Descentrada, vol. 7, núm. 1, e193, marzo-agosto 2023. ISSN 2545-7284
Universidad Nacional de La Plata
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación
Centro Interdisciplinario de Investigaciones en Género (CInIG)

Dosier: feminismos, autorías y literaturas

En estado de asamblea permanente. Intervenciones críticas y literarias argentinas desde el presente

Lucía De Leone

Instituto de Investigaciones de Estudios de Género, Universidad de Buenos Aires, Argentina
Cita recomendada: De Leone, L. (2023). En estado de asamblea permanente. Intervenciones críticas y literarias argentinas desde el presente. Descentrada, 7(1), e193. https://doi.org/10.24215/25457284e193

Resumen: El objetivo de este artículo es analizar una serie de trabajos sobre literatura argentina y género de Sylvia Molloy y Tamara Kamenszain, quienes, en dos épocas distintas, instalaron nuevos modos de leer desde una perspectiva feminista (los años 90 y el presente, respectivamente). Se analizan las estrategias discursivas e ideológicas desde una perspectiva feminista sobre corpus que abordado desde otros enfoques. Mientras Molloy utiliza el gesto del desvío (geográfico, político, sexoafectivo) para puntualizar las preferencias de autofiguración en escrituras de mujeres frente a heterodesignaciones paternalistas, Kamenszain realiza una apropiación política y militante de la figura de la “poetisa” desde una enunciación adversativa y mediante textos híbridos o inespecíficos. Sus ensayos constituyen intervenciones feministas en tanto se ocupan de problemas aún vigentes, que aparecieron eludidos y/o obliterados en la cultura argentina y que hoy se encuentran en estado de asamblea permanente para los feminismos.

Palabras clave: Sylvia Molloy, Tamara Kamenszain, Autofiguraciones, Poetisa, Feminismos.

In a state of permanent assembly. Argentinian critical and literary interventions from the present

Abstract: The goal of this article is to analyze a series of works on Argentine literature and gender by Sylvia Molloy and Tamara Kamenszain, who, in two different times, installed new ways of reading from a feminist perspective (the 90s and the present, respectively). Discursive and ideological strategies are analyzed from a feminist perspective on corpus that were investigated from other approaches. While Molloy uses the gesture of deviation (geographical, political, sex-affective) to point out the preferences of self-figuration in women's writings against paternalistic heterodesignations, Kamenszain makes a political and militant appropriation of the figure of the "poetess" using an adversarial enunciation and through hybrid or non-specific texts. Their essays constitute feminist interventions in that they deal with problems that appeared circumvented and / or obliterated in Argentine culture, and that today are in a state of permanent assembly for feminisms.

Keywords: Sylvia Molloy, Tamara Kamenszain, Self-figurations, Poetess, Feminisms.

1. Introducción

En el mundo en que vivimos,1 el del colapso humano y ecosistémico, la filósofa feminista estadounidense Donna Haraway sostiene que nuestra tarea es generar problemas (2020). La labor de seguir con el problema conduce, por un lado, a generar nuevas e ingeniosas vinculaciones y, por otro, a escapar a las dos posibles respuestas con las que se viene haciendo frente a los “horrores” socio ambientales y de convivencia entre existencias diversas que produjo el Antropoceno, esa nueva etapa geológica en que los efectos de las políticas depredadoras del capitalismo acechan el planeta. Ni las promesas tranquilizadoras de un futuro mejor ni la mirada melancólica sobre un pasado edénico y un porvenir apocalíptico constituirían las salidas apropiadas. Desde su marco de pensamiento, elaboración teórica y militancia, la también bióloga, que ya cuestionaba en su Manifiesto Cyborg (1991) las taxonomías separatistas y binarias (varón/mujer; naturaleza/cultura; máquinas/organismos; sujeto/objeto) de la percepción moderna, insiste en la importancia de generar otras conexiones tanto para el buen vivir como para el buen morir, como en la necesidad de ubicarse en este presente denso con la capacidad de seguir haciéndonos preguntas. Esas preguntas que quizá sean las mismas de siempre, aquellas que en algunos momentos otros consideraron resueltas u ociosas. Es decir, Haraway enuncia la urgencia de continuar con los problemas y nos exhorta a habitarlos.

Dos respuestas, así, que responden a un esquema binario que distribuye, por una parte, la opción de sucumbir en la esperanza de las propiedades sanativas y redentoras que traería la fe tecnológica y, por la otra, la posibilidad de sucumbir ante la desesperación y la entrega impasible frente el “game over”. Ahora bien, unos años antes, desde el campo de la historia del arte, la británica Griselda Pollock, cuya operatoria crítica podría cifrarse en el concepto de “disparar contra el canon”, se propone la tarea de armado de un museo feminista, cuyo concepto se basaba en producir encuentros y trazar parentescos raros entre diferentes objetos artísticos. En 2010, sale su libro Encuentros en el museo feminista virtual, donde la teórica cuestiona criterios clásicos y heterosexistas de organización de la práctica museística: que consiste, por ejemplo, en agrupar las obras por autor, estilo, escuela, nación, forma, movimiento artístico, o época. Ella propulsa la creación de alianzas impensables entre obras, lo que daría por resultado en esas nuevas maneras de parentesco el rescate de imágenes y la reconstrucción de historias de mujeres artistas y/o mujeres representadas, que eran desconocidas o que habían sido relegadas o ignoradas en curadurías convencionales. A estos gestos político-curatoriales los denomina intervenciones feministas en la historia y en la crítica del arte.

Si Haraway expresa no adherir a las designaciones –acaso imprecisas– de posthumanista y postfeminista, para definirse principalmente como una teórica “compostista” –emulando así en su práctica y en su modo de estar en el mundo las mezclas de distintas materias para originar otras–, Pollock remarca que el museo es de carácter feminista y que su proyecto no resulta tributario, de ningún modo, de la aseveración que sostiene que estaríamos transitando una época postfeminista. Si bien cada una de estas teóricas lo expresa desde sus propios campos de estudios, sus epistemologías y haciendo foco en cuestiones afines a sus intereses, ambas coinciden en la urgencia de seguir revisando esos problemas que el estadio “post” dejaría como residual, como emblemas de lo anticuado, como los viejos “dinosaurios”. Se dejarían, entonces, como algo lejano del pasado sin rédito interpretativo a muchas cuestiones aún vigentes y necesarias para la lucha y transformación de los feminismos.

Siguiendo algunas de estas reflexiones como marco de ideas disparadoras, en este artículo me propongo analizar una serie de trabajos fundamentales sobre literatura argentina de las escritoras y críticas Sylvia Molloy y Tamara Kamenszain, que, en dos épocas bien diferenciadas (la década de los 90 y el presente, respectivamente), ejercieron el feminismo, no solo desde su práctica académica, al asentar nuevos modos de leer desde la perspectiva de género. Es decir, no sólo desafiaron los espacios tradicionales para la enseñanza y el análisis de la literatura en sus vidas académicas, sino que instalaron nuevos pactos y otra legibilidad para el corpus literario hispanoamericano. Como propone Nora Domínguez (2021) al conceptualizar la teoría y crítica literarias feministas, la tarea de muchas académicas fue la de hacerse preguntas que fueron variando con el correr de las décadas y que fueron operativas “para desmontar configuraciones misóginas de los discursos, para examinar la construcción y reproducción de formas estereotipadas femeninas o masculinas (…) y encarar rupturas en los modos de organización de las textualidades…” (p. 534).

