron las estudiantes Lilia Luna Amoedo, Beatriz Luque y Aida S. Bitbol (El Argentino, 2 de junio de 1935). Aunque intentaron organizarse antes de la habilitación de la cárcel, no llegaron a tener ninguna participación en su administración.

Finalmente, el 12 de julio de 1935, la Casa fue poblada por el primer contingente femenino, trasladado desde la cárcel de la calle 46 (AHyMSPB, 2014, p. 29). La habilitación del flamante edificio, sin embargo, pasó desapercibida para la prensa. Los principales titulares –y casi todo el contenido de los periódicos– estuvieron dominados por el reciente fallecimiento de Carlos Gardel en Colombia, el rechazo al voto femenino en la provincia de Buenos Aires, la conferencia de Paz en Buenos Aires entre Bolivia y Paraguay, la visita del filósofo Krishnamurti a Buenos Aires y el asesinato en el Senado de Enzo Bordabehere. Paradójicamente, según sostuvieron Eusebio Gómez y Rodolfo Moreno, fue el propio Patronato de Recluidas y Liberadas de la Capital Federal quien sugirió el nombre de "Casa de Educación" para reemplazar al de “Penitenciaría y Cárcel de Mujeres”. Gómez y Moreno aceptaron la propuesta debido a que, aunque la institución alojaba a mujeres condenadas, “fuerza es admitir, aún sin caer en las exageraciones de una determinada escuela penal, que la educación es la esencia de la pena” (Patronato de Recluidas y Liberadas, 1936, p. 17). El reglamento de Gómez y Moreno, el cual contaba con 92 artículos divididos en cinco secciones, es un interesante ejemplo de reglamentación “transicional” entre las normativas meramente religiosas y las penitenciarias.

Vincularon la denominación de “casa” al nombre de María Antonia de la Paz, como lo había sugerido el ministro Solano Lima. Así, los autores del primer reglamento de la “Casa de Olmos”, convalidaron el peso religioso sobre la administración de la institución. Sin embargo, aunque no negaron la eficiencia de la Congregación para dirigir el establecimiento, sí agregaron que resultaba imprescindible “una intervención técnica que asegure, con juicioso dictamen, la observancia de los principios científicos” y propusieron la creación del cargo de Inspectora de Cárceles de Mujeres para asesorar a la directora religiosa. El cargo de inspectora debería confiarse a “una mujer dotada de conocimientos jurídicos y de capacidad en materia educacional” y sus funciones serían de asesoramiento de la dirección, “de prudente vigilancia” y de vínculo con la Inspección General de Cárceles de la Provincia (Patronato de Recluidas y Liberadas, 1936, p. 18).

Medio año después, para el relevamiento realizado el 1° de enero de 1936, medio centenar de mujeres poblaban la Casa (20 penadas y 30 procesadas). El movimiento anual fue regular y se registró un ligero aumento para el relevamiento de 1937: al 1° de enero, la Casa albergaba 54 mujeres (22 penadas y 32 procesadas). El recambio poblacional fue importante, ya que de las 20 penadas que había en 1936, ingresaron 15 y egresaron 13 (11 libertades condicionales, un indulto y un vencimiento de pena). De las procesadas que había en 1936 no quedaba casi ninguna en 1937, ya que a lo largo del año entraron 58 y salieron 56. La clasificación de la conducta, tal como sucedía en las cárceles masculinas, era prevalentemente buena: de 21 mujeres clasificadas, nueve tenían conductas “ejemplares”, cuatro “muy buenas”, ocho “buenas”, sólo una “regular” y ninguna “mala” o “pésima”. El único personal civil fijo en la Casa era el destacamento de guardiacárceles, que brindaba el servicio de vigilancia exterior y estaba compuesto por un sargento, dos cabos y once soldados. La vigilancia interna la efectuaban las religiosas (Ministerio de Gobierno, 1938, p. 206).

