Descentrada, vol. 6, nº 1, e171, marzo-agosto 2022. ISSN 2545-7284
Universidad Nacional de La Plata
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación
Centro Interdisciplinario de Investigaciones en Género (CInIG)

Intervención polémica

Varones en deconstrucción: límites y potencialidades de una categoría imprecisa

Daniel Jones

Instituto de Investigaciones Gino Germani, Universidad de Buenos Aires - CONICET, Argentina
Cita recomendada: Jones, D. (2022). Varones en deconstrucción: límites y potencialidades de una categoría imprecisa. Descentrada, 6(1), e171. https://doi.org/10.24215/25457284e171

1. Introducción

A mediados de 2018, mi amigo el Tano contó en un asado de varones que a un ex compañero “lo dejó la esposa”, y explicó cómo él la humillaba en cenas de parejas amigas, diciéndole que era “muy boluda” y “nunca entendés nada”. Para el Tano, este maltrato abierto y repetido en público era una forma de violencia que justificaba que ella quisiera separarse: “no es necesario llegar al golpe”, cerró. El resto asintió en silencio.1

De este grupo, ninguno se reconocería como feminista, ni “en deconstrucción”: son varones cis-hetero de 40 años, que viven en una ciudad patagónica mediana y no participan de ningún nicho de cultura progresista. Sin embargo, estuvieron de acuerdo en que el maltrato verbal reiterado de un varón a su pareja mujer es una forma de violencia suficiente para que ella decida terminar con un matrimonio.

2. El cambio social y las escenas cotidianas

El cuestionamiento sistemático a la desigualdad y a la violencia de género no surge de un ejercicio reflexivo de parte de los varones cisgénero2 y heterosexuales. En la Argentina contemporánea, se trata de un clima social configurado por el reclamo político y el reconocimiento legal de derechos sexuales y reproductivos, y las reacciones contra los femicidios y la violencia de género, de renovada fuerza y extensión desde la primera concentración del Ni Una Menos (2015). Los movimientos feministas, de mujeres y de la diversidad sexual han impulsado estas demandas y denuncias, ante las que los varones cis-hetero hemos ocupado el lugar de victimarios, cómplices, adversarios, testigos indiferentes o, en menor medida, aliados.

Este cuestionamiento implicó, por un lado, una creciente visibilización y rechazo de violencias de género, partiendo de los femicidios, que presentan el rostro más despiadado de la violencia patriarcal y plantean el interrogante de “¿cómo alguien puede ser capaz de eso?”. En otro momento, estos asesinatos eran explicados como “crímenes pasionales” dentro de una pareja o producto de presuntos asesinos seriales como “el loco de la ruta”.3 En el actual contexto histórico, las explicaciones individualistas y patologizantes tienen menos cabida. De ahí que se busca entender a estos asesinatos y otras formas de violencia como fenómenos sociales enmarcados por una violencia patriarcal que atraviesa estructuralmente a toda la sociedad: eso condensa la expresión “hijo sano del patriarcado”,4 por ejemplo, para referir a un femicida o un violador.

Por otro lado, en este proceso histórico se puso en escena un doble desacoplede género. El primero, entre mujeres y varones cisgénero, porque en los últimos años muchas de ellas han experimentado cambios significativos en sus perspectivas vitales, entre otras razones, por la mayor presencia pública del feminismo. Esto ha confrontado a algunos varones con la necesidad de revisar su masculinidad. El segundo desacople es entre discursos y prácticas de los varones, por la brecha entre sus declamaciones que valoran modelos de género más igualitarios y el mantenimiento de prácticas de dominación por parte de esos mismos varones (Viveros Vigoya, 2002).

Este doble desacople ha sido fuente de fricción entre varones y mujeres, lo que ha planteado la necesidad de renegociar los contratos de género que tácitamente regulan los vínculos interpersonales: explicitar qué desean quienes participan de una relación y qué cosas (ya) no están dispuestxs a aceptar (desde los chistes sexistas en la oficina hasta el desentendimiento de las tareas de cuidado en una familia). No me refiero a una negociación armoniosa entre iguales plenamente reflexivxs, sino a discusiones que se multiplicaron al calor de la difusión del feminismo y que para muchos varones constituyeron la primera ocasión de reconocernos reproduciendo injusticias de género.