De este modo, Molloy y Kamenszain en sus ensayos, que constituyen además intervenciones feministas en el tejido sociocultural argentino, se ocupan de seguir con problemas que se decían saldados o aparecían obliterados en las historias críticas de la literatura y en la cultura argentina y latinoamericana. Ellas retoman, entonces, cuestiones afines a los feminismos, como las preferencias de autofiguración femenina frente a las heterodesignaciones paternalistas y la inscripción de la mujer que escribe en el rótulo peyorativo de “poetisa”, que acarrean un cúmulo mayor de cuestiones que se irán desarrollando.

De este modo, se presta atención a cuáles fueron las estrategias discursivas e ideológicas y a las herramientas puestas en juego por las lecturas desde el género sobre corpus que habían sido indagados desde otros enfoques y que dejaban afuera o desestimaban muchos problemas que las autoras rescatan. ¿Dónde y de qué manera fueron a leer el género? Ya no se trataba de incluir a las excluidas del canon patriarcal o de cuantificar el cupo en razón de la asignación genérica, hecho que en un determinado momento fue, sin dudas, necesario y novedoso, pero que hoy operaría como una corrección cosmética. Ellas lograron instalar un modo de leer feminista que recompuso la vigencia de ciertos problemas que estaban postergados.

En los textos aquí recortados de su extensa producción crítica, Molloy utiliza el gesto del desvío en sentido amplio (geográfico, político, sexoafectivo, espacial, identitario) e instala un punto-espacio de mira que denomina “el entre”. Por su parte, Kamenszain va a proponer una revisión crítica de la figura de la “poetisa” desde una enunciación adversativa cristalizada en el conector “sin embargo” –que aparece duplicado con la figura del polisíndeton– y por medio de textos híbridos o al menos no anclados definitoriamente en convenciones genéricas –un rasgo distintivo de las escrituras del presente– que cruzan recursos de la poesía con características del ensayo, la novela con la poesía.

2. Las tretas de la dislocación o cómo escribirse en otro lado

Durante la transición democrática seguida a la última dictadura militar (1976-1983), se produce, como estudia Florencia Angiletta (2020), el regreso a la Argentina de críticas, académicas, periodistas y militantes que en su exilio habían retomado contacto con los feminismos, sobre todo de tinte anglo-norteamericano y francés, que se ocuparon, entre más cuestiones, del problema de la escritura, la representación y las figuraciones femeninas. De este modo, comienza en las universidades y en las tramas culturales en general todo un proceso de apertura y una revisibilización que significaron “nuevas posibilidades para los feminismos” (2020, p. 310).

En esta misma línea, cuando se identifica una propagación de la crítica de género en el campo académico argentino a expensas del “texto hispanoamericano”, Sylvia Molloy publica en 1991, en inglés, desde Estados Unidos y en un volumen colectivo, un ensayo donde sostiene que en las escrituras de mujeres latinoamericanas del siglo XX prima un principio de intranquilidad o ansiedad.2 Ese principio es aquel que, lejos de resultar una desventaja o un perjuicio, construye decididamente un lugar diferente. Es ahí mismo donde se escribe –en un lugar y un tiempo otros a los pautados y oficiales–, donde el sujeto femenino elige recolocarse para dar una nueva versión de sí: esto es, una forma de auto representación generizada. Este ensayo fue traducido al castellano por primera vez en la revista Mora bajo el título “Identidades textuales femeninas: estrategias de autofiguración”, en 2006, y resultó de mucho impacto para la crítica preocupada por ejercer un modo de leer feminista. Allí se revisaban problemas que todavía siguen siendo nuestros problemas.

En “Cuando las muertas despertamos: escribir como re-visión” (1983), la poeta, teórica y feminista lesbiana estadounidense Adrienne Rich (1929-2012) plantea que si el acto de nombrar ha sido históricamente una prerrogativa masculina, la tarea de la crítica y la escritura consiste en desafiar lo que concibe como la función sagrada de las leyes caballerescas. Ese desafío implicaría mirar hacia atrás con ojos nuevos y volver a nombrar, a ver, a vivir otra vez. Para ello, según Rich, hace falta conocer muy bien los escritos del pasado, pero no para retransmitir pasivamente una tradición, sino en pos de quebrar las amarras que se han depositado sobre las mujeres y, ante todo, para articular una perspectiva crítica capaz de vehiculizar la urgencia identitaria del autoconocimiento.

¿Qué dicen los textos de mujeres toda vez que asumen el deseo y/o experimentan la urgencia de decir yo?, se pregunta Molloy, cuando el deseo no queda en el plano de una intimidad deseante sino que se vuelve potencia creativa, correctiva y hasta distorsiva al punto de horadar las imágenes estereotípicas que han sido legitimadas socioculturalmente. De esta manera, en su ensayo antes referido se muestra cómo las figuras de autora y colega se impondrían al tradicional eufemismo acuñado como “mujeres que escriben” (2006, p. 69). Y, aún más, cuando los marcos ideológicos y las “matrices de percepción” reinantes hacia fines del siglo XIX no habilitaban la opción de mujeres que hablen o escriban sobre mujeres, aquellas figuras señaladas por Molloy les ganarían partido sobre todo a las heterodesignaciones impuestas y aceptadas ya por inocuas (la mujer virgen), por provechosas (la maestra) o impugnadas por peligrosas (la bruja seductora). Molloy deposita el ojo precisamente en ese movimiento de exclusión y control que realiza el Modernismo por el cual la mujer, al ser un objeto más del museo modernista y fuente de inspiración, no podría funcionar al mismo tiempo como una autora productora de ficciones. Y se dedica a estudiar, precisamente, lo que llama el “gesto” revisionista y original respecto de las tradiciones preexistentes de diferentes autoras latinoamericanas cuando eligen los modos de representarse a sí mismas.

Ahora bien, ¿son las formas más recurrentes de inscripción del yo las que responden a necesidades de ritualización de la propia huella en el texto escrito, como escenificar y certificar la propia muerte o duplicar el nombre desde un abajo del corte de verso del poema? Molloy analiza los gestos de inserción institucional por los cuales muchas autoras se preocuparon en sus proyectos literarios por validar su figuración pública con dispositivos de la identidad como el nombre, la firma, el epitafio. Por su parte, Alfonsina Storni (1892-1938) escribió ella misma y en vida el epitafio para su tumba. Alejandra Pizarnik (1936-1972), a su vez, fundó una poética del nombre propio: a Bluma la sepulta, a Flora la abandona y enseguida se llama Alejandra; y Alejandra se duplica en Alejandra, se multiplica en Alejandra, se pone también por debajo de Alejandra y finalmente se deslocaliza: “Alejandra, Alejandra, debajo estoy yo, Alejandra” (1993).