Aparentemente, por los datos arrojados por una visita del ministro de Gobierno y Justicia, las remodelaciones del ex hospital no habían sido lo suficientemente buenas, ya que tras constatar una serie de “deficiencias” del edificio para cumplir su misión, mandó la reparación y ampliación del edificio en marzo de 1937. En su informe expresó que no había cloacas, ni instrumental médico, ni herramientas de trabajo para las asiladas. Posteriormente, en octubre de 1937, el ministro Roberto J. Noble determinó que la sección de menores, que ocupaba un ala separada del ex-hospital, quedase bajo la superintendencia de la Dirección General de Protección a la Infancia (DGPI) (Ministerio de Gobierno, 1938, pp. 294-295). Mediante la ley provincial N° 4.547, la DGPI pasó a ejercer la superintendencia “sobre toda institución pública o privada de corrección, asilo, patronato, educación, reforma o protección de menores material o moralmente abandonados, con el objeto de coordinar la acción oficial y privada y aprovechar mejor los fondos destinados a tal fin”. Esto no implicó que las Hermanas fueran desplazadas de la Cárcel de Olmos, sino que la sección de menores del edificio, que hasta entonces dependía de la Dirección General de Establecimientos Penales, quedó bajo la órbita de la DGPI. Eso sí, las hermanas quedarían directamente bajo el control administrativo de la DGPI. Algunos años después, ya en la década de 1940, la criminalista chilena Felicitas Klimpel retomó la línea iniciada por Reca y publicó otro proyecto de reorganización de las cárceles de mujeres, fuera de la tutela religiosa. Particularmente en Chile se registró entre 1940 y 1950 un notable embate de mujeres universitarias en contra de la administración religiosa de las cárceles. Además de Felicitas Klimpel, debe mencionarse a Carlota Ríos Ruy-Pérez, Loreley Friedman Volosky, Paula Hurtado e Inés Acuña Miño, entre otras. No obstante, pasarían más de cuatro décadas después de sus obras para que las cárceles de mujeres pasaran completamente bajo control estatal (Correa Gómez, 2005).

Klimpel, en su diagnóstico inicial, insistió en el hecho de que casi ninguna cárcel de mujeres del continente había sido edificada para tal fin, a lo que debían sumarse las ubicaciones inadecuadas, la convivencia de encausadas y procesadas, la presencia de menores –con y sin causas penales– y, otro gran problema, la administración religiosa. La intervención del Buen Pastor había obstaculizado la instauración de “reglamentación científica, tratamiento pedagógico y clasificación de internas” (1947, p. 56). A ello debía añadirse la ausencia de talleres, la carencia de personal técnico y educativo laico y la obstaculización deliberada a los servicios médicos, sociales y jurídicos estatales. Los principales defectos del tratamiento aplicado por las religiosas, según Klimpel, provenían de su desconocimiento de las penadas y de los delitos que habían cometido: “los factores que la impulsaron, el medio ambiente y la personalidad misma de la reclusa”. Las religiosas, argumentaba, partían “de la base de que toda delincuente es una pecadora y que todas son iguales. Enseñándoles a rezar y a realizar algunos trabajos manuales, creen cumplir magníficamente con la obra de regeneración de las mujeres caídas” (1947, p. 56). Sin embargo, concluía, la única solución para las cárceles de mujeres era entregarlas a personas expertas. Con ese propósito, proponía la creación de un edificio moderno, la instauración de un tribunal de disciplina y del sistema de castigos y recompensas, espacios para realizar trabajos industriales y celadoras civiles. No pedía mucho más que emular lo que sucedía en las “cárceles modelo” masculinas. No obstante, según Débora D’Antonio (2016), la propuesta de Klimpel, así como la de Reca, no implicó una ruptura total con la tradición del encierro femenino, su asociación con lo religioso y la “resocialización de género” ya que ambas propuestas continuaron poniendo cierto énfasis en la “reconstrucción espiritual” y de resocialización hacia el seno familiar en una línea similar a la de las religiosas. Y, finalmente, llegado el caso de construcción de edificios nuevos, como sucedió en Santa Fe, o, al menos, traslados, como en Buenos Aires, la administración continuó en manos del Buen Pastor, hasta la década de 1970. Estudiar los factores que motivaron ese desprendimiento –impulsado principalmente por las propias religiosas– es tarea de una futura investigación.