En mi opinión, la revisión de la propia masculinidad no es un proceso que pueda darse por mera convicción ideológica o principios éticos (aunque sí pueden servir como piedra de toque): si los varones no somos protagonistas o testigos de una escena cotidiana de desigualdad y/o violencia de género que suscite el malestar o la crítica de una persona significativa involucrada, difícilmente nos sintamos afectados, se abra una reflexión y estemos dispuestos a ceder algún privilegio.

Las mediaciones afectivas con las interlocutoras (el hecho de que sea una compañera, amiga, pareja o hija) favorecen nuestra receptividad como varones ante las consignas políticas sostenidas por el feminismo, traducidas en críticas a nuestras prácticas (y a la vez reducen nuestro margen para desentendernos). Esta interpelación puede traducirse en cambios personales: una vez percibido el malestar y recibidas las críticas (por algo que hicimos o dejamos de hacer) hay que ver cómo lidiamos con ellas, ya que suelen incomodarnos. Los varones aprendemos desde la infancia a mejorar nuestra calidad de vida sin prestar servicios a las mujeres. Como apunta Leo Thiérs-Vidal (2002), una escucha más atenta hacia las mujeres es susceptible de cuestionar sus comportamientos y, por lo tanto, costarle más energía física y afectiva, o hasta la pérdida de ventajas concretas. En estas coordenadas quiero abordar la idea de deconstrucción.

3. Una deconstrucción auto-centrada, cómoda y sin pérdidas

En la universidad, en espacios laborales o de militancia, entre amistades, se puede escuchar a varones decir que están “en deconstrucción”. Como señalamos en otro trabajo (Jones y Blanco, 2021), esta expresión, propia de la filosofía de Jacques Derrida, es retomada en el habla coloquial para referir a un proceso de revisión crítica de sí mismos de varones cis-hetero, para reducir o erradicar el machismo constitutivo de ciertas masculinidades. Afirmar “soy un machista en recuperación” (como el conductor televisivo Jorge Rial en 2018) o “me estoy deconstruyendo” reflejaría este esfuerzo por cambiar y la autoconciencia de lo inacabado del proceso.

Quiero presentar tres rasgos que identifico en esta idea de deconstrucción circulante en algunos ámbitos cotidianos que, a mi entender, la tornan inadecuada como llave de un cambio social de mayor envergadura: el auto-centramiento, la comodidad y la fantasía del win-win.

Con el auto-centramiento me refiero a los discursos que enfatizan que estos cambios de los varones deben darse en la experiencia e identidad personales sin problematizar las relaciones de género asimétricas en términos de poder, que constituyen el orden sexo-genérico patriarcal dentro del que nos movemos y que reproducimos. El lema feminista “lo personal es político” es reinterpretado en una clave individualista que concibe al cambio personal como objetivo último, sin plantear la necesidad de que los varones analicemos nuestras posiciones y prácticas como grupo. Este desdibujamiento de la dimensión relacional y colectiva de la transformación parece emparentarse con la tendencia de ciertas reflexiones sobre masculinidades a autonomizarse de los marcos feministas.

Los discursos que celebran las “nuevas masculinidades” reflejan este énfasis en las identidades y experiencias de los varones, en detrimento de abordar las relaciones de poder, dominación, explotación u opresión hacia mujeres y otrxs sujetxs feminizados, o aun entre varones. Este auto-centramiento también se observa en los discursos que sobrevaloran los padecimientos de los varones en tanto varones, omitiendo la relación entre los mandatos de la masculinidad que nos ubican en posiciones de jerarquía y los costos que asumimos al intentar cumplirlos.

Antes de avanzar con los otros dos rasgos que identifico en esta idea de deconstrucción circulante, quiero detenerme en una sensación que atravesaría este proceso: el dolor por la revisión. El hecho de reconocernos machistas o patriarcales proviene de prestar atención a prácticas antes consideradas inocuas, pero de las que ahora descubrimos sus efectos sistémicos de desigualdad y/o violencia. Verse como opresor, victimario, cómplice o, incluso, sólo como privilegiado seguramente nos produzca incomodidad. No me refiero sólo al temor a una sanción social o al enojo por una crítica a nuestro comportamiento, sino también a ese malestar generado por tomar conciencia sobre nuestro rol en la reproducción de violencias y desigualdades.