Algunas preguntas otorgan vigencia justamente al problema del encorsetamiento de la subjetividad femenina bajo mecanismos de control y vigilancia, ya sea como objeto y tema de escritura ya sea en términos de agente y gestora del propio yo. A lo largo de su desarrollo, Molloy irá puntuando algunos estereotipos críticos desde los que se leyeron a las escrituras femeninas latinoamericanas. Como se dijo, sobre ellos realiza operaciones de corrección y desvío de la norma heterocispatriarcal: propone el término “colega” como autora activa frente a la expresión “mujeres que escriben” (2006, p. 69) y, a la vez, revisa la representación del cisne, ícono por excelencia del Modernismo, en la producción de la poeta uruguaya Delmira Agustini (1886-1914). Si los poetas habían instalado la imagen tan grácil como artificiosa del animal moviéndose plásticamente en un lago limpio, azul y estanco, en “Nocturno” (una estructura poética característica del Modernismo), la poeta moldea un cisne sexual que erotiza las aguas al punto de mancharlas con sangre. Con un uso desviado de la retórica conocida, y a través de ese gesto correctivo que identifica Molloy, delinea un cisne mujer y errante con quien se identifica, con quien se escribe “yo” (“yo soy el cisne”), que menstrua, que se desvirga a sí misma y que con sus fluidos interiores ensucia las mismas aguas cristalinas de esa tradición masculina para dejar huella y por fin salir volando.

A lo largo de su trabajo, Molloy se ocupa de revisar las distintas imágenes patriarcales que fueron impresas sobre las escritoras y enumera una serie de ficciones criticas de gran impacto en el imaginario sociocultural que oscilaron entre la extravagancia y la tragedia: Delmira Agustini, la virgen lujuriosa; Victoria Ocampo (1890-1979), la patrona literaria; Gabriela Mistral (1889-1957), la madre espiritual (mater et magistra); Norah Lange (1905-1972), la extravagante dadaísta; Silvina Ocampo (1903-1993), la excéntrica perversa; Alfonsina Storni, la ridícula marimacho, pero también la suicida.

Molloy interpreta en esos íconos el intento de magnificar la figura de las mujeres destacadas separándolas en la excepción, ya sea por virtudes o defectos, es decir por aceptar el contrato moral sexual impuesto o por perforarlo. Con todo, este ímpetu separatista no hace sino llevar hacia un afuera de los textos y resaltar una figuración que también viene armada desde afuera. Frente a la conocida fórmula binaria excepcionalidad vs. banalidad, ella elige tomar una ruta de desvío: aquella que sigue la línea del texto propiamente dicho cada vez que dice “yo”, donde encuentra lo que denomina una estrategia de “totemización subvertida”, desde la que se espantaría con vigor a las versiones conformistas. Tal es el caso de la cristalización en una figura consolatoria alrededor de Mistral –la pedagoga serena, la maestra de América– que borroneó con eficacia la inscripción de un yo que dice su deseo lesbiano. Pues la estrategia justamente de escribir ese yo y de leer ese yo en términos de revisión del estatuto excepcional deja ver cómo el yo dicho por sí misma (por Gabriela) hace a la unión con otras mujeres, saltea las genealogías establecidas según sistemas patriarcales de ordenamiento y genera parientes en conexiones nuevas e ingeniosas, como propone Haraway (2020) que hay que hacer, aunque en otro contexto, como una de las formas de habitar el mundo y transitar los problemas que nos acechan.

Otro de los problemas que aborda Molloy es la representación de los cuerpos femeninos que se vio acechada desde siempre por el fantasma de la fragmentación. Mediante una insistencia abusiva de la sinécdoque, los poetas exaltaron en sus figuraciones las partes femeninas según el ojo deseante del varón como una forma de apropiación sesgada del cuerpo de las mujeres. El cabello, las manos, los pies, el escote, los ojos, pero también sus ropajes como una cinta de pelo, un guante o las medias constituyeron el fetiche de aprehensión de los cuerpos femeninos. Frente a estos modelos representacionales que dieron cuenta de cuán intolerable y amenazante podría resultar la figura femenina completa, Molloy identifica el gesto de las escritoras para otorgar agencia a las mujeres y correrlas del lugar establecido como víctimas de esa fragmentación. Si existe desmembración corporal en sus poemas, esta no responderá a necesidades eróticas y/o impulsos fetichistas y colonizadores, sino para armar las piezas del propio autorretrato. Lejos de resultar los pedazos que se rompen de una totalidad innombrada, se trata de partes de cuerpos que andan sueltas, que no remiten a un referente ausente y que no anidan los deseos de los otros. Alfonsina Storni (1997) le canta a una oreja que es caverna, ese “pequeño foso de irisadas cuencas/ y marfiles ya muertos, con estrías” (p. 198), a un diente que cuando cae hace que la tierra tiemble, a una lágrima que pareciera andar huérfana sin pertenecerle.

Se trata, entonces, como dice Molloy, de flexiones, fisuras sobre el texto cultural hispanoamericano que dejan leer problemas desde el género, para abordar cuestiones transitadas pero de otra manera, bajo otra óptica. En “La flexión del género en el texto cultural latinoamericano” (2000),3 Molloy toma la imagen del desvío de un viaje en barco de Domingo Faustino Sarmiento (1811-1888), un viaje utilitario que seguiría la ruta desde Chile a Europa. Sin embargo, la embarcación se descarría y a causa de un ventarrón termina en la Isla del Más Afuera (un afuera de la nación, de la geografía, del rumbo del viaje, de la cisheteronorma). Molloy señala la transacción textual e ideológica del viaje de Sarmiento, que se suponía un viaje civilizador y de estudio, y se transforma en un viaje de instrucción personal y sobre todo de aventura y diversión. Cuando las personas del barco naufragan, son recibidas por una comunidad de varones donde no hay mujeres. Allí Sarmiento se topa con un “afeminado” (que habla como mujer, pero no es mujer) sobre el que no quiere conocer más, pues querer conocer sería adentrarse en otras normas vigentes en esa sociedad extraña, que pondrían en crisis el binarismo sexo-afectivo. De esta forma, este texto, que hoy es leído como una de las primeras intervenciones críticas queer de la crítica hispanoamericana, evidencia la posibilidad de fisurar lecturas establecidas y, sobre todo, la capacidad interventora del género y las disidencias sexuales como perspectivas de análisis.

En la conferencia “Intervenciones patrias. Contratos afectivos”, XXIX Congreso de la Asociación de Estudios Latinoamericanos (LASA), Molloy (2010) retoma otro problema y así revisita en algunas novelas de escritoras argentinas las apropiaciones literarias desgenerizadas –desviadas, fisuradas– del campo argentino, espacio masculino por excelencia sobre el que los varones, los escritores, han vuelto cada vez a rendir sus tributos a la patria, sobre el que se han labrado las fábulas nacionales y nacionalistas, y sobre el que se sustenta la gran tradición literaria del ruralismo. Frente a imágenes de una pampa virilizada y codificada, Molloy analiza las estrategias de la escritora Matilde Sánchez en El desperdicio (2007), donde se retorna a un campo acechado por políticas neoliberales y la enfermedad. En esa línea que Molloy identifica, encontramos hoy las propuestas de muchas escritoras actuales que retornan a esa zona ideologizada y heterocisexualizada para instalar otros relatos posibles. La pampa viril del gaucho, del patrón de estancia, de los reseros e incluso la que diseñaron los viajeros europeos abre paso a una pampa insurrecta por alegre, afirmativa, cosmética, desterritorializada y plausible de pasiones lesbianas en Las aventuras de la China Iron (2017) de Gabriela Cabezón Cámara, a una pampa cómplice de los crímenes corporativos que habilitan la instalación de una red de trata de mujeres y otros delitos en La inauguración (2011) de María Inés Krimer, a una pampa que delata a los machos de campo que a la hora de la siesta desatan sus pasiones homoeróticas en teteras rurales como en Machos de campo (2017) de Cristian Molina, por tomar tan solo algunos ejemplos clave de esa desvirilización y modificación del repertorio temático para el espacio nacional por excelencia.