5. Reflexiones finales

De lo visto hasta aquí, es posible apreciar nuevas aristas para la comprensión de la problemática sobre las cárceles de mujeres en perspectiva histórica. Particularmente, los casos de Santa Fe y La Plata en los años ’20 y ’30 del siglo XX, permiten matizar muchas de las conclusiones a las cuales se ha arribado en el estudio de las prisiones femeninas en la Argentina hasta el momento. En ese sentido, nuestra pesquisa presenta un entramado con actores sociales muy diversos –agentes estatales, monjas, presas, abogadas, periodistas– que no solo permite observar el funcionamiento peculiar de este tipo de establecimientos, sino un funcionamiento estatal sumamente complejo. Por un lado, este funcionamiento asentó y reprodujo desigualdades de género y, por otro, escapó a las formas de funcionamiento que se dieron en las prisiones de las capitales como Buenos Aires. Al mismo tiempo, nuestro trabajo contribuye con nuevos elementos para responder a una vieja pregunta: ¿por qué el Estado delegó la administración de las prisiones femeninas a una orden religiosa en un momento en donde se proponía avanzar con la secularización de la sociedad? Hasta ahora, la respuesta había sido ligada al pragmatismo, lo cual se confirma con esta investigación. Cierto pragmatismo de clase, tendiente a la constitución de “semilleros de empleadas domésticas”, habría prevalecido en diferentes instituciones de reclusión femenina, por muchos años. En algunos casos, el “castigo” no acababa al salir de la institución, puesto que, en ciertos casos de “buena conducta” algunas mujeres y niñas eran “colocadas” en casas de familias de las élites para desempeñar labores domésticas sin remuneración.

Por otra parte, este trabajo es un aporte a los recientes estudios regionales sobre el castigo femenino en clave de género y la nueva historiografía del Estado, que dejan a la vista un funcionamiento de las cárceles de mujeres que demuestra ser más permeable a las intervenciones de la sociedad civil y las estatales. Una de sus expresiones fue la instalación de pabellones destinados a mujeres en las prisiones masculinas, pero su alcance va más allá. Nuestra investigación demuestra que ese engranaje entre estado, sociedad civil y congregaciones religiosas no fue una excepción sino una característica propia en la administración del castigo y las instituciones de reclusión femeninas. De esta manera, y retomando la pregunta inicial de nuestra pesquisa, es posible encontrar algunas respuestas en las tramas de conformación de las “zonas grises” del Estado. Las cárceles de mujeres, a pesar de ser administradas por las hermanas del Buen Pastor, no estuvieron exentas de la intervención estatal, sino que se mantuvieron constantemente en interacción y, a partir de la primera mitad del siglo, su administración fue objeto de debate entre los agentes del Estado, intelectuales y las primeras abogadas feministas del país. De esta manera, lejos de ser un reducto aislado de la práctica estatal y de la sociedad, las prisiones femeninas se convirtieron en zonas grises, porosos espacios fronterizos que fueron parte de la construcción del Estado y no una excepción de la misma.

Finalmente, aquella duradera administración religiosa puede ser vinculada con el mantenimiento del orden patriarcal constitutivo de la lógica estatal de la época. Consideramos que las lógicas inherentes al castigo femenino no son meros resabios de la sociedad colonial, sino que responden a una forma de funcionamiento del orden patriarcal estatal que remitió la sujeción femenina tanto a la sociedad civil como a las órdenes religiosas. En ese sentido, nuestro estudio aboga por un análisis no androcéntrico, es decir, una mirada del problema desde una perspectiva de género que disloque la comparación del castigo femenino con el masculino y se sitúe en una perspectiva relacional, para descubrir las lógicas de funcionamiento de las relaciones de poder y su vinculación con el castigo femenino. Así, la delegación de la administración de las prisiones femeninas a órdenes religiosas podría entenderse como rasgos de “atraso” o “anacronismo” si es observada desde un punto de vista de llana comparación con las cárceles masculinas. Sin embargo, si se evita la mirada androcéntrica sobre el castigo femenino, es posible comprender con mayor claridad y desde un punto de vista que sitúe a las mujeres al centro de la escena.

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Notas

1 Una primera versión de este artículo fue publicada en inglés (Calandria, S. and González Alvo, L., 2021).
2 Justamente fue lo que se hizo en Tucumán con su primer edificio construido específicamente para funcionar como reformatorio de menores varones, entregado a la orden de los Capuchinos en 1932.
3 El 9 de enero el mismo diario publicó fotografías de las “cinco principales agitadoras” y sus antecedentes penales. El 10 de enero publicó el nuevo reglamento del ICM (El Orden, 9 y 10 de enero de 1929).

Recepción: 31 marzo 2024

Aprobación: 23 agosto 2024

Publicación: 01 marzo 2025



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