Sin embargo, poner el foco en la inquietud o el dolor de los varones (como buena parte de la literatura sobre masculinidades), me suscita desconfianza política. ¿Malestar por renunciar a privilegios? Muy probablemente. ¿Y si además es la posibilidad de un reciclaje del poder? Declarar y escenificar públicamente que estamos revisando nuestra forma de ser hombres no escapa a un clima de época en el que ser considerado un varón igualitario y no violento (o hacer el esfuerzo para lograrlo) supone una nueva forma de reconocimiento social. Cada vez más, en algunos espacios educativos, laborales, políticos, artísticos, mediáticos y familiares, encarnar una “nueva masculinidad” (ser un hombre “bueno” y “sensible”) está bien visto. A modo de ejemplo, la encarnamos muchos de mis amigos y yo, como padres cuyo compromiso en la crianza de sus hijxs pequeñxs es valorado positivamente por su familia ampliada y en redes sociales como Facebook e Instagram.

Frente al presunto dolor que, se dice, podría acarrear la deconstrucción, hay un segundo rasgo que adopta dicho proceso: la búsqueda de transitar esta revisión y cambio con la menor incomodidad posible. La deconstrucción es presentada como un auto-examen que nos permitiría identificar qué rasgos reformar de nuestra masculinidad, para ir progresivamente acercándonos a un modelo de hombre igualitario y no violento. Si hay instancias colectivas para pensarnos como varones, que sean lo menos conflictivas posible y que nos den insumos para un cambio personal auto-administrado. ¿Cuántas veces llevé adelante charlas en sindicatos y universidades encarnando esta vía amable del reformismo gradualista de las masculinidades? Ser visto como un par que de manera optimista predica a otros varones cis-hetero “sí, se puede” (cambiar), señalando nuestros privilegios, pero evitando incomodar por miedo a que se rompa la escucha o a perder el lugar de interlocutor preferencial para esos varones. El presupuesto es que la ausencia de conflicto, tensión y malestar sería condición para la toma de conciencia que antecede a la transformación y que generar incomodidad podría acrecentar las resistencias al cambio.

El tercer rasgo que atraviesa esta idea de deconstrucción circulante es la fantasía del win-win: sostener que “con la igualdad de género ganamos todxs”. En estos años, compartí capacitaciones y paneles con académicxs y activistas que intentaban convencer a varones de iniciar un proceso de revisión y transformación personal, con el argumento de que el patriarcado tiene efectos negativos sobre ellos (lo cual es cierto) y que, por lo tanto, la igualdad de género les resultaría beneficiosa. Esto último siempre me pareció inconsistente: si para alcanzar esta igualdad los varones deberíamos renunciar a ciertos privilegios, ¿qué “ganaríamos” con la deconstrucción? Además de esta inconsistencia, el discurso de “con la igualdad de género ganamos todxs” tiene efectos discutibles cuando se trata de impulsar un cambio social perdurable y no simplemente generar una satisfacción efímera en los interpelados:

Transmitir a los hombres que la igualdad es fuente de beneficio puede considerarse un argumento estratégico para acercarlos y animarlos a tomar compromisos respecto a la desigualdad. Sin embargo, ¿somos conscientes de las consecuencias que conlleva atrasar eternamente algunos debates y seguir pensando que, apelar a la buena voluntad a través de la seducción, es la mejor opción para provocar cambios que trasciendan lo estético? (…) Parece evidente que, para que alguien gane, alguien debe perder (Azpiazu, 2017, p. 59).

4. Otra deconstrucción es posible: relacional, incómoda y con pérdidas

Si la idea de deconstrucción más extendida tiene como rasgos el auto-centramiento, la comodidad y la fantasía del win-win, resulta tentador abandonar la expresión o reemplazarla por despatriarcalización.5 La ventaja de mantener deconstrucción es su conocimiento y uso más allá de los ámbitos feministas, de ahí que creo oportuno revitalizarla asignándole otros potenciales significados.

La deconstrucción, entendida como un proceso ético-político de revisión orientado a un cambio, podría ser más profunda, efectiva y duradera si la llevamos adelante a través de una dinámica relacional, capaz de generar una incomodidad productiva y que reconozca la necesidad de asumir ciertas pérdidas para los varones involucrados.