Ahora bien, volviendo a las primeras reflexiones que se fueron puntualizando de las lecturas de Molloy vimos cómo los modelos femeninos hegemónicos de principios del siglo XX funcionaron en términos de heterodesignaciones. Aunque no forme parte del análisis de Molloy, es necesario referirse a la escritora, periodista y activista feminista Salvadora Medina Onrubia (1894-1972), porque ella en su pieza cumbre, Las descentradas (1929), establece una tipología de las mujeres y las divide por categorías (las sufragistas, las femeninas del crochet simbólico, las “pobres caídas” del sistema) pero fija la vista sobre un tipo particular que bautiza como “las descentradas” (pp. 60-61). En esa colectiva ella misma inscribe su “yo” y lo vehiculiza por medio de una alter ego, que en la ficción es además una autora teatral. ¿Quiénes son esas descentradas, entonces?: Salvadora las va a definir como aquellas capaces de ir solas por la vida, las que, en una entonación dramática del feminismo de la diferencia, exigen sus propios derechos y no los de los varones, las cerebrales que pagan sus “desvíos” y sus talentos con el tributo de la infelicidad, las que fuman en público y usan pantalones, las que eligen sus tiempos para la maternidad, las que además se miran con curiosidad y éxtasis las unas a las otras (p. 61).

Acaso serían Gloria (una de las protagonistas de la pieza teatral), Salvadora y las parientes elegidas hacia atrás o hacia delante buenos ejemplos de lo que Sara Ahmed (2021) llama las “aguafiestas”. Las aguafiestas son aquellas “parias afectivas” (p. 87), las voluntariosas, perversas, causantes de la infelicidad de los demás (sea por no adscribir al matrimonio, la maternidad, la crianza de los hijos, los cuidados obligados por el orden doméstico, la heterosexualidad obligatoria).

Las descentradas son también aquellas que Molloy rescata por sus escrituras capaces de romper con los imaginarios y los vínculos sobre los que se sostienen las normas. Pero vivir una vida feminista tiene sus consecuencias en la medida en que acarrea un desgaste, dice Ahmed, con el que las mismas aguafiestas conviven a diario. Y el “chasquido” feminista (2021) lo vemos en esos gestos que Molloy identifica, por ejemplo, en el poema de Delmira Agustini que viene a manchar con sangre el lago virilizado del Modernismo.

Como han estudiado Méndez, Queirolo y Salomone, tanto las columnas y notas periodísticas como la poesía de Storni funcionan como plataformas refractarias de ese orden sociocultural cuyos discursos “codificaron una identidad femenina aferrada al cuerpo y la naturaleza, y centrada en la maternidad y la domesticidad” (2014, p. 7). Es así, entonces, que ese chasquido lo vemos también en la incomodidad por incomodar con gritos, aullidos, quejas, ruegos a esas retóricas confeso sentimentales permitidas por inocuas, como en el caso de Alfonsina, que fue bautizada por Jorge Luis Borges como la chillona comadrita. Serían también esas mismas que llegan para arruinar las reuniones familiares y los convites políticos. Las que revisan críticamente el espacio doméstico y hacen un corte con el orden familiar, ya sea en campo abierto o en interiores burgueses, donde suceden los abusos y las violaciones que no llevan ese nombre y no son criminalizadas, como sucede, para dar otros ejemplos diferentes a los que propone Molloy, con Néfer de Enero (1958) de Sara Gallardo (1931-1988) o Ana de La casa del ángel (1954) de Beatriz Guido (1922-1988), respectivamente.

Las “descentradas”, “aguafiestas” y “sonámbulas” en proceso de revelación (Rich, 1983) hacen de sus vidas una vida feminista y en ese hacer logran poner en palabras, obtener un nuevo conocimiento y tender a la transformación de las violencias históricamente sufridas. Esas denominaciones sobre las que vienen a quebrar las aguas quietas constituyen expresiones que surgen en un primer momento como negativas; pero que luego son reapropiadas políticamente para escenificar una experiencia tan rebelde y plantada en el convencimiento como dolorosa y difícil, respaldada en la creación y portación de un kit propio de supervivencia (Ahmed, 2021). La construcción de una caja de herramientas que incluya desde objetos personales, instrumentos, comidas preferidas, animales y hasta compañeras de ruta obedece al impulso de no sólo seguir vivas, sino de sostener proyectos, deseos y esperanzas feministas pese a todo. El hecho de mirar atrás con ojos frescos para poder renombrarse o nombrarse de otra manera a las prerrogativas viriles constituye, según Rich (1983), un acto de sobrevivencia incluso, o sobre todo, dentro de un orden económico clasista y heterocisexista. Si es estimulante permanecer viva cuando se produce un despertar de la conciencia, también eso, reconoce Rich, puede resultar equívoco, desconcertante y doloroso. Como sostiene Audre Lorde (2003), la supervivencia es potencialidad para el cambio, pues se sabe que nunca las herramientas del amo podrán desmoronar la casa del amo. Reconocer, entonces, que la casa del amo no es la única fuente posible de apoyo y que los parentescos con otras subjetividades (mujeres con mujeres, por caso) son caminos hacia la independencia permite que cada vez que se diga o se escriba el “yo” femenino se dispare pura potencia creativa: de los recovecos del “yo” emana una pluralidad de intensidades, del lenguaje y de la acción.

En estas formulaciones hay tanto un centro que se evade como una ruta que se desobedece y una fiesta que se agua, porque esos espacios han sido tallados desde afuera y por otros. Si los feminismos, sostiene Ahmed, realizan un trabajo de autoensamblaje (2021, p. 48), en esos desvíos, además, siempre hay conexiones o mejor dicho encuentros ingeniosos con las otras descentradas, con las demás ovejas descarriadas, con las lobas gritonas, con la tropa de aguafiestas.

3. La poetisa: la palabra en estado de “asamblea permanente”

Nuestra tarea crítica, se dijo, es generar problemas, revisitar otros y a todos ellos habitarlos. Uno de esos problemas que ha cobrado vigencia recientemente en el contexto argentino es el de la puesta en disponibilidad de un término que carga con una alta densidad semántica e ideológica: la poetisa. Así llamaron los vates y los críticos a ciertas mujeres que escribían poesía, en un claro intento no sólo de versionar gramaticalmente el término con el morfema femenino –isa–, sino de incluirlas en el lugar de la excepción: ellas no eran poetas, eran poetisas. ¿Qué hacían las poetisas? Retomaban estéticas residuales del pasado, pero también se disputaban las retóricas y las estrategias de auto nominación entre un orden que conjugaba lo esperable con lo tolerable y la asunción de sus identidades. Las poetisas fueron, como ha estudiado Tania Diz (2012), blanco de elogio o injuria en razón de las características de género y en función del acercamiento o desvío del ideal burgués hegemónico de domesticidad, respectivamente. La atención estaba puesta, así, en que cumplieran con los rasgos de la feminidad, según aquel modelo, tanto en su escritura como en sus intervenciones públicas. Si se sustrajera de las percepciones dominantes y la poetisa no fuera objeto ni de tolerancia ni de descalificación, caería sobre ella el estigma de la androginia (“la marimacho”), que quebraría a su vez la moral sexual tallada sobre un esquema binario mujer/varón.4

Ahora bien, ¿serían las llamadas “poetisas” -esas mismas sobre las que Molloy encontró gestos para autonombrarse desobedeciendo a las heterodesignaciones- una aguafiestas más? ¿Y qué pasa con las escritoras que hoy, cuando la poetisa regresa politizada, se afirman y se siguen definiendo como poetas? Esta es una cuestión que vuelve hoy y que es valorada desde un presente agitado y en suspensión. Leer desde el presente trae una cuota tan riesgosa como estimulante, que radica en la convivencia de la intuición crítica con el debate público y la manifestación artístico-cultural.

En tiempos de pandemia, aislamiento preventivo, encierro y soledad, Tamara Kamenszain revisita aquel problema, primero en “Las nuevas poetisas del siglo XXI”, la intervención que escribió especialmente para el volumen dedicado al siglo XXI de la Historia feminista de la literatura argentina (2020), y luego en el libro Chicas en tiempos suspendidos (2021). Un problema, entonces, que parecía haber quedado clausurado o al menos puesto en standby cuando en los años ‘70 (momento en que ella misma es protagonista de ese fenómeno) un caudal de mujeres salió a escena con sus libros de poesía y con ideas bien definidas de quiénes no querían ser y de cómo había que nombrarlas. Ellas eran poetas, evadían cualquier expresión de la intimidad, fraguaban retóricas barrocas y había que nombrarlas por el apellido: “Yo no soy poetisa soy poeta/ me dije una y mil veces a mí misma a los 20 años/ no soy Tamara soy Kamenszain/ me quejé siempre que alguien por escrito/ aludía a mi obra llamándome por el nombre” (2021, p. 25).

Para explorar estas nuevas reflexiones sobre la poetisa, Kamenszain historiza el uso de la palabra, refiere a su propia vida y la vida literaria del momento, y realiza un periplo que va del ensayo al poema, de lo que nace como poesía y no puede nunca acabar como poesía, de la novela de la poesía al salto de prosa y la inespecificidad. Todos son rasgos de los que profesa gustar la autora a la hora de hacer y leer las expresiones artístico-literarias del presente, sobre las que varios críticos depositaron la incerteza de su estatuto y se encargaron de denominarlas como postautónomas (Ludmer, 2010), inespecíficas (Garramuño, 2015), fuera de sí (Escobar, 2004), entre otros.

En La novela de la poesía (2019), Kamenszain asume que la poesía deviene el lado alternativo del ensayo y el ensayo el lado B de la poesía, dando pie a una versatilidad que se va a sostener en la mutua remisión. La intervención de otros géneros no implica una disolución total ni un desborde absoluto de la poesía: “Los límites del poema-libro llamé cuando era joven/ a la posibilidad de escribir un libro entero que fuera de poemas/ y todo entero sin embargo/ contara algo. / No era nada original no era ninguna genialidad/ pero ahora me parece que sólo ahora me toca probar esos límites” (2019, p. 423).

Y es justamente esa zona híbrida e indisciplinada la que le va a permitir a Kamenszain instalar una poética de la disyunción, mediante el uso del conector “sin embargo”, que además se repite dos veces seguidas, y redobla la apuesta del movimiento entre la discontinuidad y la actualidad que trae el anacronismo (Didi Huberman, 2006). En dos versos del libro afirma: “Quisimos llamarnos como ellos:/ por el apellido. Rosenberg, Moreno, Bellessi, Gruss/”. Pero de inmediato, la primera parte de la coordinación se pone en crisis: “sin embargo y sin embargo/ viene llegando la hora de los nombres” (2021, p. 15).

Para Kamenszain, “que nos llamaran poetisas significaba una ofensa” (2020, p. 461) porque detrás de ese término todavía sonaba el retumbo del vómito machista que Jorge Luis Borges (1899-1986) lanzó para calificar a la poesía o, mejor, a la figura menor, menospreciada, doméstica, familiar de Alfonsina Storni: la parlanchina que hacía uso de la poesía para ventilar sus ilusiones y decepciones, para poner al servicio de una retórica confeso sentimental la pura expresión de un yo. Pero las poetisas que fueron Alfonsina o Delmira, así como inscribieron según sus deseos al propio yo también supieron correrse del lugar de musa discreta conforme al ojo anhelante y a la vez retenido del varón-vate, y modelaron ellas mismas a sus propios musos. Las llamadas poetisas, entonces, al salirse del lugar objetual (el de las musas mudas) se convierten en sujetos y agentes de escritura que despuntan contra lo que se espera de ellas. Alfonsina pide que se la pretenda blanca, nívea, alba al mismo tiempo que interpela al hombre chiquitito que ocupa el lugar de muso, de ese mismo del que hay que escapar. Por su parte, en “Ven” Delmira flexiona el género gramatical para reubicar al varón en el espacio tradicional de la amada que inspira versos: “Extraño amado de mi musa extraña” (1971).

Pasado más de un siglo entre las etiquetadas poetisas de años atrás y quienes escriben poesía en el nuevo mileno, Kamenszain encuentra la fecundidad del anacronismo en la palabra “poetisa” y realiza una apropiación política, militante, positiva y “orgullosa” del término (2021). Estas “nuevas poetisas”, las anti-vates, entre quienes destaca a Tamara Tenembaun, Celeste Diéguez y Cecilia Pavón, entre otras, ponen en circulación hoy, cuando ha caído la fe en el amor romántico, los fragmentos de un renovado discurso amoroso. Ellas cantan el amor, no en clave sexista ni de interioridad yoica, antes bien en términos de sexualidades fluidas, de emociones alegres y recalando sobre objetos cotidianos, prosaicos (un inodoro) y perecederos (un jabón) que dicen tanto y sin tanto dramatismo sobre el tiempo limitado y deseternizado de duración de la pasión. Ese es el tiempo de la suspensión, el mismo del “por ahora nos gusta” de Tenembaum y de “la percepción ligera” de Pavón (2021, pp. 83-86).

Con todo, las poetisas del siglo XXI, dice Kamenszain, también han hecho lo propio -como sus bisabuelas y tatarabuelas poetisas- para convertir al poeta en muso, no de inspiración sino de increpación. En este caso, refiere al poema “La plaza” de Diéguez, donde frente al saber construido por verdades paternalistas que emana el hombre sobre el que escribe (una reversión actualizada del “hombre pequeñito”), la poetisa se aburre (“¡qué embole!”) y prefiere los estados dubitativos (muy cercanos al “sin embargo y sin embargo”) o, ¿por qué no?, esos estados que ponen en pausa las certezas absolutas, las grandes verdades, las épicas que cantan los vates (2021, pp. 83-85).

La nueva escucha que dispone Kamenszain para la poetisa que busca “salir del closet” la lleva a ubicarla como emblema de los feminismos, de las disidencias, y a expresarla en su deriva no sexista “poetises” (2021, p. 14). De este modo, la poetisa, parece decirnos la autora, nunca se cansó de esperarnos y de esperar el “nuevo destino que ya estaba escrito” (2021, p. 14) e hizo de la modalidad enunciativa del grito una de las formas de comunicación, manifestación y visibilización de ese lugar de incomodidad que Molloy inscribía en torno de la escritura de mujeres.