La propuesta de una deconstrucción relacional no significa minimizar la importancia de la voluntad personal para llevar adelante este proceso, ni quitar responsabilidad al varón que debe encararlo. Pero la deconstrucción no debe pensarse como una labor moralista de hombres cuestionándose individualmente, sino como una reflexión sobre de qué modo surgen las relaciones de desigualdad entre géneros y se encarnan en personas, grupos e instituciones (Delgado, 2019). Por eso creo que la conciencia y la voluntad individuales no alcanzan para llevar a cabo la deconstrucción y que el énfasis exclusivo en “cambiar uno mismo” es insuficiente para una transformación más amplia del orden de género. Las charlas y aun fricciones regulares con personas influidas por el feminismo (en mi experiencia, por lo general mujeres) pueden ser motor de cambio y potencial guía para sostener en el tiempo este proceso de transformación. La deconstrucción debería llevarnos a la escucha como posición política “para entender cuánto daño han sufrido (y sufren) nuestras compañeras y el resto de colectivos oprimidos” (Delgado, 2019) e identificar nuestras responsabilidades individuales y como grupo. No apunto a sumar una tarea más a las mujeres (supervisar nuestros procesos de deconstrucción), ni situarnos a los varones en una suerte de minoridad constitutiva que todo el tiempo necesita ser tutorada. No podemos descansar en el esfuerzo de nuestras compañeras para que nos interpelen y sostengan esa incomodidad en relación a nuestra forma de ser hombres hasta que devenga productiva en términos de un cambio personal que podríamos gestionar por y entre nosotros mismos. Lo que intento es advertirnos sobre la necesidad de apertura y receptividad a sus observaciones y cuestionamientos, sea en la pareja, el trabajo o la militancia. Si acordamos en que la reflexión auto-centrada no alcanza, el enojo o la victimización no deberían ser las reacciones más frecuentes ante las críticas, ya que pueden inhibirlas (al disciplinar a quien las hace) y obstaculizar la posibilidad de asumir prácticas de reconocimiento y reparación de las injusticias señaladas.

Plantear la dinámica de este cambio de nuestra masculinidad en términos relacionales va de la mano con politizarlo, inscribiéndolo en un proceso social e histórico atravesado por asimetrías de poder y conflictos recurrentes. Esta politización permitiría a cada varón involucrado correrse de la lógica del auto-centramiento y pensar cómo ese cambio viene de más lejos e impacta más allá de sus circunstancias inmediatas. No parece irrelevante sabernos parte de una transformación que están encarando otros varones, en la misma u otras sociedades, comunidades e instituciones. Restituir esta dimensión colectiva de la experiencia de deconstrucción serviría para indagar pistas en el pasado, pensar desafíos generacionales e imaginar conjuntamente futuros deseables. Se trata de una fortaleza que proviene de no sentirnos solos a la hora de enfrentar la incertidumbre que conlleva un cambio de formas de ser y actuar que, de tan arraigadas, parecen naturales.

En segundo lugar, la deconstrucción podría ser más profunda si se lleva adelante a través de una incomodidad productiva (Azpiazu, 2017). Hay cambios que venimos realizando los varones que, si bien son avances en relación con las versiones más burdas de machismo, no nos hacen temblar en exceso a nosotros como varones, ni a la estructura de género que reproducimos. Permanecemos en nuestra zona de confort de la masculinidad, haciéndole retoques feministas (un poco de lenguaje inclusivo, otro tanto de condena abstracta a la violencia de género, un apoyo público a la legalización del aborto). ¿Cómo romper con la mera corrección política? ¿Dónde hay resquicios para trabajar, incómoda y profundamente, sobre nuestra masculinidad?

La vergüenza de género es una sensación que puede atravesar y dinamizar la deconstrucción. Me refiero a una forma de malestar que experimentamos algunos varones cuando empezamos a percibir el carácter inequitativo o violento de prácticas antes naturalizadas. Como señala bell hooks: “La vergüenza nos separa tanto de nosotros mismos como de los demás y por eso es profundamente inquietante, porque niega nuestra aspiración a la integridad y la unidad” (2021, p. 247). Cuando nos descubrimos haciendo algo que percibimos que está mal y lo conectamos con un modo de ser varón, sentimos vergüenza de género por descubrir que permanecemos en una suerte de loop patriarcal pese a creer que habíamos avanzado en la deconstrucción.