El grito permite realizar distintos recorridos. Como ya vimos, el grito nos lleva a dos mujeres de principios del siglo XX que hoy son antecedentes clave para los feminismos. Junto con las quejas en voz alta de Storni, aparece en la escena pública la ya referida Salvadora Medina Onrubia, madre soltera que en 1912 llega desde Gualeguay a Buenos Aires, con un hijo natural (como se decía por entonces), y con un manuscrito bajo el brazo que será Almafuerte (1914). Esta es la primera obra teatral de temática anarquista escrita por una mujer que, además, militaba en las filas del anarquismo y daba conferencias en mítines y participaba de marchas. De esos tiempos es la foto célebre donde se la ve alentando la protesta obrera y dando lo que ella denomina ese “grito triunfal” del anarquismo, para hacerse paso en un mundo de varones y de explotación humana (1914, p. 1).

En las últimas décadas, el movimiento feminista cobra en la arena pública argentina un protagonismo inédito y consolida formas previas de la lucha e inventa las propias. Se trata de un feminismo de carácter plural, tan organizado como autogestionado y tan festivo como efectivo en sus demandas. Ahora bien, ¿cómo convergen estos gritos en la escena contemporánea? No porque sí, uno de los himnos de las marchas feministas ha sido el poema que la poeta/ poetisa/poetise lesbiana, traductora y fotógrafa Susana Thénon (1935- 1991) escribe en 1987 y se titula “¿Por qué grita esa mujer?”:

¿por qué grita esa mujer?
¿por qué grita?
¿por qué grita esa mujer?
andá a saber
esa mujer ¿por qué grita?
andá a saber
mirá que flores bonitas
¿por qué grita?
jacintos margaritas
¿por qué?
¿por qué qué?
¿por qué grita esa mujer?
¿y esa mujer?
¿y esa mujer?
vaya a saber
estará loca esa mujer
mirá mirá los espejitos
¿será por su corcel?
andá a saber
¿y dónde oíste
la palabra corcel?
es un secreto esa mujer
¿por qué grita?
mirá las margaritas
la mujer
espejitos
pajaritas
que no cantan
¿por qué grita?
que no vuelan
¿por qué grita?
que no estorban
la mujer
y esa mujer
¿y estaba loca mujer?
Ya no grita
(¿te acordás de esa mujer?) (2012, p. 24).

En este poema confluyen al menos dos voces en una suerte de diálogo sobre una tercera ausente (la otra, la que grita). Las marcas tipográficas y ciertas convenciones del discurso poético (el corte de verso, los hipérbaton, el uso de paréntesis) dan evidencia de cómo palabra e imagen, letra y visualidad otorgan juntas nuevos sentidos. A las dimensiones materiales y visuales se suma la sonoridad: la importancia que este poema ha ido adquiriendo en sus declamaciones. Fue recitado al unísono y utilizado como estandarte contra los femicidios en todo tipo de expresión artística: performances, intervenciones, lecturas, caminatas, grabaciones, videos. Hasta fue intervenido por un grupo de artistas y escritoras que anexaban consignas o sus propias poesías o fragmentos teóricos hasta dar con una nueva versión del poema de protesta. Es innegable que, como marca de época y como marca de los activismos actuales, encontramos modos divergentes de circulación de la palabra, que redunda en variados imaginarios políticos. Esa mujer que grita podría también ser “Esa mujer” –la del cuento de Rodolfo Walsh– que supo gritar una y mil veces en los balcones presidenciales. ¿Por qué no encontrar en este circuito de la palabra, y en tono mayor, una nueva forma de establecer alianzas o formar parentescos?

En los días que corren y debido a esa discontinuidad que aporta el anacronismo es que Kamenszain va a leer y arrojar luz sobre un problema similar: el cruce y la identificación entre poetisas de antes y poetisas del siglo XXI. De este modo, las comadritas que gritan hasta ensordecer se vinculan con las sororas, las ridículas se toman de la mano con las jóvenes irreverentes, las cursis marchan junto con las compañeras de lucha, las hijas convencen a madres y revolucionan abuelas.

Esa misma palabra, que antes avergonzaba y quizá asustaba a quienes se posicionaban como poetas, resulta ahora “una palabra dulce”, puesta a disposición otra vez en estos tiempos suspendidos, en la era de los tendales donde cuelgan al sol los trapitos del romanticismo, en ese mismo tiempo que no es el de las fechas (Didi Huberman, 2006). El adjetivo –dulce– que parece extraído de la retórica modernista que las antiguas poetisas reutilizaron y las nuevas poetisas vienen a destronar, “sin embargo, sin embargo” ahora vuelve en insignias de los feminismos: en el pañuelo verde, las remeras pintadas con los nombres de las antepasadas, la trenza verde,5 el glitter del rostro militante, la cosmética de la revuelta feminista, las pelucas y vestimenta combinadas en violeta y verde,6 las eróticas festivas, el grito de una plaza colmada de madres, de abuelas de la nada, de comadritas, de hijas, de sobrinas cuando se produce la votación afirmativa por el derecho al aborto. Una afirmación que venía a decirles a las mujeres y cuerpos gestantes de distintas generaciones y que esperaban abrazadas en la plaza del Congreso y otras plazas del país en la madrugada del 30 de diciembre de 2020 (en plena pandemia), que desde entonces el acceso a la interrupción voluntaria del embarazo era legal, seguro y gratuito.7

En razón de la apropiación política del término que lleva adelante Kamenszain, existe hoy un debate que constituye un parteaguas entre quienes sí reciben con entusiasmo la designación (no sólo para las generaciones precedentes sino para las actuales) y quienes no lo hacen. En la nota periodística que Daniel Gigena escribe para La Nación (2021) se recuperan algunas zonas de ese debate en la voz de poetas actuales que demuestran un fuerte posicionamiento ante la revitalización del problema. Algunas de las poetisas del siglo XXI, como Marina Mariash, Celeste Diéguez, Cecilia Pavón, Jimena Arnolfi, Anahí Mallol y Sabrina Usach se alinean en la recuperación política de la denominación, apelando a la posibilidad de encontrar estrategias de libertad y conductas insurrectas respecto de ese mismo “lugar menor” donde se ubicó por años a la poetisa.

“Tal vez haya llegado el tiempo de la dulzura para la palabra poetisa. Tal vez falten luchas por librar, para terminar de lavar su dejo despectivo, para que la diferencia no sea un encierro”, propone Mallol (Gigena, 2021). Y a partir de un dicho de la poeta Olga Orozco en que optaba por la poesía a secas, sin marcas de género, en la medida en que estas solo discriminaban, agrega “lo que sigue es la poesía, porque siguen, poetas o poetisas, mujeres y otres, cada vez más, escribiendo su poesía, inscribiendo en ella sus voces, dulces o roncas, alegres o cuestionadoras, siempre muy vivas” (entrevista personal realizada a Mallol en 2022).8

Por su parte, la poeta mendocina Sabrina Usach sostiene que Kamenszain vino a ensayar desde la poesía el bagaje histórico y cultural de la palabra poetisa, y advierte cuán necesario es atender al contexto en que levanta su voz para poner en tensión el uso de las palabras poeta/poetisa. A pesar de coincidir con la reapropiación de esta palabra como acto político y en el gusto exacerbado por los arcaísmos, dice no usarla por su sonoridad: “me es demasiado larga, además, creo que ese desandar de la palabra tiene que ver más con un plano de pensamiento acerca de los derechos y la participación de la mujer en el ámbito de la escritura, que con tener que decidir si poetisa sí o poetisa no” (entrevista personal realizada a Usach en 2022).

Ahora bien, en contrapartida, las poetas Alicia Genovese, Mónica Sifrim y Claudia Masin, por tomar tres referentes importantes, no ceden tan rápido la palabra “poeta”, por su virtud camaleónica, saturada de sentidos, estandarte de la lucha, ni tampoco aceptan rápido la “herencia castiza de vincular palabra con el género femenino gramatical” (Genovese en Gigena, 2021). De hecho, Genovese advierte la gran audacia de Kamenszain en el gesto “lamborghiniano” de tomar la distorsión y devolverla multiplicada, resignificada, hospitalaria. Pero, se define como “más resentida” y dice no olvidar el carácter peyorativo que cubrió por años al término “poetisa”, que Sifrim considera altisonante, Masín, “horrible”, devaluado y devaluativo, propio de esos mundos íntimos que se le adjudicaron a las poetisas frente a los grandes temas que desarrollan los poetas.

En una conversación pública, la poeta y editora Karina Macció se definió poeta y rechazó abiertamente a la poetisa: “la palabra poeta tolera la/le/el y tiene una “a”, que da un timbre y un color de belleza y apertura al término”. Además, “poeta” –aclara– es cercana a “poesía” y su etimología grecolatina la vincula con el hacer propiamente dicho, el trabajo con la materialidad de la palabra, la creación, como nos enseñaron, hacia comienzos del siglo XX, los cultores del método formal también mal llamados formalistas rusos. Pero, “¡poetisa, papisa, sacerdotisa, juglaresa, emperatriz cuánta cacofonía traen y cómo desvalorizan al poema!” (entrevista personal a Macció en 2021). En una línea parecida, Silvia Jurovietzky comenta que incluso hoy escucha no solo a legos sino a mujeres que escriben poemas y a docentes usar el sustantivo “poetisa”, al que define como un ideologema que asigna a las poetas un campo de escrituras sentimentales y florales: “Con esto es fácil concluir que no ha pasado tiempo suficiente para que ese término se haya convertido en un anacronismo” (entrevista personal a Jurovietzky en 2022). Más adelante, afirma que “la lengua aporta una materialidad –una borra, diría Tamara– en donde se han sedimentado siglos de mandatos patriarcales. Cambiarlos es la tarea que las feministas venimos llevando adelante, no sin muchas resistencias”. Como Macció, Jurovietzky destaca que “poeta” tiene la ventaja de estar terminado en la vocal “a”, asignada en español al femenino, de modo tal que lee en una construcción despectiva en el término poetisa, en la que operó una voluntad de disminución. Cierra su declaración con esta pregunta: “Y si no prueben ¿a qué sabe la palabra poetiso?”

En la quinta sección de Chicas en tiempos suspendidos se reflexiona sobre las palabras con las que las mismas chicas, las poetas, contaban en su momento y con cuáles no. La palabra “femicidio” no la teníamos, la palabra “muso” no la teníamos, aunque las poetas supieron darle uso, la palabra “vata” no la queremos, afirma Kamenszain (2021, p. 14). La palabra poetisa sí la teníamos, pero además de abochornar generaba pánico por el destino que acarreaba. Los suicidios de las antiguas poetisas (viejo problema, continuo estigma) asustan a unas como a otras, a Tamara y sus contemporáneas, por caso, que consensuaron decirse poetas y optaron por poéticas neobarrocas o recuperaciones de la lírica ronca del tango para correrse del sencillismo y el universo femenino.

En Ama de caza (2020), Maccio –acaso una nueva poetisa que prefiere el término “poeta”– replantea varios de los problemas que siguen apuñando y estimulando la creación poética y a la vez despertando el interés de la crítica: las representaciones renovadas del orden doméstico (la casa cazada y el ama de caza), el suicido de las poetas y el uso no tan dulce sino combativo de las palabras:

Nací en la última parte del siglo XX/ No es el 1800/ Ni los años 50/ Las poetas se mataron, todas/ Ellas/ solitas/ (…) ¿Cuántas veces se puede renacer?/ Las que quieras Levántate y anda/ (…) Escribo, fíjate bien/ trafico palabras te las quito, las doy vuelta/ tomá/esto es lo que hago/ decí lo que quieras/ el miedo es tuyo ahora… (2020, pp. 46- 48).

“¿Qué hacemos (…) con el complejo alfonsina y método plath?”, se preguntaba un poco antes Macció en el poema que inicia el libro (2020, p. 15). El miedo ante el suicidio de las antiguas poetisas se reaviva, por un lado, dando vuelta los sentidos de las palabras a las que se les fueron pegando lo que Tamara denomina “el virus del estereotipo” y, por el otro, cambiando el foco receptor del temor. Esos antiguos suicidios, entonces, reactivan formas del renacer, como distinguimos en Macció, o como vemos que ya había hecho la escritora y periodista argentina María Moreno en 1983, cuando elige titular alfonsina (con minúscula) al primer periódico para mujeres, durante la primavera alfonsinista. La aparición de este periódico pionero, que viene a poner en palabras e imágenes los problemas centrales de los feminismos (Diz, 2011), coincide con el destape cultural, judicial, sexual de la escena local.

En el editorial del primer número del periódico se parte de una pregunta, un problema: ¿Por qué?, y se responde “porque hay nombres de mujeres que no necesitan apellidos (…) Porque si hubo una Alfonsina que entró al mar para buscar la muerte, miles de Venus saldrán de las mismas aguas para cantar al amor y a la vida”. El editorial se firma con un alfonsina en minúscula, un posicionamiento estético y político de Moreno (en la página siguiente constatamos que “alfonsina” es una de sus varias firmas) que residen en iniciar el proyecto de un “primer periódico para mujeres” mediante la inserción en la extensa tradición del empleo del seudónimo para la firma femenina y a través de la apropiación del nombre de una de las pioneras de la profesionalización de la escritura femenina (una de esas mujeres, además, ya despojadas del apellido paterno para su reconocimiento).

El fin de una “Alfonsina”, entonces, se constituye en un motor productivo en tanto despierta el nacimiento de otras alfonsinas que, como Venus, como alfonsina (con minúsculas), como el “nosotras” al que se dirige el editorial, como María Moreno, como las descentradas de Salvadora, las lobas y ovejas de Alfonsina, las aguafiestas de Ahmed, la sonámbulas de Rich, las renacidas como Lady Lazarus de Maccio, las poetisas (y toda la genealogía de “malditas” que traza Moreno y que van desde la costurerita que dio el mal paso a la mártir de Woodstock, Janis Joplin), despliegan épicas alegres y cantan también “al amor y a la vida” (De Leone, 2011).