Rafael Blanco planteó el rol de la vergüenza como motor de cambios en la masculinidad:

En numerosas biografías, la posición de varón estuvo puesta en duda muy tempranamente: los descalificativos del habla cotidiana (‘amanerado’, ‘maricón’, ‘trolo’, ‘puto’, ‘afeminado’). (…) La implantación social de la vergüenza propició en muchas subjetividades esa distancia, contradictoria y ambivalente, que obligaba a alejarse de la forma cristalizada de devenir varón. El ‘taller de deconstrucción’ para much*s no fue una instancia puntual sino un proceso permanente, no fue de concienciación (voluntaria y racional, verbalizada) sino de subjetivación (inconsciente, silenciosa), y sólo fue un espacio reflexivo (en el sentido de poder volver ‘sobre sí mismo’ de manera distanciada) tiempo más tarde, en este presente en el que se propicia la deconstrucción o despatriarcalización de las masculinidades. (…) Veneno y antídoto en tiempos distintos, la vergüenza se evidenció como mecanismo de implantación de distancia con la forma canónica del devenir varón, esa forma que hoy a algún*s les genera vergüenza” (Jones y Blanco, 2021, p. 55-56).6

Esa sensación de vergüenza que ocasionalmente nos atraviesa a algunos varones cis-hetero, si evitamos el atajo de la culpa auto-indulgente, puede impulsar transformaciones en nuestras relaciones interpersonales. Sentir vergüenza por opresiones y violencias de las que hemos participado o sacado provecho debería reivindicarse como piedra de toque para un proceso de revisión y cambio, en lugar de tratar de superar esa sensación rápidamente. El problema es que, incluso en instancias colectivas de toma de conciencia (como talleres o capacitaciones), los varones difícilmente estamos dispuestos a crear o transitar “un entorno que genere susto, malestar o miedo. La comodidad es una constante y considero que debemos señalarla como improductiva a muchos niveles” (Azpiazu, 2017, p. 117).

Una vez más, se trata de politizar aquello que quizás consideremos un problema estrictamente personal y que, como tal, creemos poder dejar atrás mediante un acto de voluntad. Propongo pensar colectivamente la desigualdad y la violencia de género en su carácter histórico y estructural, no para eximirnos de responsabilidades individuales, sino para identificar situadamente los privilegios que cada varón ejerce y llevar adelante estrategias más efectivas para desmontarlos. Describir mis privilegios como varón en un ámbito con otros varones, pensar qué hago concretamente para desactivarlos en escenas cotidianas y compartir experiencias, frustraciones y logros en ese proceso, puede ser un buen antídoto para que “revisar mis privilegios” no se convierta en una consigna a repetir que funcione como credencial de corrección política.

El último rasgo que quiero señalar para esta nueva idea de deconstrucción es la necesidad de plantear y asumir las pérdidas personales que va a acarrear. Con la igualdad de género no ganamos todxs o, al menos, no ganamos todxs por igual y al mismo tiempo. Y es lógico que así sea porque se trata de superar violencias y desigualdades estructurales que históricamente nos han beneficiado a los varones cis-hetero como colectivo e individualmente. Quisiera marcar un matiz sobre estas pérdidas. Por un lado, en lo inmediato va a haber pérdidas: el tiempo, las energías y los cuerpos ajenos ya no van a estar a nuestra disposición, o lo estarán en menor medida. Por otro lado, sin embargo, el dispositivo de la masculinidad genera presiones y límites para nuestra libertad y felicidad, por lo que los varones podemos reconocer que a mediano y largo plazo tenemos cosas que ganar mediante la deconstrucción (desde poder expresar sentimientos otrora vergonzantes, hasta no tener que demostrar fortaleza todo el tiempo). Como esto no resulta auto-evidente, hay un gran trabajo pedagógico-político entre y hacia los varones al respecto. Nuestra imaginación tiene que estar puesta en pensar alternativas creativas y emancipadoras que nos permitan asumir a los varones cis-hetero los aprendizajes del feminismo para nuestra vida cotidiana.