De aquí llegamos de nuevo al problema de los nombres que enunciaba Molloy allá por los 90 y que reaparece hoy en la reflexión revisionista y autoexploratoria de Kamenszain. María Moreno es el seudónimo parricida de María Forero, que recoge el apellido del primer periodista argentino (Mariano Moreno), Alejandra Pizarnik se autoafirma Alejandra, Alfonsina reaparece minusculizada para fundar una nueva estirpe, Tamara en sus años de poeta moza prefirió ser llamada como ellos, por el apellido: Kamenszain. Ahora bien, los poemas que forman su último libro están escandidos, como se dijo, por un verso anafórico, que hace al ritmo como factor constructivo. Ese verso es la conexión adversativa que vinimos analizando en función de su repetición en polisíndeton y que funciona como estribillo: “y sin embargo, y sin embargo”. Sin embargo, sin embargo, entonces, ahora que ya ha llegado el tiempo de los nombres, el nombre de mujer sin ninguna adscripción paterna ni paternalista es el nombre Tamara, la misma Tamara (Tamar), la que milita la palabra poetisa, la que no quiere, en una operación de antivatismo extremo, la feminización del “vate” en vata.

Otra forma de esos renacimientos se advierte en la operación de rescate de un nombre para la formación de la Biblioteca Ni Una Menos, dirigida por LatFem Periodismo Feminista, con el apoyo de Casa Brandon. Ese nombre, ese título, ese concepto que se rescata es el de Alfonsina Storni.9 En la ceremonia de presentación de esta biblioteca feminista, pública, federal, itinerante, interactiva y popular, que tuvo lugar en la Ciudad de Buenos Aires en 2022, los puntos de partida para la discusión entre escritoras, periodistas y críticas literarias fueron dos preguntas: “¿Por qué todavía es necesario hacer una colección de libros feminista? ¿Todavía tenemos que seguir reclamando esto?”. Estos son dos problemas que siguen vigentes, que se desprenden de los que se han ido analizando, despiertan contradicciones, generan debate, no parecen saldados siquiera al interior de los feminismos y ponen a esta época suspendida, la del presente, en estado de “asamblea permanente”.

Con todo, lo cierto es que la discusión poetisa/poeta/ nueva poetisa/ poetise sigue siendo un problema que tenemos que habitar poética y críticamente, en esos tiempos y lugares otros, donde las urgencias son las del poema y de la escritura, donde la temporalidad es la de las poetas, como refería Molloy. No porque sí las reflexiones de Tamara Kamenszain se entrecruzan en estados dubitativos; lo que es otra forma del desvío y la flexión: es ensayo y/o poesía; es pasado y/o presente; es poeta y/o poetisa; es Tamara y/o Kamenszain; es poesía y/o es novela. Este es un debate que, como muchos de los problemas que se fueron puntualizando, permite imaginar cómo se arma la nueva fiesta cuando no se quiere participar de la fiesta patriarcal.

Lo que sí es posible afirmar es que estos problemas despiertan una batalla (una batalla de los géneros) y la que más nos convoca es aquella que dan las mismas sumisas, las otras rebeldes, las tantas desviadas pero no hacia un afuera seductor y bien fácil de rechazar (¿quién comulga con la fiesta patriarcal?) sino a un interior complejo, diverso, interseccional y siempre situado del propio trans/feminismo.

Para cerrar, una anécdota. En ella volvemos a encontrar la reflexión con la que se inició este trabajo sobre la necesidad de seguir con los problemas que atañeron a los distintos feminismos y de maneras diferentes. El fin de semana del 25 de agosto de 1972, Alejandra Pizarnik sale unas horas del hospital donde pasaba sus días para su rehabilitación emocional y, con apenas 36 años, elige encontrar la muerte por sí misma para “huir al otro lado de la noche” (1993, p. 68). La figura de la suicida, como a Alfonsina y tantas otras poetisas, la atravesó muchos años en las lecturas sesgadas de gran parte de la crítica, al punto de insertarla en la misma tradición “maldita” que Alejandra nos quiso enseñar. ¿Qué tendría para decirnos hoy sobre la puesta a disposición del término “poetisa”? Claro que quien pudo cambiar tantas veces su nombre, elegir las formas de inscripción de sus yo, e instalar un sistema combativo de pronombres personales en sus poemas podría explicar con palabras de este mundo y en los días contra el ensueño cómo “no querer traer sin caos portátiles vocablos” (Pizarnik, 1968, pp. 78).

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Notas

1 In memoriam Sylvia Molloy
2 Inicialmente, este texto se publicó como introducción a la segunda parte de una antología titulada Women`s Writting in Latin America (Boulder: Westview Press, 1991) que compilaron Sylvia Molloy, Beatriz Sarlo y Sara Castro-Klarén.
3 La primera versión de este texto se publica en la Revista de Crítica Cultural, 21, Chile, noviembre de 2000. Luego, este ensayo vuelve a reeditarse pero bajo el título “La cuestión del género. Propuestas olvidadas y desafíos críticos” en Revista Iberoamericana, LXVI, 193, octubre-diciembre 2000, pp. 815-819.
4 Tomo la idea de “asamblea permanente” para pensar el debate que abre Tamara Kamenszain con la recuperación política de la poetisa de los dichos de la escritora Jimena Arnolfi al ser consultada por Daniel Gigena en la nota “¿Poetas, poetisas, poetises? La actualización de un debate: opinan las escritoras” (La Nación, 4 de agosto de 2021).
5 El pañuelo como insignia de la lucha feminista pone en primer plano la urgencia de legalizar el aborto como medida de reconocimiento de autonomía y propia decisión de las mujeres y cuerpos gestantes y como medida sanitaria para evitar la cantidad de muertes de personas, procedentes mayoritariamente de sectores vulnerables de la sociedad a causa de abortos clandestinos realizaos por curanderos/as, comadronas, familiares y personal de salud que saca de esta práctica un alto rédito económico.
6 El color violeta representó muchos años la lucha feminista, pero se impuso el verde para diferenciar la lucha feminista general por la lucha por el aborto. Frente a colores ya usados (el blanco de las Madres de Plaza de Mayo, el rojo de los partidos políticos, el naranja de la Iglesia) el verde quedó dentro del espectro de colores, que además de no ser un color usado tenía el plus de representar la vida, lo natural. Así, el pañuelo combina, entonces, un guiño, un reconocimiento a la lucha de las madres por sus hijos desaparecidos (el pañuelo blanco) y un clamor por la vida.
7 La demanda al Estado por el derecho al aborto gratuito y asistido médicamente lleva muchos años en la Argentina. La Campaña Nacional por el derecho al aborto legal, seguro y gratuito cuenta con una larga historia de reclamos y trabajo para legalizar la interrupción voluntaria del embarazo. En las últimas décadas, a esa lucha se sumaron las protestas contra los femicidios en el marco del Primer Paro Nacional de Mujeres en 2017 y el surgimiento del movimiento feminista del Ni Una Menos. En esa coyuntura de revuelta constante y tras varios intentos fallidos, se logra que por ley (Ley 27.610 del 30 de diciembre de 2020) se legalice en todo el territorio argentino la interrupción del embarazo y la atención pos aborto en todos los cuerpos gestantes.
8 Además de las declaraciones de las poetas recogidas en la nota citada de Daniel Gigena, entrevisté a varias más por correo electrónico, Whatsapp y en persona. Todas ellas me dieron su consentimiento para incluir sus parlamentos en este artículo.
9 El catálogo de la Biblioteca puede consultarse en línea: El proyecto – Biblioteca Ni una menos (latfem.org). https://bibliotecaniunamenos.latfem.org/el-proyecto/

Recepción: 17 Julio 2022

Aprobación: 20 Diciembre 2022

Publicación: 01 Marzo 2023

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