Referencias

Azpiazu, J. (2017). Masculinidades y feminismo. Barcelona: Virus.

Delgado, L. (2019). Contra la deconstrucción masculina. El Salto. Recuperado de: https://www.elsaltodiario.com/masculinidades/contra-que-es-deconstruccion-masculina.

hooks, b. (2021). Todo sobre el amor. Buenos Aires: Paidós.

Jones, D. y Blanco, R. (2021). Varones atravesados por los feminismos. Deconstrucción, distancia y reforzamiento del género. En L. Fabbri (comp.). La masculinidad incomodada (pp. 45-60). Rosario: UNR Editora y Homo Sapiens.

Martynowskyj, E. (2014). Con la mirada en los márgenes: la construcción mediática de la violencia contra las mujeres en clave marginal y voyeurista. El caso del “loco de la ruta” (Argentina, 1996-2004). Revista EPOS 5(1). Recuperado de: http://pepsic.bvsalud.org/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S2178-700X2014000100002.

Pichot, M. (25 de marzo de 2014). El hijo sano del patriarcado. Télam. Recuperado de: https://www.telam.com.ar/notas/201403/56570-el-hijo-sano-del-patriarcado.html.

Thiérs-Vidal, L. (2002). De la masculinité à l’anti-masculinisme: penser les rapports sociaux de sexe à partir d’une position sociale oppressive. Nouvelles Questions Féministes 21(3). Recuperado de: https://www.cairn.info/revue-nouvelles-questions-feministes-2002-3-page-71.htm.

Uriona, P. (2012). Las ‘jornadas de octubre’: intercambiando horizontes emancipatorios. En Pensando los feminismos en Bolivia, Serie Foros 2 (pp. 11-65). La Paz: Conexión Fondo de Emancipación.

Viveros Vigoya, M. (2002). De quebradores y cumplidores. Sobre hombres, masculinidades y relaciones de género en Colombia. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, Facultad de Ciencias Humanas, Centro de Estudios Sociales.

Notas

1 Algunas de las ideas aquí presentadas son un adelanto de mi libro La masculinidad: Varones y feminismos.
2 Aquellas personas cuya identidad y expresión de género coincide con el sexo biológico que se les asignó cuando nacieron, a diferencia de las personas transgénero.
3 La expresión “el loco de la ruta” hace referencia a una serie de asesinatos y desapariciones de mujeres, según su cobertura periodística, en su mayoría “prostitutas”, que tuvieron lugar en Mar del Plata entre 1996 y 2004. Dichos crímenes fueron agrupados por la prensa y dados a conocer bajo el rótulo del “caso del loco de la ruta”, en referencia a los rasgos patológicos del accionar del supuesto asesino serial y al lugar donde aparecieron los primeros dos cuerpos (Martynowskyj, 2014).
4 La expresión ha tenido amplia divulgación en Argentina de la mano de militantes y referentes feministas, como la actriz Malena Pichot (2014): “El hombre que viola no es un enfermo mental aislado, no debe ser comparado con un paria, un psicótico que ha quedado fuera de las normas de la sociedad. El hombre violador no es un hijo enfermo del mundo, es un hijo sano del patriarcado. Vivimos en una cultura que le avala al hombre una actitud de dominación sobre el cuerpo de la mujer en toda instancia, y por esto, un pibe que jamás cometió ningún tipo de delito o locura puede, envalentonado por alguna circunstancia grupal, convertirse en un monstruo”.
5 Un término con mayor precisión conceptual que refiere a “una estrategia emancipadora, de denuncia de la desigualdad y discriminación en todas sus formas. Y un ejercicio de reorganización horizontal de los pactos relacionales y desarticulación del poder en tanto esquema relacional opresivo basado en la desvalorización de las diferencias y en el tratamiento estratificado, jerárquico e injusto de las mismas” (Uriona, 2012, p. 41).
6 Aunque es un trabajo que co-escribimos, en algunos pasajes -como el citado- mantuvimos la autoría individual para conectarlos con nuestros recorridos biográficos.

Recepción: 14 Septiembre 2021

Aprobación: 01 Noviembre 2021

Publicación: 01 Marzo 2022

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